El wéstern nació como un autorretrato idealizado que Estados Unidos ofrecía al mundo de sí mismo, y luego se expandió, se convirtió en tal vez la forma cinematográfica más genuina que ha dado el cine norteamericano, y el cine de género, y se expandió en todas direcciones. Cuenta la leyenda que vivió su crepúsculo y murió, pero solo porque, tras décadas de reinado de los cowboys y los forajidos, Hollywood dejó de producir wésterns en los ochenta. Desde entonces, ha vivido varias, y titubeantes, resurrecciones. La última, propiciada por Tarantino con Django desencadenado (2012) y Los odiosos ocho (2015). Pero eso es solo si asumimos que el wéstern sigue siendo el relato fronterizo de la forja de Estados Unidos, es decir, el de la conquista de su Oeste.
Sucede que el wéstern se ha demostrado tan maleable que, a la vez que es el más ritualizado, codificado de los géneros cinematográficos, ha sufrido constantes mutaciones. De manera que hoy, más allá de películas del Oeste más o menos puras servidas a rebufo del revival tarantiniano –de las estupendas Slow West (John Maclean, 2015), Bone tomahawk (S. Craig Zahler, 2015) o la serie Godless (Scott Frank, 2017) a la aún por estrenar The Sisters Brothers (Jacques Audiard)–, se puede rastrear el riquísimo sustrato del género en films de lo más variado, que, bajo la apariencia que se quiera, ambientados en cualquier época y lugar, palpitan como lo que son: wésterns con todas las de la ley. Rastreamos aquí las principales variantes bajo las que hoy se agazapa el género de géneros a partir de algunos de sus ejemplos recientes más significados.
‘Comanchería’, o los fuera de la ley y la América contemporánea
El wéstern cruzó hace mucho las fronteras del tiempo. Los cineastas norteamericanos llevan décadas retratando a sus contemporáneos de la América profunda como cowboys, y reflejando sus dramas ateniéndose a los tropos del género. Incluso desde antes que el wéstern mutara en thriller, y eso fue allá por los sesenta. Las dos vertientes, la del retrato descorazonador de una América rural desolada y saqueada por el capitalismo más salvaje, y la del policiaco más físico y emocionalmente convulso, se dan la mano en Comanchería (David Mackenzie, 2016), thriller de atracos, persecuciones, luminosos espacios abiertos y diálogos para aprenderse de memoria en la que una pareja de hermanos entregados al robo de bancos por pura necesidad (aderezada, eso sí, con ganas de revancha), y cuya peripecia no es más que una actualización casi punto por punto de la leyenda de los hermanos Frank y Jesse James, se enfrentan a un encallecido sheriff con el que Jeff Bridges da continuidad a su Rooster Cogburn, el antihéroe tuerto que encarnaba en Valor de ley (Joel y Ethan Coen, 2010).
El guionista, Taylor Sheridan, ha impregnado de conflictos violentos y fronterizos, forajidos, hombres de la ley podridos hasta los huesos, caballos, sombreros de ala ancha y vengadores solitarios, es decir, de puro wéstern, todos los thrillers que ha escrito, de Sicario (Denis Villeneuve, 2015) y su secuela, Sicario: el día del soldado (Stefano Sollima; 2018), a sus dos incursiones en la dirección, Wind river (2017) y la serie Yellowstone (2018).
‘Western’, o el choque cultural en la Europa de hoy
El cine del Oeste sublima el relato del conflicto: entre naturaleza y civilización, entre colonizadores y colonizados, entre nativos y recién llegados. Pero ese choque no es exclusivo de la expansión de la frontera occidental de los nacientes Estados Unidos del siglo XIX. En tiempos del choque de civilizaciones y crisis de refugiados que intentan llegar a una Europa que trata de poner puertas al campo, el cine europeo ha recurrido a las claves del wéstern para abordar el fenómeno. Así operan Mi hija, mi hermana (Thomas Bidegain, 2015), crónica de la desesperada búsqueda que un padre emprende para encontrar a su hija, huida de casa de la mano de un novio yihadista, como si fuera el Ethan Edwards de Centauros del desierto (John Ford, 1956), o la también francesa Lejos de los hombres (David Oelhoffen, 2014), relato itinerante sobre la forja de una amistad masculina ambientada en la guerra de Argelia.
Puede que ninguna haya afinado tanto como la alemana Western (Valeska Grisebach, 2017), que invoca al género desde su mismo título para luego despojarlo de todos sus adornos habituales y dejar apenas la esencia, y finalmente transfigurarlo. Aquí, el choque cultural es entre un grupo de operarios alemanes encargados de construir una instalación hidráulica en una zona rural de Bulgaria y los habitantes del pueblo más cercano. Y el relato, en el que no faltan ni caballos ni un misterioso forastero sin pasado conocido que tratará de poner orden en el caos, se va tensando en torno a sucesivos conflictos. Pero Grisebach, mujer cineasta a los mandos de un relato que pone en cuestión continuamente los códigos de la masculinidad tan caros al género, también elude las resoluciones clásicas y, en el fondo simplistas, a problemas tan complejos.
