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El laberinto es la mente del asesino

Como cada diez años, David Fincher ha vuelto a reinventar el thriller con psicópata. Lo hizo con Seven a mediados de los noventa y con Zodiac hace una década, y reincide ahora con Mindhunter. Diez capítulos (de los que Fincher, alma mater del proyecto, dirige cuatro) con hechuras de gran cine, que ponen patas arriba el subgénero del procedural y en los que se prescinde de poner en escena asesinatos, persecuciones y tiroteos, sustituidos por largas, alambicadas, perturbadoras conversaciones con criminales encerrados.

Como cada diez años, David Fincher ha vuelto a reinventar el thriller con psicópata. Lo hizo con Seven a mediados de los noventa y con Zodiac hace una década, y reincide ahora con Mindhunter. Diez capítulos (de los que Fincher, alma mater del proyecto, dirige cuatro) con hechuras de gran cine, que ponen patas arriba el subgénero del procedural y en los que se prescinde de poner en escena asesinatos, persecuciones y tiroteos, sustituidos por largas, alambicadas, perturbadoras conversaciones con criminales encerrados.

En eso consisten los momentos de tensión que puntean un relato entregado siempre a la fuerza de la palabra a base de diálogos afilados y profundos y que, como en el caso de otros nuevos clásicos catódicos, como Mad Men o The Knick, evoca a unos pioneros. En este caso, los primeros exploradores que el FBI envió a la mente del asesino para trazar perfiles psicológicos que ayudaran en cada nuevo caso abierto.

Basada en un libro de John Douglas, uno de esos investigadores, la rica paleta temática de la serie escruta los abismos éticos que se abren al adentrarse en semejante laberinto, y tantea los límites que debe tener y las consecuencias que efectivamente tiene el trato directo con el mal. Territorios en los que el formato seriado permite profundizar de forma insólita, pero que ya habían sido tanteados por el cine cada vez que se ha acercado a asesinos seriales reales, personas dañinas pero también dañadas, a años luz, como también pretende dejar claro el autocrítico Fincher, del arquetipo del supercriminal de inteligencia abrumadora. Un arquetipo que tuvo sus más sofisticadas versiones el John Doe que el propio Fincher nos sirvió en Seven y en el Hannibal Lecter de aquella seminal El silencio de los corderos, que también puso de moda esos interrogatorios concebidos como duelos de inteligencias que ahora sublima Mindhunter. De manera que como el objeto de estudio de la nueva joya de Netflix no son esos genios del mal, sino monstruos mucho más reales, aquí va una pequeña galería de algunos de los más infaustos de ellos, y de los que más se ha ocupado el cine.

Caso abierto en Whitechapel

Jack el Destripador
Jack el Destripador

No fue el primer asesino en serie, pero como si lo fuera, porque ningún otro había obtenido antes tanta atención mediática ni había generado tal nivel de histeria colectiva. Nada se sabe en firme sobre el asesino de prostitutas que sembró el terror en el modestísimo barrio londinense de Whitechapel a finales del siglo xix. Ni siquiera si las cartas enviadas a la policía firmadas con el apelativo con que se le inmortalizó, Jack el Destripador, eran reales. Se le atribuyeron cinco crímenes en un cortísimo periodo de tiempo, de agosto a noviembre de 1888, y después ninguno más con certeza, pese a que hubo más crímenes en la misma área. La popularidad del caso y el hecho de que quedara sin resolver han alimentado desde entonces todo tipo de fantasías, ese material del que están hechos los sueños, la cultura popular y, singularmente, el cine. El Destripador inspiró, novela mediante, el primer film de misterio de Hitchcock, El enemigo de las rubias (1927), y fue perseguido por Sherlock Holmes en Estudio de terror (James Hill, 1965) y en Asesinato por decreto (Bob Clark, 1979). La trama conspirativa de esta última fue reciclada por Alan Moore y Eddie Campbell en el cómic From Hell, base a su vez de Desde el infierno (Albert y Allen Hughes, 2001), en la que Johnny Depp encarnaba una improbable y romantizada versión del inspector Abberline, el detective que había investigado el caso. Más verosímil resultaba el Abberline que encarnó Michael Caine en la miniserie Jack el Destripador (David Wickes, 1988), elegante recreación de la investigación que se pretendía más rigurosa pero que no evitaba tampoco la teoría conspirativa de rigor para darle un cierre a la historia.

