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Un pequeño filósofo troglodita

Cristóbal Serra

Eduardo Jordá describió a Cristóbal Serra (1922-2012) como “un sabio en las nubes”, y Adolfo Montejo como “un presocrático mallorquín”, mientras que él se autodefinió como “pequeño filósofo troglodita”.

Como en los casos coetáneos de Castilla del Pino y Joan Fuster, el centenario de Cristóbal Serra (1922-2012) invita a evocar una figura que cultivó y estudió el aforismo (“literatura salteada” o “género bastardo”, según su terminología) más amorosamente que nadie. “Habita el silencio con la misma naturalidad con que otros nadan en el ruido”, dijo de él Octavio Paz. Eduardo Jordá lo describió como “un sabio en las nubes”, y Adolfo Montejo como “un presocrático mallorquín”, mientras que él se autodefinió como “pequeño filósofo troglodita”. “Incluso los libros inspirados los prefiero cortos”, afirmaba; y también: “El hombre no ha encontrado instrumento mejor que el aforismo para reflejar la trágica dualidad de todas las cosas”. Revisitamos este mes cinco lugares de “una de las obras más escondidas e importantes de nuestra literatura” (Rafael Conte), y extraemos de ella dieciocho gemas oraculares: Péndulos y otros papeles, 1957 (3); Diario de signos, 1980 (4); Con un solo ojo, 1986 (6); Augurio Hipocampo, 1994 (2); y Nótulas, 1999 (3).

Las aguas del mar tienen mala memoria: no recuerdan los peces que las surcaron.

En el estanque de la tradición croan muchas ranas perezosas.

Las frases felices son monedas de cuño indeleble.

El que contempla las aguas cenagosas, pierde de vista las aguas claras.

Recuérdalo bien. El que se aferra a la fama suele morir infame.

No te empeñes en adquirir al precio que sea. Viaja para empobrecerte, para ser el tonto al regresar a casa.

La diurnidad es sueño; y la nocturnidad, pesadilla.

El hombre que solo subsiste, no existe.

No cabe la menor duda de que los espíritus sistemáticos acaban siendo mentirosos sistemáticos.

Los estados de opinión son los embarazos de la sociedad: los reconocemos por lo que abultan.

Nadie podrá rebelarse de verdad, poéticamente, si no sigue siendo niño. El que no acepte que la rebelión va unida a la infancia recuperada, si es rebelde, acaba en faccioso. La infancia es la gran preservadora, el amuleto con el que hay que permanecer incontaminado.

¿Por qué no se ha conseguido hasta ahora moralizar la política y convertir en altruista el comercio? Porque aún la abeja nace con aguijón.

No sospechan que su inteligencia es simple banca. Por eso mismo, no hallarán nunca pepitas de oro.

Hablando de ambigüedades, que son muchas las que se padecen, diré que la muerte es la única cosa que no es ambigua.

Los ídolos mentales que tenemos entronizados dan para una lista de longitud quilométrica. El primero de todos es el Progreso indefinido, que se ha adueñado de tal manera del mundo, que este no sabría vivir si retornara la época del asno poco trotón.

Se admite que la Razón tenga cadenas. Se reprocha a la Imaginación que no las tenga.

El asno, tan manso, sabe que para él no existen los objetivos cercanos, y menos los que la gente está ansiosa de obtener. Ni siquiera la sed le descompone, y llega al abrevadero con la misma augusta serenidad y compostura que le caracterizan al andar.

La vejez del higo es una ancianidad dichosa. Mira cómo envejece, resistiendo el sol y las inclemencias sobre el cañizo. Tiene más para dar que cuando estaba lozano y cuajado de rocío. Sufre resignadamente el asedio de las abejas que quieren extraerle lo que tiene: dicha.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #298

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