En mi vida me he fumado más de cien mil cigarrillos, y todos y cada uno de ellos han significado algo para mí. Algunos incluso me han dejado buen sabor de boca. Me he fumado cigarrillos buenos, muy buenos y horribles, cigarrillos secos y cigarrillos húmedos, picantes y casi dulces. Unas veces he fumado a toda prisa; otras, lentamente y con fruición. He gorreado, robado y trapicheado con cigarrillos, los he conseguido con malas artes y los he mendigado.
En un aeropuerto de Nueva York pagué una vez trece dólares por una cajetilla. He tirado cajetillas medio llenas a la basura para acto seguido repescarlas y hacerlas definitivamente inservibles después de pasarlas por el grifo. He fumado colillas, puros, puritos, bidis, kreteks, porros y paja. He perdido vuelos por culpa de un cigarrillo y hecho agujeros en pantalones y asientos de coche. Me he chamuscado las pestañas y las cejas, me he dormido fumando y he soñado con cigarrillos, con recaídas e incendios y con la mortificante privación. He fumado a cuarenta y cinco grados y a veinticinco bajo cero, en bibliotecas y en salas de seminario, en barcos y en las cumbres de montañas, en los escalones de las pirámides aztecas y —a escondidas— en un antiguo observatorio astronómico, en sótanos y en graneros, en camas y en piscinas, en colchonetas hinchables y en lanchas neumáticas de paredes finísimas, en el meridiano cero de Greenwich y en las islas Fiyi, a ciento ochenta grados de longitud. He fumado porque tenía el estómago lleno y he fumado porque tenía hambre. He fumado porque estaba feliz y he fumado porque estaba abatido. He fumado por soledad y por amistad, por miedo y por alegría. Todos y cada uno de los cigarrillos que me he fumado han tenido su función: eran una señal, un medicamento, un estimulante o un sedativo, eran un juguete, un accesorio, un fetiche, algo con lo que matar el tiempo, un catalizador de la memoria, un instrumento de comunicación o un objeto de meditación. A veces eran todo eso al mismo tiempo. Ya no fumo, pero todavía hay momentos en los que no hago otra cosa que pensar en cigarrillos. Como ahora mismo.
Hay gente con la que me encantaría fumarme un cigarrillo: amigos a los que hace mucho que no veo, artistas a los que admiro. Que eso no llegue a darse nunca no depende sólo de mí ni de mi decisión. La mayor parte de ellos ya no fuma. Algunos incluso han muerto. Me habría encantado fumar con mi abuelo, entre cuyas manos enormes y callosas el cigarrillo parecía siempre tan delgado y frágil. Murió demasiado pronto. Estoy convencido de que murió porque en el hospital al que lo llevaron después de caerse le quitaron los cigarrillos. Pese a que sólo fumaba entre cinco y diez al día, durante sesenta años.
Mi abuelo era un hombre sumamente moderado. Cuando se pasaba mañanas enteras en su cocina del barrio de Pfaffendorf, en Coblenza, seleccionando lentejas, pelando patatas o sacando brillo a los huevos de Pascua con una corteza de tocino sobre un periódico abierto, tenía siempre al lado la cajetilla de Lux con el librito de cerillas escondido dentro.
Muchas veces he soñado con fumar en un museo. Me imaginaba que me sentaba en uno de esos bancos de madera maciza y lisa calentados por el sol oblicuo de la tarde, delante, por ejemplo, de uno de esos retratos de grupo de Frans Hals, austeros y pintados deprisa, y me llevaba a la boca un Finas Kyriazi Frères, un cigarrillo oriental sin filtro que, por desgracia, hace ya algunos años que desapareció del mercado. No tengo la menor duda de que sería un momento de claridad absoluta, quizá de felicidad máxima.
Pero no va a pasar. Ya no fumo. […] No hará falta que detalle los motivos que me llevaron a tomar la decisión. Todo el mundo conoce los argumentos, tanto los sociales como los médicos. Fumar es una conducta compulsiva. El que vence los impulsos gana libertad. He recaído suficientes veces como para saber que esto no ha hecho más que empezar. En esta ocasión, sin embargo, he decidido conjurar mi adicción con la escritura, mientras narro su historia. Por primera vez, dedicaré toda mi atención a una estructura que ha dominado casi toda mi existencia y que, de hecho, en algunas ocasiones, he confundido con mi propia vida. Siempre di por sentadas algunas de mis pautas de conducta, automatismos o hábitos de pensamiento, al punto de que ni siquiera reparaba en ellos. Sólo ahora, al volver la vista atrás, puedo analizarlos y empezar a comprenderlos.
Al hacerlo, hay un hecho asombroso que me llama la atención: me he fumado más de cien mil cigarrillos y, por más que me empeñe, soy incapaz de decir si, al encenderlos, se oye crepitar el papel como ocurría en los anuncios del cine. Es evidente que no me fijé nunca, ni siquiera una sola vez.