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Camello

El último trócolo

El Diccionario de la RAE incluyó por fin en 1992 una nueva acepción para la voz camello, además del velludo artiodáctilo con dos jorobas, esto es, la “persona que vende drogas tóxicas al por menor” (¡tóxicas!). 

Hola. Creo que ya va siendo hora de romper una lanza por los camellos. Sí, por nuestros queridos y entrañables camellos. Tal vez con motivo de los fastos del Quinto Diccionario, el Diccionario de la RAE incluyó por fin en 1992 una nueva acepción para la voz camello, además del velludo artiodáctilo con dos jorobas (no con una, como usted piensa por culpa de una marca de tabaco, pues ese bicho es un dromedario), esto es, la “persona que vende drogas tóxicas al por menor” (¡tóxicas!). Si acudimos al más específico Diccionario de la droga: vocabulario general y argot (Félix Rodríguez, Ed. Arcolibros, 2014), camello sería ‘traficante de droga al por menor, generalmente toxicómano’, y añade: ‘se le llama así porque porta una carga, como el animal del mismo nombre’. La carga del camello: estigmatizado desde la cuna. 

No abundaremos mucho en el origen del popular término, pues ya lo explicó en estas mismas páginas el maestro Juan Carlos Usó (Cáñamo, n.º 93, septiembre del 2005) con su habitual profusión de fuentes. Les resumo: el inicio conceptual de la denominación podríamos situarlo en los locos años veinte del pasado siglo, y su normalización oficial como sinónimo por antonomasia de la voz traficante de droga se fija en la prensa a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta. Y más allá de anglicismos peliculeros como díler, el hombre, o los que se les estén ocurriendo a ustedes ahora, camello sigue siendo a día de hoy el vocablo con el que designamos al que nos vende la mandanga, al que pasa. 

La del camello ha sido, y sigue siendo, una figura omnipresente en nuestras vidas. Probablemente, todos los aquí reunidos podríamos reconstruir nuestras trayectorias vitales simplemente recordando la lista de nuestros camellos más importantes y duraderos. Ahí va la mía: el Lili, el Tarzán, Pablito, el Gadafi, el Pelos, el Chito, la Coja, el Dimi, el Güevos, el Capitano… Ustedes se reirán, pero es completamente cierto. Habrán observado, como servidor, que al camello, por norma, se le conoce por su apodo, siempre con el artículo determinado delante, para que no se espante. 

En cuanto a su tipología, las variedades del camello son tantas y tan variopintas que resultan inabarcables. Desde el clásico camello de la esquina, permanentemente en su puesto de trabajo tras ocultar su producto en todo tipo de escondrijos del mobiliario urbano, hasta el moderno camello hiperconectado, que hace sus transacciones en aplicaciones informáticas encriptadas y reparte género a domicilio desplazándose en su patinete eléctrico de alta gama. El amigo camello, el camello de un amigo, el camello del bar, el camello de mi pueblo, el poblado de camellos, el camello chungo… La diversidad del camello. Todos se parecen, sin embargo, en su impasibilidad displicente, por decirlo finamente, frente a los problemas de sus clientes, y en la escasa fiabilidad de sus instrumentos de pesaje no verificados. 

Porque al final, no lo olvidemos, esto es un curro, aunque no lo veamos así ni nos lo vendan como tal. El camello es un comerciante, un comerciante, más o menos probo, que al vender una mercancía teóricamente prohibida se convierte en delincuente. Pero el camello es emprendedor, autónomo, trabajador por cuenta ajena, fijo discontinuo en una multinacional del crimen, trabajador a tiempo parcial, trabajador a turno, gran empresario. El camello abarca todas las modalidades de empleo, pero no cotiza. Y las personas nos ahorramos el IVA. Tal vez ese sea, al final, el triste resumen de la funesta prohibición. 

¡No hemos hablado de los riesgos laborales del camello! Pues son altos, muy altos; desde un malentendido con camellos rivales con resultado de muerte, hasta la cárcel, insoslayable espada de Damocles que acecha a todo camello que pretenda durar en el oficio. Un oficio gravemente amenazado hoy, por cierto, por las nuevas tecnologías y la IA. El camello más rabiosamente actual ya no es una persona, sino una interfaz de la Deep Web con golosas fotos del producto prohibido que se paga discretamente con criptomonedas y te llega a casa por correo certificado. 

Por todo ello, propongo solemnemente institucionalizar el Día Mundial del Camello como uno de los más floridos frutos del absurdo prohibicionismo. Esta gente se lo merece, aunque nos tengan toda la noche de aquí para allá, dale que te dale y pendientes del telefonito. ¿Que no? Adiós. 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #322

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