Cada cual busca a su manera distraer el confinamiento y el síndrome de abstinencia. En Madrid el asunto no está nada fácil y aunque hay maneras –sin necesidad de robarle el perro al vecino– de encontrarse con el camello, creo que no debemos de desaprovechar esta oportunidad única de vivir la experiencia de fumarse un último porro. Y ver qué pasa.
Tengo amigas y amigos que llevan años sin que les falte, sin enfrentarse al acto de prender un porro sabiendo que ya no hay más, que se acabó, que esas son las últimas caladas. Un vaivén de sensaciones va asociado a este momento decisivo y a los días que lo seguirán. Porque el último porro ya te sabrá a nostalgia, pero continuará una semana con problemas para conciliar el sueño y un humor de perra en celo sin macho que la monte: Ira, rabia, ansiedad, depresión, misantropía, ganas de saltarse el confinamiento… Al final, el mal rollo dejará paso a una tranquilidad de espíritu. No era para tanto, pensarás con razón, y sentirás la felicidad del logro conseguido.
Con el transcurrir del tiempo, sin embargo, notarás la falta de estímulo, el aburrimiento existencial que supone la práctica de una vida de abstinencia. Entonces, después de unas tres semanas, ya estarás preparada para la siguiente fase, la más placentera: la vuelta a un nuevo primer porro. Y esa sí es la experiencia más gozosa que yo pueda recomendar desde estas páginas. Ya conocen el estribillo de las sevillanas: “Si me enamoro algún día, me desenamoraré, me desenamoraré, para tener la alegría de enamorarme otra vez”.