Derrotados por el asesino invisible

 

El caso del asesino del Zodiaco, que actuó en San Francisco a finales de los sesenta, es en muchos aspectos un calco del de Jack el Destripador. También se le atribuyen cinco asesinatos en pocos meses (de diciembre de 1968 a octubre de 1969), tras los cuales se supone que dejó de matar, también envió cartas –que firmó como Zodiaco y en una de las cuales se responsabilizó de treinta y siete muertes–, tampoco se le ha identificado nunca y también ha inspirado versiones ficcionales la mar de fantasiosas, la más popular, Harry el Sucio (Don Siegel, 1971). Ciñéndose en cambio a los hechos conocidos, Fincher dedicó una obra maestra, Zodiac (2007), a la infructuosa investigación que durante décadas consumió a un policía, a un periodista de sucesos y muy especialmente al caricaturista de prensa Robert Graysmith, obsesionado con el caso y cuyos libros sirvieron de base al guion. Ya allí, describiendo la degradación de esos tres hombres devastados y vencidos por un asesino invisible, el cineasta hurgaba en la erosión que comportan el trato con el mal y la fijación con él y con esos terribles rompecabezas a los que no hay manera de encontrarles solución.

El enigma DeSalvo

El Estrangulador de Boston
El Estrangulador de Boston

A Albert DeSalvo lo identificó una mujer como el tipo que, tras atarla a la cama y agredirla sexualmente, se fue profiriendo una disculpa. Eso fue a finales de 1964, y después le identificaron otras víctimas, pero no era sospechoso de los trece asesinatos perpetrados a lo largo de los dos años anteriores y que la policía atribuía al criminal invisible bautizado como el Estrangulador de Boston, que mataba a mujeres solteras tras conseguir que le dejaran entrar en casa. Fue él quién confesó, aunque luego se retractaría. DeSalvo no fue condenado por ninguno de esos crímenes, porque ninguna prueba le incriminaba, sino por cuatro casos de robo y agresión sexual, y murió en prisión asesinado por otro recluso. La controversia sobre la verdadera autoría del Estrangulador duró casi medio siglo, hasta que, hace apenas cuatro años, una prueba de ADN –la segunda, una primera, en el 2001, no había resultado concluyente– demostró la culpabilidad del condenado en el último de los asesinatos. En El Estrangulador de Boston (1968), en la que brindó a Tony Curtis el mejor papel de su carrera, Richard Fleischer –que tras años después recrearía también los crímenes de John Christie en la igualmente magnífica El Estrangulador de Rillington Place– presentó a DeSalvo como un enfermo mental con personalidad múltiple, y, anticipándose muchas décadas a Mindhunter y a aquellos pulsos dialécticos en Hannibal y Clarice con los que Anthony Hopkins y Jodie Foster electrizaron las pantallas, ya situó como punto culminante del film los cara a cara en forma de interrogatorios entre Curtis y Henry Fonda.

Un lobo en el paraíso

 

Si localizar un serial killer puede parecerse a menudo a encontrar una aguja en un pajar, como ilustran Zodiac o la también capital Crónica de un asesino en serie (Joon Ho Bong, 2003), imagina en el paraíso soviético, aquel infierno totalitario en que las autoridades negaban la posibilidad de la existencia de un criminal de ese tipo, identificado como una enfermedad eminentemente capitalista. Pero ahí, en una URSS que primero languidecía y luego se desmoronaba, es donde Andrei Chikatilo, a.k.a. el Carnicero de Rostov, satisfizo sus ansias sexuales violando y asesinando a al menos cincuenta y dos niños, niñas y chicas jóvenes. Doce años, de 1978 a 1990, duró su sanguinaria andadura, jalonada de mutilaciones y actos de canibalismo, y también la farragosa investigación policial, que una vez y otra se estrellaba contra una burocracia estéril y exasperante, como relata con corrección y ritmo sostenido Ciudadano X (Chris Gerolmo, 1994), en la que solo la perseverancia del investigador encarnado por Stephen Rea permite sobreponerse a la frustrante inoperancia de un régimen podrido.

Cotidianeidad de un asesino múltiple

 

A Henry Lee Lucas, un tejano tuerto, con un coeficiente intelectual inferior a ochenta y que había sobrevivido a una infancia infernal, le condenaron por primera vez por matar a su madre. Tras salir de prisión formó tándem con Ottis Toole, otro psicópata que se ganaría el apodo del Caníbal de Jacksonville y con el que perpetró todo tipo de barbaridades. Violadores, pirómanos y asesinos cayeron después de que Lucas matara también a la sobrina adolescente de Toole, a la que había convertido en su pareja. Fue condenado por once asesinatos, aunque la policía le endosó centenares de muertes sin resolver que el tipo se atribuyó en confesiones repletas de inconsistencias. Inspirándose en la siniestra sociedad Lucas-Toole, y con cuatro duros, John McNaughton cambió para siempre la forma de retratar a un psychokiller en pantalla en la escalofriante, directísima Henry, retrato de un asesino (1986), abrupta inmersión en la inasumible cotidianeidad de un criminal perturbado que no concede al espectador ningún rincón donde esconderse. Desde entonces, todos los biopics de criminales seriales sacados de las páginas de sucesos tratan de parecerse a este.

