Sexo, drogas y rock and roll, reza el topicazo. Pero lo cierto es que por las pantallas del In-Edit, el festival de cine documental de Barcelona, han desfilado este año pocas drogas y mucho menos sexo, que se ve que los viejos rockeros no se sienten cómodos abundando en público en sus viejos excesos. Poco importa. Consolidado como una cita de referencia, el In-Edit ha acreditado en su 14ª edición la excelente salud y la versatilidad al alza de que, mucho más allá del topicazo, goza el subgénero.
La vitalidad del cine documental, creciente en los últimos años, ha ido de la mano de un aumento de sus recursos, técnicos y a menudo económicos, pero también y sobre todo, expresivos. Los documentalistas buscan, y a menudo encuentran, estructuras narrativas cada vez más elaboradas, puestas en escena más sugerentes y más sofisticados ejercicios de montaje. Esa madurez del género se evidencia también en su variante musical, como ha quedado acreditado en este In-Edit que homenajeaba al punk con la excusa del 40 aniversario de la eclosión del movimiento y que ha ofrecido trabajos de altísimo vuelo que –no solo de rockumentaries vive el certamen– abarcaban un amplio abanico temático. Lo que sigue es una selección de pequeños y grandes hits entresacados de una cosecha tan abundante y heterogénea como suculenta.
I called him Morgan (Kasper Collin)
I called him Morgan se llevó el premio internacional del festival, y la verdad es que no podía haber una ganadora mejor. La historia del trompetista Lee Morgan, portento precoz y artista maldito, y de su mujer Helen es una historia de música, amor, muerte, pecados y redenciones. Es decir, una historia extraordinaria. Pero además está contada con mano maestra. Podría haber sido narrada, y muy bien, como un episodio jazzístico de la crónica de sucesos, de haber caído en manos de un cultivador de la serie negra, pero Kasper Collin apuesta por escrutar a fondo y con extrema delicadeza todas las esquinas del drama de este talento natural que tras tocar con Dizzy Gillespie y los Messengers de Art Blakey caería en el pozo de la heroína; saldría de allí gracias a una mujer coraje mayor que él con la que se casaría; volvería a brillar, y encontraría una muerte prematura e inesperada a los 33 años durante una noche de perros en un oscuro club de Nueva York. Entre sus hallazgos está que buena parte del peso del relato recaiga en la propia Helen Morgan, gracias a una entrevista que dejó grabada un mes antes de morir. Y es un as en la manga de los que se tienen pocas veces.
Raving Iran (Susanne Regina Meures)
Un coche, en la noche persa, detenido en un control. Se palpa la tensión, el miedo, también el alivio de los dos jóvenes ocupantes cuando finalmente los dejan pasar. “No quiero volver a la cárcel. La última vez me pillaron y casi me matan a hostias”, dice uno. Traman algo. Negocian por teléfono el pago de un soborno. ¿Delincuentes planeando dar un palo? ¿Terroristas maquinando un atentado? No, son dos dj, y toda esa actividad clandestina con la que arranca como un thriller esta película insólita rodada en buena parte con la cámara oculta de un iPhone está destinada a organizar una rave en el desierto. Durante hora y media somos testigos privilegiados y atónitos de la sucesión de callejones sin salida que encaran quienes quieren dedicarse a la música en Irán, y, por extensión, de la cotidianeidad de una sociedad que vive de puertas para adentro, que es como se respira bajo una dictadura, mostrada en toda su crudeza sin necesidad de ningún énfasis panfletario. Lo deja dicho un vendedor de discos que se atreve a distribuir los álbumes prohibidos: “La república islámica nos ha enseñado a buscar subterfugios y a mentir. Les encanta que les mientas”.
Oasis: Supersonic (Mat Whitecross)
“Deberíamos haberlo dejado aquí”, lamenta Noel Gallagher cuando en pantalla aparece uno de los conciertos en los que Oasis congregó a 250.000 personas en Knebworth Park en agosto de 1996. De ahí que esas dos legendarias actuaciones constituyan el clímax final de este Supersonic producido por el propio Noel y en el que Liam también figura como productor ejecutivo, aunque solo participó aportando su testimonio, grabado por separado al de su hermano, con el que no se habla. Esa relación de amor odio entre los Gallagher cruza de arriba a abajo el film, pero todo cuanto pasó con Oasis tras el 96, su lento, turbulento proceso de descomposición, queda fuera, mientras las primeras convulsiones de un grupo que en tres años pasó de tocar en garajes a conquistar el mundo como de la maría a la metanfetamina se cuentan con una ligereza a menudo rayana en la (auto)complacencia. Aunque incluso asumiendo esas carencias, esta historia de auge sin caída del autoproclamado mejor grupo de rock desde los Beatles, construida como un agilísimo collage visual que incluye de animaciones a grabaciones caseras, es disfrutable a fondo. Supersonic es tan épica, energética y despreocupada como siempre fue la música de Oasis.
