Las armas del entendimiento
Con ilusión y una pizca de recelo –por lo viejo que me pilla– empiezo hoy a colaborar regularmente con una revista que desafió el tabú cuando ninguna lo hacía, y que ha mantenido la ilustración farmacológica como estandarte, haciendo de la modestia una garantía para la independencia.
Con ilusión y una pizca de recelo –por lo viejo que me pilla– empiezo hoy a colaborar regularmente con una revista que desafió el tabú cuando ninguna lo hacía, y que ha mantenido la ilustración farmacológica como estandarte, haciendo de la modestia una garantía para la independencia.
Por lo demás, solo quienes se acercan hoy a la cincuentena recordarán el periodo abierto hacia 1990, cuando en vez de Gran Hermano y tertulias políticas las teles nacionales y autonómicas organizaron debates periódicos sobre “La Droga”, con algún moderador para un grupo de arrepentidos profesionales, represores y madres de yonquis, contrapuesto a otro, a menudo un servidor en solitario, de personas menos adictas a la idea fija.
En principio aquello era una encerrona para disidentes, y un megáfono para el clamor combinado de víctimas y vengadores; pero al articularse en palabras el clamor perdía capacidad de convicción, y hubo programas como Tribunal Popular donde Savater y otros empezamos con un respaldo de un quinto de la audiencia, para acabar con el de cuatro quintos. La mayoría del público empezó a distinguir entre quién ignora y quién insiste en seguir ignorando; más de un adolescente se llevó un cachete por disentir del comisario de turno o representante de Madres contra la Droga, y de alguna manera empezó a prosperar la idea de que no hay química benéfica e infernal, sino usos sensatos e insensatos de los compuestos.
Por lo demás, aquello no podía sobrevivir a los últimos años del PSOE pre-Aznar, donde la apertura convivió con la “ley Corcuera” –entiéndase: patada a la puerta y multa por la cara, vigente todavía gracias al PP–, cuando se atribuían a drogas ilícitas nueve de cada diez delitos, y el asunto era la preocupación social número uno. Pero la alarma pública fue desplazándose a objetos distintos, hasta caer al puesto nueve o doce según provincias, al ritmo en que jóvenes y viejos iban acostumbrándose a muchas más drogas y muchos menos episodios trágicos. Porque solo mi generación se tomó en serio la cofradía draculina de la aguja instada por el “me aburro” de Burroughs, e hizo uso del ácido improvisando los viajes y hasta repartiéndolos inadvertidamente, como sugería Kesey. Aunque el aburrimiento persista intacto –pues aburridos vivimos hasta descubrir un trabajo vocacional que sea útil a los demás–, unos cuantos fueron prefiriendo el subidón adrenalínico de saltar desde puentes o cosa análoga, mientras poco a poco nuestra relación con las drogas se hacía a lo permanente y lo novedoso del caso, esquivando la autodestrucción escenificada entonces casi por costumbre. Lejos de confirmar los pronósticos del inquisidor, fuimos redescubriendo sus usos inmemoriales –como combustible psíquico, como ventana hacia dentro y hacia fuera, como instrumento de relajación, como antídoto y remedio, como paliativo, etcétera–, y asimilando también las innovaciones derivadas de que este campo atravesara su revolución industrial.
De la actitud industriosa partieron en efecto sus progresos. La química de síntesis y la agronomía fueron descubriendo compuestos y variedades botánicas cada vez más activos y menos sujetos a efectos secundarios, y se ha abierto la senda de rastrear substancias psicoactivas cuya molécula contenga algo equivalente a la mesura. La 2-CB, por ejemplo, que por efectos está a caballo entre los fármacos visionarios y la MDMA o éxtasis, proporciona experiencias enriquecedoras mientras se administre en un margen de 5 a 20 miligramos, pues a partir de 25 induce desagrado y terror creciente. Cualquier cosa parecida a esa autocontención en el campo de los estimulantes y analgésicos renovaría todo lo conocido, cortando la hierba bajo los pies de quienes nunca tienen bastante, viven en la resaca y coquetean con el coma, cuyo drama es desconocer la serenidad. La prohibición aportó la coartada del soy un esclavo involuntario, y los acogidos a ella tratarán de mantener su rentable victimismo; pero el ingenio técnico ha logrado cosas bastante más difíciles que producir 2-CB, y una afluencia de recursos al servicio de la buena fe quizá descubra tierras vírgenes, como una cocaína que imponga consumirla con elegancia o una heroína que castigue al ávido no solo con insensibilidad, sino con pánico.
