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Gloriosas minucias

Marcial

Nacido en Grecia como inscripción funeraria, el sucinto epigrama podría ser considerado un género afín al aforismo, pese a escribirse en verso (aquí se han transcrito en prosa) y ser de índole más ingeniosa que reflexiva. Marcial (40-104), oriundo de la actual Calatayud, a la que regresó al cabo de tres décadas, triunfó con sus epigramas en las fiestas populares de Roma y los reunió en libritos anuales, cuyas páginas discurren entre lo serio y lo anecdótico. Los cuatro últimos de nuestra selección fueron compuestos en España. Junto a los béticos Séneca y Lucano y al también tarraconense Quintiliano, Marcial, “poeta no inferior a nadie en la gloria de decir minucias”, formó parte del círculo áureo que hace veintiún siglos marcaba la pauta en la primera metrópolis capitalista.

En lo que aquí lees hay algunas cosas buenas, otras medianas y muchas malas. No se hace de otro modo un libro. (I, 16)

El libro que lees en público es mío. Pero cuando lo recitas mal, empieza a ser tuyo. (I, 38)

Compra poemas y los recita como suyos, pues todos tienen derecho, en efecto, a llamar suyo a lo que compran. (II, 20)

¿Me preguntas qué produce mi finca? Esto me produce: no tener que verte. (II, 38)

Esos peces que ves son muestra del arte famoso de Fidias. Añade agua, y nadarán. (III, 35)

Tras forzar la caja, el hábil ladrón sustraerá tu dinero; el fuego inmisericorde asolará la casa de tus antepasados; el deudor te negará los intereses y también el capital; la cosecha baldía no te devolverá las semillas que plantaste; la infiel amante desplumará a tu administrador; las olas hundirán tus naves cargadas de mercancías. A cubierto de la adversidad quedará solo aquello que regalaste a los amigos. Los únicos bienes que posees son los que diste. (V, 42)

Si eres pobre, siempre serás pobre. En estos tiempos, la riqueza es exclusiva de los ricos. (V, 81)

¿Por qué no te envío mis libros? Para que tú no me envíes los tuyos. (VII, 3)

Treinta epigramas malos hay en este libro. Si otros tantos son buenos, no carece de valor. (VII, 81)

Solo admiras a los poetas antiguos, y no alabas sino a los muertos. Disculpa, no moriré por complacerte. (VIII, 69)

Estos son los bienes que hacen la vida dichosa: un patrimonio heredado sin esfuerzo, una finca agradecida, un fuego siempre encendido, ningún pleito, pocas ataduras, ánimo tranquilo, vigor y fortaleza en un cuerpo sano, prudente sencillez, amigos de tu condición, trato asequible, mesa sin artificio, noches sobrias y libres de desvelos, un lecho no austero, pero decente, un sueño que abrevie las tinieblas, voluntad de ser lo que se es y no otra cosa, no temer el último día ni desearlo. (X, 47)

Tiene cien millones, y, sin embargo, anda a la caza de testamentos. La fortuna otorga demasiado a muchos, a nadie lo bastante. (XII, 10)

Prometes mucho cuando has bebido durante toda la noche, pero al llegar la mañana no das nada. Deberías beber por la mañana. (XII, 12)

Eres a un tiempo fácil y difícil, amable y amargo. No puedo vivir contigo ni sin ti. (XII, 46)

¿Te asombras de que nuestro amigo se deje engañar con tanta frecuencia? Un hombre bueno es siempre un principiante. (XII, 51)

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #317

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