Sí, algo ha cambiado en el cine más comercial que factura Hollywood: durante muchas décadas, y pese a que el cine ha sido siempre una cuestión de tiempo, de imagen más tiempo, el avance inexorable de las agujas del reloj no trascendió nunca los límites estrictos de un film, nunca se dejó notar en el cine seriado, que existe casi desde siempre, ni en sus héroes, que permanecían inmutables, encapsulados en una determinada edad, la de su plenitud, claro. Que se lo digan a Tarzán o a James Bond: cambiaba el intérprete y el personaje permanecía así joven y lozano. Hoy, en cambio, hasta los mayores héroes, incluso los maldecidos con el prefijo super-, arrastran el peso del pasado, lucen arrugas, pintan canas y hasta se nos mueren, como pasa con las cucarachas y como cualquier hijo de vecino.
Es un envejecimiento que va de la mano del actor que les encarna. Como planeó Truffaut con Antoine Doinel, el niño protagonista de su seminal Los 400 golpes (1959), y al que recuperaría después en cuatro ocasiones, siempre con los rasgos de Jean-Pierre Léaud y presentándolo, respectivamente, como un adolescente, un joven enamoradizo, un casado y un divorciado en Antoine et Colette (1962), Besos robados (1968), Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1979). O Richard Linklater con Jesse y Céline, esa pareja encarnada por Ethan Hawke y Julie Delpy que se conoció en Antes de amanecer (1995) y cuyo devenir retoma el cineasta una vez por década.
Los pioneros del ‘Enterprise’
También en eso innovó Star Trek. La serie de culto de Gene Roddenberry renació en pantalla grande una década después de haber sido clausurada, con lo que el cambio de formato trajo añadida otra modificación: Kirk, Spock y el resto de la tripulación del Enterprise reaparecían ya no como los atrevidos jovenzuelos televisivos, sino como unos –aún atrevidos, eso sí– señores de mediana edad. El cast se mantuvo íntegro en seis entregas a lo largo de trece años, los que van entre Star Trek, la película (Robert Wise, 1979), y Aquel país desconocido (Nicholas Meyer, 1991), en la que la tripulación se jubilaba. En la siguiente secuela, ya con los protagonistas de Star Trek: la nueva generación, asistiríamos a la muerte de Kirk, de nuevo y por última vez encarnado por William Shatner. Y Leonard Nimoy aún volvería a encarnar a Spock en el reboot Star Trek (J.J. Abrams, 2009) y, ya octogenario, en su secuela Star Trek: en la oscuridad (2013), que también fue su última película.
De niño mago a hechicero adulto
Hecha la salvedad de Star Trek y Rocky, hubo que esperar hasta el siglo XXI para que el reloj alcanzara a las grandes franquicias de Hollywood. Y lo hizo por todo lo alto con Harry Potter, que en el primero de sus libros tiene once años y en el séptimo y último, dieciocho. A la hora de adaptar al cine la serie literaria de J.K. Rowling, la apuesta de la Warner, no exenta de riesgos en términos económicos, fue acompasar el crecimiento del niño mago y sus compañeros con el de los actores que les encarnan, en lo que no deja de ser una versión mainstream de las operaciones llevabas a cabo por Linklater en Boyhood (2016) y su trilogía con Hawke y Delphy. A base de ir añadiendo más dosis de oscuridad, hormonas y angst juvenil en cada nuevo capítulo de la saga, la apuesta salió bien. Entre otras cosas porque tanto Daniel Radcliffe –el Potter cinematográfico, hoy consolidado como un notable actor– como sus compañeros maduraron bien, y no como, pongamos por caso, Macaulay Culkin.
Años de ‘adamantium’
El éxito de la arriesgada apuesta con Harry Potter, el boom y el estiramiento de las franquicias y los períodos cada vez más largos en que los actores de Hollywood se ligan a las mismas como valor seguro en la taquilla al que aferrarse si su estrella decae, han acabado por convertir la exploración de los estragos del tiempo casi en lugar común en las últimas hornadas de blockbusters. En Logan (James Mangold, 2017), con la que Hugh Jackman se despedía de Lobezno tras encarnarlo en nueve ocasiones (siete como protagonista) desde el 2000, el envejecimiento del superhéroe de las garras de adamantium incluso se acentúa respecto del intérprete. Logan oscurece el tono en relación con el resto de aventuras del mutante marvelita y adopta el de un ultraviolento y elegíaco wéstern crepuscular que remite a Los cowboys (Mark Rydell, 1972), una de las últimas apariciones en pantalla de John Wayne, y que, como su postrera, testamentaria El último pistolero (Don Siegel, 1976), reflejaba la decadencia no de un mismo personaje –entonces eso aún no se llevaba–, pero sí del arquetípico héroe del oeste que el Duque nunca dejó de encarnar.