Blur: New World Towers (Sam Wrench)
Entre los silencios de Supersonic, uno de los más ensordecedores se llama Blur. Pero la banda de Damon Albarn, con quien los Gallagher mantuvieron una rivalidad tan arquetípica como forzada en la cumbre de aquel britpop que reinó en los 90, tuvo en el In-Edit su propia película. Aunque nada tiene que ver con el film dedicado a los Oasis este reflexivo making of del octavo disco del grupo de Colchester, The magic whip, publicado en 2015, 12 años después del anterior, en el que además, ya no estaban todos. La reconciliación y el regreso de Graham Coxon se habían producido en 2008, pero desde entonces la banda no había pasado de los directos y un par de sencillos. La gestación del nuevo disco es azarosa y alejada de focos y exigencias del éxito y las discográficas. A saber, durante una gira por Asia, los Blur se quedan atrapados cinco días en Hong Kong sin nada mejor que hacer que encerrarse en un estudio a tocar juntos. De esas grabaciones emergerá el álbum. Aunque lo que se cuenta sobre todo –y con los pecados del pasado en sordina– es un reencuentro y una redención; lo que se acredita es el poder de la música como vehículo para el exorcismo.
Keith Richards: The origin of the species (Julien Temple)
¿Queda algo por decir de los Rolling Stones?, ¿de cualquiera de ellos? Julien Temple, artífice de rockumentaries legendarios –como The filth and the fury, el dedicado a los Sex Pistols, recuperado también en este In-Edit–, se lo preguntó y se respondió que no, de manera que puso a Keith Richards a hablar de lo que fue antes de ser el guitar superhero de la banda de rock más grande del universo. Y eso es lo que hay: Richards, divertido y agilísimo, recordando que la Lutfwaffe bombardeó su casa siendo niño, que en el colegio le pegaban hasta que le plantó cara al abusón, que su abuelo Gus le regaló la primera guitarra, que lo primero que aprendió a tocar fue la Malagueña de Lecuona o que si alguna vez tuvo un héroe fue Roy Rogers. Mientras, y a falta de imágenes de su infancia y juventud, un mashup de noticiarios, películas, dibujos animados y anuncios de la época explica las penurias de la sociedad británica de posguerra, la construcción del estado del bienestar o la irrupción del rock and roll. El caldo de cultivo en el que se forja un Stone.
Gimme danger (Jim Jarmusch)
Faltaba un documental de referencia sobre los Stooges, que con su rock sucio y desaforado contribuyeron a “liquidar los 60”, en palabras del propio Iggy Pop, y que fueron punk antes de que se inventara el punk. Ni más ni menos que Jim Jarmusch, rocker irredento además de cineasta capital, ha acudido a rellenar ese hueco. Amigo personal de Iggy, alma mater y hoy único superviviente de la banda, Jarmusch opta por la pasión desde su declaración inicial, cuando califica al grupo como “el más grande de la historia del rock”. La pasión por su música, su suicida puesta en escena y la personalidad de la Iguana, que el cineasta contagia como en el escenario lo hacían los riff hipnóticos de Ron Asheton y las espasmódicas contorsiones de Iggy. Y solo por eso se trata de un documento desde ya indispensable. Aunque el precio de la pasión sea, también aquí, la práctica desaparición de las tempestades internas que tanto se llevaron por delante, y la reducción de peso de los descomunales impulsos autodestructivos del grupo, descenso a los infiernos politoxicómanos incluido. Material de sobra para otro film, o varios. Huecos que siguen quedando por llenar.
Lo que hicimos fue secreto (David Álvarez)
Ganadora del segundo gran premio del certamen, el de mejor documental nacional, esta historia del punk madrileño no podía estar mejor titulada. Siempre a la sombra de la movida, el fenómeno mutó en su versión castiza en variantes irreconciliables: el punk estético y elitista que reclama y reivindica el pegamoide Nacho Canut y el abrupto, politizado y combativo, el de barrio, ruido y casetes piratas comprados en el Rastro, punto de encuentro de aquellos crestudos que durante años fueron cuatro gatos tomados por bichos raros hasta por el Madrid más a la última. En este sustancioso documento se da cuenta de las trifulcas entre los punkarras y el establishment musical de la época, las primeras okupaciones y, cómo no, la influencia del punk vasco, objeto también de tres mediometrajes-tributo de Kikol Grau vistos igualmente en el In-Edit: No somos nada, Inadaptados y Las más macabras de las vidas, dedicados respectivamente a La Polla Records, Cicatriz y Eskorbuto, y que son puro cine de guerrilla.
I am Thor (Ryan Wise)
Si el hair metal fue la versión más tronada –y con peinados más cardados– del heavy, el rey del trueno, y el más freak de la modalidad, fue Thor, claro. Jon Mikl Thor, para más señas, culturista reciclado en stripper y después en metalero circense que en escena alternaba el estruendo heaviata en su variante más épica y de cartón piedra con demostraciones de fuerza que iban de doblar barras de acero a inflar a pulmón bolsas de agua caliente hasta reventarlas. Thor, que nunca triunfó del todo, lo dejó a finales de los 80 tras una crisis nerviosa, pero se lanzó a un comeback una década después y ahí sigue, inasequible al desaliente, persiguiendo sus sueños de grandeza. Aquí es la voz del propio artista el hilo conductor, como en tantos documentales que acaban cayendo en la autoindulgencia, cuando no en la hagiografía. Pero en este caso, el contraste entre el relato que el canadiense hace de sí mismo y lo que muestran las imágenes es tan atronador que el dispositivo se cortocircuita, y I am Thor, además del hilarante retrato de un perdedor entrañable y una inesperadamente emotiva loa a la perseverancia, se erige en una tal vez involuntaria pero precisa caricatura de tantos rockumentaries que terminan por ser publirreportajes de lujo.