El coleccionista

 

Si a Henry Lee Lucas se le atribuye el crédito de haber sido el mayor asesino en serie de la historia de Estados Unidos, Ed Gein es quizá el más popular. En 1957, el sheriff de Plainsville encontró en su granja el cuerpo de una vecina desaparecida colgado boca abajo, abierto en canal, eviscerado y sin cabeza. El registro posterior de la casa del que podría pasar por el tonto del pueblo permitió descubrir todo tipo de restos humanos que Gein, al que se condenó por ese y otro asesinato, coleccionaba, y con los que se confeccionaba de harapos a objetos decorativos. Al parecer, la mayor parte de la colección provenía de cadáveres que el tipo desenterraba, otra de sus aficiones. El Carnicero de Plainsville tiene su propio biopic, la discreta Ed Gein (Chuck Parello, 2000), pero si es leyenda cinematográfica es porque mucho antes ya inspiró a dos inmortales: el Norman Bates de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) y el Leatherface de La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974). El primero le debe su necrofilia y su obsesión con su madre muerta; el segundo, su afición a las máscaras de piel humana.

Amor ‘fou’

 

En los años cuarenta, Ramón Fernández Martínez, hawaiano de padres españoles que se hacía llamar Raymond, se dedicaba a estafar a mujeres que ponían anuncios buscando pareja en los periódicos. Hasta que en una de esas citas encontró la horma de su zapato y se enamoró de Martha Beck. Ray siguió con el negocio, pero ahora con Martha haciéndose pasar por su hermana y celosa hasta el crimen. Popularizados como los Asesinos de los Corazones Solitarios, se les atribuyeron diecisiete muertes, y fueron a la silla eléctrica condenados por tres. Arturo Ripstein se inspiró en el caso para Profundo carmesí en 1996, y Todd Robinson, nieto del policía que lo investigó, lo recreó à la Hollywood en la desangelada Corazones solitarios en el 2006, pero el acercamiento más rotundo a la peripecia criminal de la pareja lo había llevado a cabo en 1970 Leonard Kastle, que relató la historia en Los asesinos de la luna de miel con una crudeza nunca vista hasta entonces, especialmente a la hora de mostrar los asesinatos. Pieza de culto rodada en un abrasivo blanco y negro y que tenía que haber sido el debut de Scorsese, despedido tras la primera semana, Kastle la concibió como una réplica realista a la idealización y la estilizada violencia por las que Arthur Penn había optado dos años antes a la hora de llevar al cine los crímenes de Bonnie y Clyde.

Las palabras del depredador

Ha habido otras parejas de asesinos seriales. Tal vez la más tristemente famosa, el matrimonio formado por Fred y Rose West, que captaban chicas sin familia, las sometían a torturas sexuales y las asesinaban. Fred y Rose se conocieron cuando él tenía veintiocho años y ella, dieciséis, y formaron una familia la mar de disfuncional, en la que era habitual que él, que ya había asesinado a su primera esposa y la hija que esta tenía de una pareja anterior, violara a las hijas, y que estas se les ofrecieran a los clientes que Rose traía a su casa de Gloucester, donde ella ejercía de prostituta (aunque a los negros no les cobraba) mientras su amante marido la grababa en vídeo. Los cadáveres acababan troceados y enterrados en el jardín, o bajo la casa. Julian Jarrold le dedicó al caso la miniserie Appropriate adult (2011), en la que el depredador, un sorprendente Dominic West, ya ha sido detenido, así que no vemos ninguno de los crímenes, sino solo el relato de los mismos, desde la perspectiva de la desconcertada asistenta social asignada al asesino durante los interrogatorios. En las antípodas de la explicitud de Henry o Los asesinos de la luna de miel, la apuesta aquí es, como en Mindhunter, por la palabra, y también aquí resulta ser más que suficiente. En la primera sesión, cuando Fred cuenta con pasmosa tranquilidad cómo mató, descuartizó y enterró en el jardín a su hija Heather frente a la desconcertada protagonista, nos descubrimos aterrados adentrándonos en el laberinto de una mente enferma. Algo así debe de ser el infierno.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #240

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