Hola. Seguramente así, de primeras, poco les dice el nombre de Justo Gallego. Puede que a los más virtualmente influyentes de entre ustedes les suene un poco por la campaña de anuncios de Aquarius en el 2005 (“¡El ser humano es imprevisible!”), incluso, los más finolis, le recordarán por la exposición que le dedicó el MOMA neoyorquino un año antes. La gente informada le recordará, sin duda, por Mondo Brutto. Les pongo al día.
Justo Gallego Martínez era un gañán, un labriego español, concretamente de Mejorada del Campo, Madrid. Un devoto agricultor que habría sido uno de tantos, salvo por el inverosímil hecho probado de que durante sesenta años, que se dice pronto, se dedicó a construir una gigantesca catedral en su pueblo. Ahí, a su bola, sin el más mínimo conocimiento de arquitectura ni de prácticamente nada, porque nuestra cinematográfica contienda fratricida dejó sin colegio al pobre Don Justo. Un templo enorme, monumentalmente grandioso y bizarro hasta extremos inconcebibles. Un sitio único en el mundo. Una auténtica barbaridad. Si duda, vaya a Google y véalo por usted mismo.
Esta edificante historia comienza a primeros de los sesenta del siglo xx. Antes de ejercer como arquitecto infuso, Don Justo, un creyente casi, casi fanático, quiso ser fraile y se pegó siete años en un monasterio soriano. Allí, entre rezos y cosas de frailes, contrajo la tisis, que es como se denominaba entonces a la tuberculosis. Sus hermanos, a la vista del peligro, tomaron la piadosa decisión de echarle, cayendo el pobre Don Justo en una justificada depresión. Sin embargo, en el abismo de aquella noche oscura del alma condimentada con toses y esputos coloraos, halló Don Justo la iluminación: debía dedicar su vida a levantar una gigantesca catedral para mayor gloria de Dios y regocijo de la Virgen. Así, con treinta y seis años, el 12 de octubre de 1961, puso Don Justo la primera piedra de una catedral dedicada, como imaginarán, a la Virgen del Pilar, aquella que, con su acrisolado y fanático anticomunismo, paró en el 36 las bombas de los rojos. Los terrenos mejoreños sobre los que se levanta el templo eran un olivar familiar. Desde ese día lo único que hizo Don Justo fue currarse su catedral sin apenas ayuda: sus sobrinos, algún vecino y Ángel, un albañil de Guadalajara que le acompañó en la titánica faena durante los últimos veinticinco años.
Don Justo fue un adalid del reciclaje antes de que ninguno supiéramos que era eso. Cualquier cosa de hierro le servía para hacer hormigón, las ruedas de bicicleta se convirtieron en poleas; los cilindros de cartón de las empresas químicas del corredor del Henares, en moldes para las columnas, y el “ojo de buen cubero” sustituyó a planos, proyecciones y perspectivas. Vendiendo los últimos trozos de tierra de su herencia y convenciendo a las empresas de la zona para que le regalaran todos los materiales dañados o defectuosos, fue Don Justo avanzando en su catedral que hoy es un alucinante supermazacote del gótico desquiciado de casi cinco mil metros cuadrados, con doce torreones de sesenta metros, veintiocho cúpulas, la central de cuarenta metros de altura y doce de diámetro, una enorme cripta subterránea, catacumbas, refectorio, claustro, escalinatas y más de dos mil vidrieras. Una locura sin parangón en el mundo conocido.
El pobre Don Justo, enteco y seco, murió en noviembre del 2021 con la pena de no haber visto terminada su magna obra, recién cumplidos los noventa y seis. No se sabe qué pasará con su catedral, que antes de morir donó a Mensajeros de la Paz. Una prestigiosa firma de ingeniería estructural revisó meses después de su muerte el templo, ordenó derribar cuatro cúpulas por exceso de peso y certificó que el resto del edificio se encontraba en perfectas condiciones y con una estructura sólida. Supongo yo que, al final, se lo quedará la Iglesia y no pagará el IBI. Pero bueno, eso ya Dios dirá. Don Justo, como sospechan, creía que la droga es mala, pero yo entiendo mucho, pero muchísimo mejor, su hercúlea misión cuando me lo fumo. Como acabo de hacer ahora. Adiós.