El profesor de secundaria Luis Díez Jiménez publicó en su día un divertido libro titulado Antología del disparate, en el que incluía respuestas reales, dadas por los alumnos, en las pruebas de lo que en su día se conoció como reválida de sexto. Recuerdo una que me pareció genial. La pregunta era: “Definición de cangrejo”, y la respuesta de un alumno fue: “Animal que avanza resueltamente hacia atrás”.
Lo que quiero abordar en esta entrega es si vale la pena el progreso. Pocos de nosotros prescindiríamos de los móviles, las vacunas, los antibióticos o los aviones. Pero una mirada más profunda nos hace ver que muchos de los dones de la civilización no son más que una compensación parcial por el peaje que pagamos. Las enfermedades infecciosas de las que nos protegen las vacunas nunca fueron un problema hasta que los seres humanos empezaron a compartir su vida con animales domésticos.
Se habla del avance que supuso abandonar la vida de cazadores recolectores, cuando una mirada más profunda pondría en entredicho dicha afirmación.
Ya en su día sorprendía que los niños raptados en América del Norte por los indios, cuando eran localizados, no querían regresar a su antigua vida “civilizada”. De hecho, muchas personas adultas solían escapar para vivir con los indios.
En un primer viaje del Beagle, el capitán Robert FitzRoy se llevó dos niños de la Tierra de Fuego para educarlos en la Inglaterra victoriana. En el primer viaje con Darwin los llevó de regreso para que predicaran a sus congéneres los beneficios de la civilización. Nada más llegar escaparon y cuando al año siguiente fueron localizados se negaron a volver a Inglaterra diciendo que estaban mucho mejor con taparrabos y viviendo en la abundancia natural, haciéndole a la civilización lo que en Catalunya conocemos como una espectacular botifarra.
Muchos autores empiezan a reconocer que la civilización no solo no ha traído la felicidad, sino que ha aumentado la desdicha. Lejos estamos de los pronósticos de Keynes, que hablaba de un futuro de ocio; por el contrario, la gente cada vez trabaja más para simplemente subsistir de mala manera.
Si todo es tan maravilloso en el progreso, por qué esta infelicidad. La respuesta es que desde la llegada de la agricultura hemos creado nuestro propio zoo y estamos tan incómodos en él como los animales en los suyos. En los últimos miles de años, nuestros antepasados eran tan listos como nosotros, o tal vez más, pues sus cerebros eran mayores. Hasta la llegada de la agricultura, hace unos diez mil años, la vida humana se caracterizaba por el igualitarismo, la movilidad, la necesidad de compartir y la ausencia de propiedad.
A pesar de la presencia constante de esta idea en todos los ámbitos, no hay ninguna razón sólida para decir que las cosas van cada vez a mejor. En realidad, la libertad que tenían las personas antes de la llegada de la civilización hoy solo la goza una minoría privilegiada. No había alquileres o hipotecas, ni impuestos que impidieran a la gente hacer lo que le diera la gana. En cierto modo, la llegada del estado constituyó el pasar de la libertad a la esclavitud.
Yuval Noah Harari –autor del best seller Sapiens– ha definido la agricultura como “el mayor fraude de la historia”. La agricultura representa algo más que un modo de conseguir comida. Ha conformado prácticamente cada elemento de las sociedades humanas (las relaciones hombre-mujer, el cuidado de los niños, el gobierno, el sistema de clases, el militarismo…). Las mujeres, por ejemplo, que eran miembros respetados de una sociedad igualitaria, se vieron reducidas a un estatus cercano al de los animales domésticos. La domesticación no solo fue de plantas y animales, sino de la propia humanidad. Se empezó a crear una brecha entre quienes poseían la tierra y los animales, y aquellos que solo podían vender su tiempo, su sudor y su sufrimiento.
Incluso los cazadores recolectores que vivían en las peores zonas comían mejor que los pobres urbanitas. Antes, todo el mundo estaba bien alimentado, con ocasionales periodos de hambre; pero tengamos en cuenta que un periodo corto de hambre constituye la única técnica que se ha comprobado alarga la vida.
Aunque, como saben los publicistas, la mejor clientela es la gente descontenta, que no comprende que tener menos posesiones no es ser pobre.
Cuando oigamos las constantes loas al progreso y miremos cada cinco minutos a nuestros móviles, pensemos si no nos estaremos perdiendo algo en realidad incomparablemente más valioso.