Algunas drogas llevan incorporados efectos indeseables por cualquier vía, y lo calamitoso de otras depende de ser ayudadas por la idiocia del usuario. De esto último son prototipos conductas como esnifar la MDMA, o pincharse cualquier cosa, lo primero porque al entrar en contacto con la glándula pituitaria su estructura se altera, produciendo un derivado diez veces menos activo, en parte por las alarmadas secreciones que suscita en las paredes nasales dicha agresión, o al menos eso pensaba el redescubridor de la MDMA, Alexander Shulgin, tras investigar detenidamente el extraño fenómeno. ¿A qué viene meterse por la nariz aquello que funciona mucho mejor tragado?
Los lectores de esta revista tienen probablemente bastante que decir al respecto, y al menos parte se habrá sumado alguna vez al ritual de jorobarse los cartílagos, cumpliendo al tiempo con las prisas de una avidez aturdida, y la aspiración de parecer los más desenvueltos. Lo mismo cabe decir de esnifar el speed, aunque no arruine directamente su psicoactividad –tan solo crea rinitis proporcional al empleo–, y carezco de información fiable sobre los efectos de la keta absorbida por un tubito u otro.
Solo sé a ciencia cierta que la prisa es siempre un mal consejero –Hume decía que el único fallo congénito del Homo sapiens es el cortoplacismo–, y que bastantes efectos secundarios llevan aparejadas las drogas descubiertas hasta ahora para añadirles pose, folletines privados, coartadas y demás rollo patético-enfático. Añadí a la estupidez de esnifar compuestos mucho mejor asimilables por otras vías la de pinchárselos, sin ignorar que sería el más económico de los medios si los quistes y el rápido agotamiento del espacio disponible no lo hiciesen desaconsejable por completo, poniendo de relieve un ansia de agredirse –rara vez ajena al deseo de impresionar al prójimo–, cuya broma última es un draculino bombeo de sangre fresca. Los biempensantes ven en ello la consecuencia ineluctable de no obedecer el menú farmacológico oficial; pero los disidentes deberíamos saber que los opiáceos se absorben y administran mucho más fructíferamente por caminos distintos, aunque alguna proporción se pierda por vías distintas del pinchazo.
La terra ignota deparada al ser humano por los compuestos psicoactivos empezó siendo administrada por chamanes en comuniones substanciales, no meramente formales como los dogmas. En la sociedad tecnológica sigue siendo un terreno para exploradores, que ante los frutos crecientes del ingenio químico son invitados a convertirse antes o después en usuarios razonables, contando con cosas que ayudan a combatir la apatía, el dolor, el miedo y la estrechez de horizontes. En este campo, lo razonable por excelencia es la mesura, pues careciendo de ella nuestra naturaleza se encarga de crear tolerancia, y la búsqueda de alivio o placer se transforma en abono al displacer de la insensibilidad, con personas que optan por el estatus de piltrafas físicas y morales en función de su gula, cuyo desasosiego solo puede atribuirse a La Droga como un onanista infatigable culparía al prepucio del escozor resultante, y el que renuncia a concentrarse lo atribuye al carácter cambiante de lo real.
Consentirnos devorar ignorando las calorías gastadas cada día indispone con la gravedad, el factor más destacado a la hora de urdir el mundo físico, aunque no hallamos advertencias sobre la obesidad en la puerta de los supermercados y restaurantes, y de momento son las cajetillas de tabaco quienes portan obligatoriamente imágenes truculentas y mensajes aterradores. Tras de ello se encuentra el fenómeno que Thomas Szasz analizó como “teología de la medicina” y “Estado Clínico”, en cuya virtud el reino clerical-militar se perpetúa invistiendo al portador de batas blancas con las prerrogativas del cubierto otrora por sotana negra, y pasa de administrar la vida eterna en función de una u otra ortodoxia a regir sobre la perecedera mediante criterios no menos dogmáticos, que destierran la automedicación como antes prohibieron traducir el Evangelio, para no exponerlo a la libre interpretación de cada cual.
Consultaremos en todo caso a médicos y farmacéuticos, como párvulos indefinidos en trance de aprender el abecedario, sin que nadie explique por qué además de esa novedad histórica el gremio terapéutico reconsideró la euforia químicamente inducida, y en la dirección opuesta al criterio antiguo sobre una sobria ebrietas. No pueden considerarse explicaciones sino confesiones los precedentes escritos sobre el cambio –por ejemplo, los primeros documentos de la ONU sobre el tema–, donde aprovechar la psicoactividad se convierte en “una nueva forma de pecado”, y poco después en la más insidiosa forma de delito. Lo primero es teología, lo segundo una ley insensible al desprecio creado por su veleidad, y la conclusión algo tan indemostrado como que el cambio de actitud se apoya en la mentalidad científica, no en la resurrección de una cruzada contra brujos y demonios.
Todo fumador recuerda de modo más o menos vívido el estado de estupefacción inducido por el primer cigarrillo, no ajeno a náuseas, mareo, dolor de cabeza y un brote de energía incontrolable. Si hubiésemos empezado con caldos de tabaco, o mascándolo, el pelotazo habría sido quizá mayor, como refieren los cronistas de Indias, pues el principio activo del caso, la nicotina, era tradicionalmente el quinto veneno más activo de los descubiertos, tras la piel de ciertos sapitos, el cianuro de potasio, la atropina y los antihistamínicos, que por cierto son el principal remedio vendido sin receta para combatir los síntomas de catarro e insomnio en todo el planeta. La pregunta es por qué un tercio de la humanidad fuma algo empleado en otros casos como insecticida, y se aferra a ese hábito desde hace al menos un siglo, a despecho del clamor terapéutico y el vertiginoso aumento del precio, que para un usuario hecho a tres paquetes cotidianos –como quien suscribe estas líneas– constituye la mayor partida singular de gasto mes tras mes.