‘Sweet country’, o el wéstern australiano
Lo de cambiar apaches por aborígenes australianos, Monument Valley por el outback –el árido paisaje interior del país aussie– y forajidos por bushrangers –los bandoleros que proliferaron en aquellas tierras entre mediados del siglo XVIII y finales del XIX– no es nuevo. The overlanders (Harry Watt, 1946) ya sacaba partido a los parecidos entre el paisaje y la cultura popular australianos y los propios del cine del Oeste, como luego harían El hombre de Río Nevado (George T. Miller, 1982) o las sucesivas películas basadas en las peripecias de aquellos bandidos reales, como Ned Kelly (Tony Richardson, 1970), Mad Morgan (Philippe Mora, 1976), Ned Kelly: comienza la leyenda (Gregor Jordan, 2003) y La leyenda de Ben Hall (Matthew Holmes, 2017).
Claro que Sweet country (Warwick Thornton, 2018), hermoso y áspero wéstern anticolonialista y antirracista ambientado en los años veinte del siglo pasado, tiene mucho de refutación de esos films. El protagonista, también perseguido, es aquí un indígena que ha matado a un blanco en defensa propia. Thornton, director que reivindica la cultura aborigen a la que pertenece, marca distancias con los bushrangers introduciendo una escena en la que los mismos lugareños que reclaman ahorcar al inocente ven y jalean The story of the Kelly Gang (Charles Tait, 1906), film primitivo que idealizaba al criminal del título, un ladrón y asesino que hoy “robaría gasolineras y vendería metanfetamina”, explicaba Thornton en una entrevista en El Periódico.
‘Mad Max: furia en la carretera’, o la frontera del futuro
Desde que Gene Roddenberry concibió la serie Star Trek (1966-69), space opera fundacional, como si fuera, en sus propias palabras, “La diligencia en el espacio” –un espacio entendido además como “la última frontera”–, la ciencia ficción ha ocupado a menudo el espacio del wéstern, con el que comparte su condición de género comodín que vale igual para explicar todo tipo de historias. Del forajido sideral que es Han Solo a las últimas entregas, dirigidas por Matt Reeves, de la saga de El planeta de los simios, el cine del Oeste palpita tras las imágenes hipertecnificadas de la sci-fi made in Hollywood.
Nadie ha llevado más lejos esa equiparación genérica que George Miller con sus wésterns australianos y a la vez distópicos protagonizados por ese hombre sin nombre conocido por Mad Max, y de los que el último y mejor, Mad Max: furia en la carretera (2015), puede que sea el que más ahonda en las raíces westernianas de la saga. En Cielo amarillo (1948), el mejor wéstern de William A. Wellman, se decía aquello de que “un desierto es un espacio, y un espacio se cruza”, y la operística cuarta entrega de la franquicia de Miller, concebida como una gran persecución que apela directamente a El maquinista de La General (1926), insiste en que un desierto se cruza, sí, y añade que, a poder ser, se hace a toda velocidad y sin reparar ni en ruido ni en furia. Hay vehículos tuneados en lugar de caballos, pero también un terrateniente que impone su ley, un forastero que toma partido por los débiles y dinamita el statu quo, un paso por un desfiladero, una mujer de carácter, una tribu del desierto, el protagonismo absoluto de los grandes espacios abiertos y esa concepción física hasta lo palpable de las secuencias de acción y violencia. Por no faltar, no falta ni ese discurso de género ya recurrente en tantos wésterns de esta segunda década del siglo, de Meek’s Cutoff (Kelly Reichardt, 2010) o Valor de ley a Godless o Deuda de honor (Tommy Lee Jones, 2014).
‘Yurusarezaru mono’, o el samurái como pistolero
En Westworld, la serie de Jonathan Nolan sobre un parque de atracciones plagado de robots con aspecto humano en que el visitante experimenta, supuestamente sin riesgo, cómo sería la vida, más que en el Oeste americano, en una película del Oeste, hay un comentario simpático sobre los estrechos vínculos entre el wéstern y el chambara, el cine de samuráis japonés: un pequeño grupo de personajes va a parar a un segundo parque que simula ser el Japón feudal, y descubre que las tramas de las aventuras que se le proponen a los visitantes son calcos de las propuestas en el parque del Oeste, y que las características de cada uno de los personajes, encarnados por androides, que pueblan el parque han sido copiadas igualmente de las de robots con aspecto de cowboy que pueblan el otro parque.
Ese intercambio entre ambos géneros empezó hace más de medio siglo con Akira Kurosawa, gran amante de la cultura occidental, de Shakespeare al wéstern, que concibió Los siete samuráis (1954) como un wéstern con espadachines que a su vez no tardaría en ser versionada en Hollywood con pistoleros en Los siete magníficos (John Sturges, 1959). Los casos de Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961), copiada de extranjis por Sergio Leone en Por un puñado de dólares (1964), o de Blindman (Ferdinando Baldi, 1971), versión también en clave de spaghetti de las aventuras del samurái ciego Zatoichi, protagonista de una de las sagas más longevas del cine japonés, son otros ejemplos de esas equiparaciones cuyo último eslabón hasta ahora es Yurusarezaru mono, es decir, Lo imperdonable (Sang-il Lee, 2013), remake con catanas de Sin perdón (Clint Eastwood, 1992), enfático y tal vez excesivamente respetuoso, pero voluntarioso, bellamente filmado y que se esfuerza en replicar el tono del original. Más altura alcanzó Yoji Yamada con su formidable trilogía sobre samuráis desclasados –El ocaso del samurái (2002), La espada oculta (2004) y Love and Honor (2006)–, de la que, por su lirismo humanista, su atmósfera elegíaca y su desoladora exploración de la experiencia y las consecuencias de la violencia, podría decirse que supone al chambara lo que al wéstern la obra maestra de Eastwood: un canto del cisne.