Humor misántropo
Nicolas Chamfort
“Algunas de sus frases son monedas de buen cuño, y otras parecen flechas aceradas”, observa Sainte-Beuve en 1836. “Moralista de la rebeldía, su ideal aboca a una suerte de santidad desesperada”, reflexiona Camus un siglo más tarde. Nicolas Chamfort (1741-1794) fue uno de los primeros insurgentes en irrumpir en la Bastilla el 14 de julio de 1789. Crítico, sin embargo, con la violencia revolucionaria –cuya fraternidad satiriza: “Sé mi hermano o te mato”–, renunció a su cargo de director de la Biblioteca Nacional. Denunciado y encarcelado, fallece a causa de las heridas de un malogrado intento de suicidio. A título póstumo ven la luz sus Máximas, pensamientos, caracteres y anécdotas, algunas de las cuales serán traducidas al inglés por Samuel Beckett. Consciente de la gravedad de su momento histórico, augura: “Todo dependerá de la presente época. Me espanta el porvenir”.
Se echa de menos la pereza de un malvado y el silencio de un tonto.
De todas las jornadas, la más desaprovechada es aquella en que no hemos reído.
La esperanza no es más que un charlatán que nos engaña sin tregua; solo cuando la he perdido, empieza para mí la felicidad. Yo pondría de buen grado en la puerta del Paraíso el verso que Dante colocó en la del Infierno: “Perder toda esperanza al traspasarme”.
Se cuentan más locos que sabios, y en el mismo sabio hay más locura que sabiduría.
La sociedad está integrada por dos grandes clases: los que tienen más cenas que apetito y los que tienen más apetito que cenas.
Un hombre que se obstina en no doblegar su razón ni su honradez, o al menos su delicadeza, bajo el peso de las convenciones sociales, que no se somete en ninguna ocasión en la que el intrerés aconseja someterse, acaba por perder sus apoyos, no conservando como amigo sino a un ser abstracto llamado virtud, que le deja morir de hambre.
La sociedad, que empequeñece a los hombres, reduce a nada a las mujeres.
Los pobres son los negros de Europa.
Los grandes hombres han escrito sus obras maestras pasada la edad de las pasiones, tal como la tierra llega a ser más fértil tras la erupción de los volcanes.
Desde hacía treinta años, pasaba todas las veladas en casa de madame de...; perdió a su mujer; creyeron que se casaría con la otra y le animaban a hacerlo. Rehusó: “No tendría dónde pasar mis veladas”.
Un filósofo retirado del mundo me escribió una carta repleta de virtud y razón, que acababa con estas palabras: “Adiós, amigo mío; conservad si podéis los intereses que os ligan a la sociedad, pero cultivad los sentimientos que os separan de ella”.
Un amable misántropo me decía a propósito de la maldad de los hombres: “Solo la inutilidad del primer diluvio impide a Dios enviar un segundo”.
La felicidad no es cosa fácil. Resulta muy difícil hallarla en nosotros, e imposible fuera.
Viendo que, en vez de ocuparse de ella, el mariscal Richelieu hacía la corte a madame de Brionne, dama hermosa, pero que no se distinguía por su talento, madame de Talmont le dijo: “Mariscal, no sois precisamente ciego, pero sí un poco sordo”.
Renunciando al mundo encontré la felicidad, la salud e incluso la riqueza; y, a despecho del proverbio, me percato de que quien abandona la partida la gana.
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