A principios de los setenta, cuando Nixon lanzó su guerra contra las drogas y Naciones Unidas su Convención sobre Substancias Psicotrópicas, el ministro de Defensa de los Panteras Negras, Huey Newton, vio sobreseída la acusación de matar a una joven prostituta de color porque su compañera –y testigo presencial del hecho– admitió haber compartido un porro la noche previa. Sin perjuicio de procesarla al oír eso, el juez tuvo claro que su testimonio era tan nulo como el de un demente, y un colega del mismo juzgado impuso treinta años de condena poco después al disidente Timothy Leary tras encontrarse un gramo de marihuana en el sostén de su hija. No se conducirían del mismo modo hoy, y YouTube nos ayuda a entenderles con tráileres y versiones íntegras de largometrajes como Reefer madness (‘Demencia porrera’) y She shoulda said no! (‘Ella debería haber dicho que no’), rodados en 1936 y 1949, respectivamente. Desde finales de los años treinta hasta los ochenta, el código Hays suprimió cualquier desnudo, pero no hubo inconveniente en incluir el striptease integral de cuatro damas para demostrar cómo un canuto dispara la desinhibición en ambos sexos, seguida por asesinatos, suicidios, homosexualismo, pederastia y hasta propaganda roja. Disfruten al menos un par de minutos con aquellos retratos del colocón, precedidos por el lema empirista de Demencia porrera: “¡Contémplalo con tus propios ojos! Aprende de los hechos, mira las verdades. ¿Por qué ir de tonto?”.
No menos ilustrativas son tomas de una plantación apenas reconocible, dado lo esquelético de sus flores. Vemos a un agente tronchando un tallo con gesto de rabia, y al sopesar la diferencia entre aquello y cualquier variedad actual medimos el trabajo de selección e hibridación hecho por filántropos como Rosenthal, Herer y Dronkers. La congregación parroquial que patrocinó esas películas no supuso que acabarían siendo exhibidas en filmotecas y televisiones como cine desternillante, en línea con Los albóndigas/4 y Desmadre a la americana, y tampoco imaginó Nixon que desafiar a la contracultura contribuiría a hacerle dimitir, suplicando no ser procesado por delincuente y tramposo. Hasta los jueces californianos antes mencionados tuvieron ocasión de estremecerse cuando el Tribunal Supremo federal anuló la condena a Leary estimando que la Marihuana Tax Act de 1937 era incompatible con las garantías constitucionales, tal y como había alegado el propio Leary.
Recuerdo estos episodios para subrayar tanto los disparates de la rebeldía inicial como sus logros, que permiten ir ganando la batalla por reinstalar la libertad y el conocimiento allí donde reinaron sus opuestos. Todas las cruzadas –desde conquistar un sepulcro vacío hasta quemar herejes y brujas– agravaron espectacularmente algún mal imaginario, y terminaron con retiradas en voz baja como hace tiempo ocurre con la prohibicionista. El presupuesto para ganar su guerra se traslada gradualmente al capítulo harm reduction, mientras violar el catecismo farmacológico está al alcance de cualquiera, sobre todo desde que el heroico Ross Ulbricht inventó la Ruta de la Seda, un supermercado que se consolidó a despecho de policías, hackers y administradores ladrones. Pero incluso si la guerra estuviese ganada a medio plazo nada nos exime de una posguerra lenta y ambigua, donde ganar la paz propiamente dicha pasa por aprender de lo ocurrido.
Las drogas satanizadas siguen ahí y van a quedarse, al menos hasta encontrar análogos superiores en poder eufórico, porque ayudan a soportar la insondable magnitud de dolor y goce aparejada a la vida. Llamarlas paraísos artificiales pasa por alto que nada es tan natural como el quimismo, y que lo artificioso no son ellas sino los paraísos, tanto celestes como terrestres. Perseguir a sus usuarios viola el espíritu del derecho, que no admite proteger al adulto de sí mismo, añadiendo otro crimen sin víctima al elenco de persecuciones fundadas en herejía, brujería, desviación sexual, propaganda ilícita, auxilio al suicidio, eutanasia, prostitución, apostasía y otras prerrogativas individuales del espíritu, que no dejarán de ser derechos civiles porque un legislador con ínfulas mesiánicas los tipifique como delitos. En definitiva, tengamos presente que cualquier eugenesia es genocidio cuando no limita su selección a plantas y animales domésticos, y que tan monstruoso es depurar por razas como por clases, criterios o hábitos.
Seguiría ofreciendo datos e ideas sobre el experimento prohibicionista, pero esta primera entrega empieza a ser demasiado larga para el artículo mensual que me propongo ir haciendo. De hecho, sugiero al lector que aproveche mi medio siglo de experiencia en la cuestión planteando preguntas, sugestiones y sobre todo críticas, con lo cual las sucesivas entregas podrían ser una combinación de iniciativa propia y ajena.
Hace unos doscientos años, durante su primer mandato presidencial, el virginiano Thomas Jefferson rogaba a la judicatura de su país que no prohibiese cierto panfleto recién publicado sobre Newton, obligándole a adquirirlo y exhibirlo sin pausa para reivindicar el derecho inalienable de todo ciudadano a prescindir de censores. Solo el error necesita apoyo gubernativo, añadía, pues “la verdad se defiende sola si no es despojada por interposición humana de sus armas naturales, que son el libre examen y el debate”.
Te puede interesar...
¿Te ha gustado este artículo y quieres saber más?
Aquí te dejamos una cata selecta de nuestros mejores contenidos relacionados: