Parece que el paso dado por Canadá ha despertado susceptibilidades en todas las latitudes y ámbitos. La Iglesia católica, como suele pasar, no ha perdido la ocasión de mostrar su cara más conservadora y se ha pronunciado al respecto.
Ha sido la propia Conferencia Episcopal canadiense la que se ha manifestado sin ambages en contra de la legalización: “Es lamentable –afirman los obispos– que el gobierno federal haya decidido facilitar la distribución y el uso de una sustancia adictiva y tendrá consecuencias desastrosas para muchas personas”. Lo que parece lamentable, sin embargo, es la irresponsabilidad de estos clérigos. Y abundan en su opinión: “El aumento masivo del consumo de la marihuana que acompañará a su legalización no va a producir una sociedad más justa y humana, pero va a exacerbar y multiplicar los problemas ya generalizados en la sociedad, incluyendo las enfermedades mentales, la delincuencia, el desempleo, o el daño a la familia”. Vamos, ni que se hubiera legalizado el incienso de las liturgias. Por supuesto, el consumo de marihuana será considerado un pecado. Frank Leo, secretario general de los prelados canadienses, afirmó: “La virtud de la templanza, como se explica en el Catecismo de la Iglesia Católica, dispone que evitemos cualquier tipo de exceso: el abuso de la comida, del alcohol y del tabaco, o de la medicina”. Por su parte, la JIFE, el órgano de Naciones Unidas encargado de velar por el cumplimiento de los tratados sobre estupefacientes, manifestó que “está muy preocupada por la situación de salud pública en Canadá que puede resultar de esta decisión”. Sin comentarios.