Nuestros salvadores a la fuerza argumentan que produce bronquitis, cáncer de pulmón e infartos, junto a un cuadro adicional –e innegable– de perjuicios para la dentadura, razones incapaces por ahora de alterar la proporción mundial de adeptos a un fármaco sin paralelo para retrasar el parkinsonismo y la demencia senil, que compone segundo a segundo la coreografía del gesto, otorgando una amalgama sutil de sedación y estimulación responsable de que en la América precolombina fuese la reina indiscutida de las drogas, sustantivamente superior a otras solanáceas psicoactivas (como las daturas), a la hoja de coca, al peyote, al san Pedro, a la ayahuasca y al yopo. ¿Hay un solo estudio manejado por el inquisidor farmacrático que distinga la nicotina del alquitrán? A mí no me consta, aunque haya prestado al tema una atención incompartida durante casi dos lustros, porque plantear la cuestión en términos prosaicos constituye una blasfemia comparable con seguir la evolución del PIB bajo regímenes que ilegalizan la iniciativa privada, o investigar las ventajas respectivas de atenernos a lo utópico y a lo efectivo.
Para empezar, la cruzada antitabaco produce incontables personas convencidas de que si no fuman, o dejaron hace años de hacerlo, están a salvo de enfermedades pulmonares. Este embuste es tan grosero como disparatado resulta mantener el colesterol a raya porque sí, con independencia de la edad que hayamos alcanzado, cuando todos moriremos y es mejor palmar de infarto cardiaco o cerebral que por obra de distintos tumores, o padeciendo la gama de miserias derivadas de la simple obesidad, a su vez fruto de consentirse la avidez oral. Nuestros higienistas han hecho de la agonía el más infalible de los negocios, reanimando sistemáticamente a personas con el cerebro lesionado por privación de oxígeno más allá del cuarto de hora, sosteniendo días y semanas a los carentes de función hepática y renal, y en definitiva, manteniendo vivo al muerto cuando la factura de tal cosa –varias veces superior al hotel de superlujo– solo alimenta a un equipo de embalsamadores disfrazados como salvadores, a su vez condicionados por estudiar teología dogmática bajo la rúbrica de farmacología, y oponerse hipócritamente a una eutanasia que la compasión humana, y la caducidad orgánica, imponen como ley de la cordura.
Se atribuyen a la nicotina los perjuicios derivados de administrárnosla a partir de brasas, y un mínimo de buena fe científica debería tenerlo presente.
Es propio de imbéciles esnifar MDMA, por ejemplo; pero es un certificado de idiocia tanto más infecta como lucrativa seguir ignorando que la nicotina no atasca los alveolos pulmonares, ni invade el interior del sistema circulatorio, ni echa a perder los dientes, y el malo de la película es un resultado de absorberla combinada con todo tipo de cosas sujetas al achicharramiento de una combustión. Hará treinta años le pregunté a Albert Hofmann si el alquitrán es una substancia singular, y me contestó que para nada. A partir de los 600 grados, y en todo caso a partir de los 1.000 (la temperatura de una llama), cualquier materia orgánica se convierte en algo no asimilable como nutrición, que en el mejor de los casos se expulsa y en el más habitual se acumula en forma de residuo cancerígeno y obstructor. Se atribuyen a la nicotina los perjuicios derivados de administrárnosla a partir de brasas, y un mínimo de buena fe científica debería tenerlo presente.
Cuando aparecieron los cigarrillos electrónicos, llevaba ya al menos tres décadas filtrando los alquitranes con boquillas propiamente dichas –no diré la marca, pero solo una de las circulantes priva al usuario la ilusión de fumar como si nada, con orificios lo bastante estrechos para atascarse al quinto o sexto pitillo, debido a la cantidad de pez acumulada–, por más que ningún cigarrillo de ese tipo me complace todavía tanto como añadir al filtro de los Virginia Gold el pequeño artefacto plástico, y así seguiré hasta que surja alguno tan confortable como un móvil sin la esclavitud de recargarlo. La nicotina me ayudó a cumplir los setenta y cinco años con capacidad de estudio, y no pienso olvidarlo, ni tampoco tragar alquitranes sin filtrarlos a conciencia, aunque eso modifique un poco la intensidad de las caladas, e imponga ir siempre provisto de boquillas.
Demostrando que nuestros mesías higiénicos no persiguen a la ponzoña sino al desobediente, los cigarrillos electrónicos se han prohibido en toda suerte de espacios cerrados, a despecho de que no generen humo ni alquitrán, según ellos porque son un “mal ejemplo”. En el parvulario de clientes que admiten la muerte ajena suponiéndose exentos, gracias al especialista que les “lleva” como el director espiritual otrora, incontables agonizan cotidianamente convencidos de que se curarán, como tiempo atrás confiaban en haberse ahorrado el purgatorio y el infierno comprando sucesivas emisiones de indulgencias plenarias. Si el establecimiento terapéutico hubiese tenido la bondad de no mezclar alquitrán y nicotina, algún euro o dólar de las generosas subvenciones destinadas según dicen a investigar este campo habría detectado tanto las ventajas de una como la bazofia del otro; pero se trata de personal purista, dispuesto a esparcir el rumor de que la muerte solo recaerá sobre el incrédulo. Aunque vendrán maneras de fumar con mínima o ninguna carga de pasta negra, no serán ellos quienes saluden ese progreso.