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Cuando escribo estas líneas se cumplen 428 días desde que Rusia invadió Ucrania: cuatro ejes de ataque con ciento ochenta mil soldados y más de dos mil tanques. Desde ese 24 de febrero de 2022 asistimos boquiabiertos a una desquiciada espiral de muerte y destrucción como no se había visto en Europa en los últimos ochenta años.

Hola. Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar tanques en llamas más allá de Vuhledar. He visto bombas termobáricas y munición incendiaria Termita brillar en la oscuridad en las puertas de Bakhmut. Todos esos momentos permanecerán en la nube y en el caché de Telegram, como lágrimas negras en formato MP4 congeladas en los carámbanos digitales. Macabro tributo eterno a los dioses de la guerra.

Cuando escribo estas líneas se cumplen 428 días desde que Rusia invadió Ucrania: cuatro ejes de ataque con ciento ochenta mil soldados y más de dos mil tanques. Desde ese 24 de febrero de 2022 asistimos boquiabiertos a una desquiciada espiral de muerte y destrucción como no se había visto en Europa en los últimos ochenta años.

Esta guerra, a diferencia de todas las anteriores, puede seguirse casi en directo a través de Telegram, lo cual ya de por sí resulta alucinante. Por la tele, la verdad, nos están contando muy poquito, y muy por encima, lo que está pasando. Es el problema con la información en el siglo xxi, que caduca muy rápido, y cualquier nueva trapisonda del rey emérito o la bobada de una influencer te quita el sitio en los titulares del Telediario, aunque ese día hayan perecido mil tíos a todo lo largo de ese pedazo de frente. No te digo ya en las redes sociales…

En Ucrania, para el que no termine de ubicarse, se están matando cada día con enorme denuedo. En ocasiones, sin cuartel. Lo vemos todo el rato, descarnadamente, a través de los ojos de un dron, sobre un fondo de musiquilla ratonera que otorga a la parca un inquietante punto bufo. En Ucrania, entre los dos bandos, andamos ya cerca del medio millón de bajas, entre muertos, heridos y desaparecidos en combate. Buf.

Me tomo mi café con leche frente a la pantalla y reviso el parte diario actualizado: cuerpos de soldados rusos yacen en la trinchera helada, como fardos abandonados, cerca de Bilohorivka tras un fino trabajo de artillería corregida y geolocalizada mediante dron. Algo más al norte, en los bosques de Kremennaya, dos blindados ligeros ucranianos recogen lo que queda de una patrulla, detectada y abatida por francotiradores rusos gracias a la óptica de visión nocturna. En Bakhmut, como cada día desde hace un año, funciona a pleno rendimiento la picadora de carne humana, hoy hay vídeos variados: impactos de cohetes antitanque en ruinas donde se refugia la infantería; blindados, con sus tripulaciones, reventados por minas; asaltos a trincheras a sangre y fuego, como en 1916; estampas del omnipresente fuego artillero, tanto la espectacular coreografía del momento del disparo, como la brutal desolación que dejan los impactos; demolición de bloques con el enemigo dentro... Más al sur, en Zaporiyia, recogen en bolsas negras los restos humanos que ha dejado un bombardeo.

En Ucrania, por si no ha reparado en ello, se combate en un frente de más de mil cien kilómetros. Desde la desembocadura del río Dniéper, al sur, hasta Terny, al norte, en la frontera con Rusia. Más o menos la distancia que separa Barcelona de Luxemburgo. O Madrid de Marsella. Todo lleno de calaveras.

Pero si algo distingue esta salvaje matanza a la que ya apenas se le presta atención es el uso de drones. El uso letal, me refiero. Desde los artesanales drones de los primeros meses, que llevaban una granada embridada, a los cuadricópteros capaces de soltar hasta seis granadas sobre el enemigo. Drones kamikaze a los que se añade la cabeza explosiva de un antitanque. Drones nocturnos con visor térmico que detectan al enemigo que duerme encogido en un agujero tapado con ramas de pino. Drones que sueltan bombas incendiarias, drones que lanzan munición con metralla, drones que descubren el tanque camuflado y lo desintegran. Silenciosos y ubicuos mensajeros de la muerte.

Ceno algo ligerito frente a la pantalla: un desgraciado corre como loco por el páramo de aspecto lunar que han dejado cientos de proyectiles de 155 mm. Salta de cráter en cráter, mirando hacia arriba, despavorido. La cámara del dron hace zoom hasta que se aprecia con nitidez su rictus de terror. El operador, con la increíble pericia que da la veteranía de jugador de consola, suelta su granada de fragmentación y el anónimo desgraciado cae agarrándose las piernas, reventadas por la metralla. Uno de muchos. Uno más.

Ya lo dijo aquel pobre replicante: es hora de morir. Adiós.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #306

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