Héroes de acción de los ochenta
La reactivación en la última década de viejas sagas ochenteras, supuestamente finiquitadas, para seguir exprimiendo el melón nostálgico, ha sido otro factor que ha consolidado el envejecimiento como tropo narrativo en el cine espectáculo. Así, si el calendario era un factor irrelevante en las tres primeras aventuras de Indiana Jones, la cuarta, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Steven Spielberg, 2008), con un Harrison Ford de sesenta y seis años (y que aún planea volver a interpretar al superarqueólogo una última vez), mostraba al héroe avejentado y jugaba continuamente con ese elemento, si bien con una ligereza en consonancia con el tono de la serie.
Y algo parecido pasaba con La jungla 4.0 (Len Wiseman, 2007), con la que Bruce Willis retomaba, dos décadas después de La jungla de cristal (John McTiernan, 1988) y pasados doce años de la anterior secuela, a John McClane, y en la que se jugaba continuamente con el contraste entre los modos rudos, a la vieja usanza, del héroe, ya calvo del todo y encarnado por un Willis de cincuenta y dos palos, y la hipertecnificación de la que hacían gala tanto su escudero de turno como los malos de la película. Y la fórmula funcionó como para que la gallina diera aún un último y desastroso huevo, La jungla: un buen día para morir (John Moore, 2013), en la que a McClane lo ponían a hacer tándem con un hijo vigoréxico.
Stallone, rey de las secuelas
El mismo modus operandi aplicado a Indiana Jones y John McClane es el que se siguió con John Rambo (Sylvester Stallone, 2008), en la que, como Willis en las dos últimas junglas, un Sly ya sesentero evitaba al fin aparecer sin camiseta, aunque las referencias a la edad del personaje eran ahí mucho más secundarias. Habrá que ver si ganan peso en Rambo 5: last blood, que dirige Adrian Grunberg y se supone que se estrenará este 2019 y cerrará la saga.
De momento, Stallone vuelve a ser Rocky y a entrenar por segunda vez al hijo de su rival y amigo Apollo en Creed II (Steven Caple Jr). El actor lleva más de cuatro décadas, desde 1976, interpretando al potro italiano, así que le da sopas con hondas a Truffaut y Leaud con su Doinel. Primero, lo encarnó como un underdog con pocas luces y recursos, pero con hambre de gloria, y después, sucesivamente, como luchador triunfante; como campeón derrocado que tiene que recuperar su trono; como héroe reaganiano enfrentándose a un luchador soviético entrenado como una máquina en un combate burdamente metafórico; como exboxeador con problemas con su hijo; como viudo viviendo de recuerdos, y finalmente, como entrenador de un nuevo campeón y combatiendo a la vez contra el cáncer, que es como le reencontramos en Creed: la leyenda de Rocky (Ryan Coogler, 2015), la mejor de las secuelas de la saga, y que es a la que se da continuidad ahora con una nueva película en la que, no contentos con seguir reinventando a Rocky, sus artífices retoman también el de Iván Drago, de nuevo encarnado por Dolph Lungren pero ahora, prometen, como un personaje –estragos de la edad– más complejo que aquel robot apenas humano concebido hace tres décadas apenas como la encarnación despiadada del comunismo soviético al que Hollywood también se empeñaba en combatir.
En una edad muy, muy lejana
La culminación de esa nueva tendencia de encadenar la biografía y las arrugas de los héroes a las de sus intérpretes la constituye la nueva trilogía de Star Wars, que, más de tres décadas después de El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983) ha recuperado a Mark Hamill, Harrison Ford y Carrie Fisher, es decir, a Luke Skywalker, Han Solo y la princesa Leia, a la que Fisher, fallecida hace dos años, ya no podrá seguir acompañando en su periplo vital en pantalla. Aquí, de la mano del envejecimiento de los protagonistas, también hay, como con Rocky e Iván Drago, una resignificación de los mismos que puede verse incluso como una desvirtuación de su naturaleza primigenia, una enmienda a su pasado.
Así, en Los últimos Jedi (Rian Johnson, 2017), Luke, héroe clásico en un relato iniciático en la trilogía original, reaparece convertido en un arisco misántropo amargado y casi autoparódico que reniega de su papel de salvador de la galaxia. Y Han Solo, eternizado ya en el imaginario popular de varias generaciones como la enésima reencarnación (y una de las más afortunadas) del héroe risueño, saltarín, carismático e invencible que por primera vez cinceló en la gran pantalla –cuando esta todavía era silente– Douglas Fairbanks, regresaba en El despertar de la fuerza (J.J. Abrams, 2015) con sus características originales pero esta vez, además de envejecido, veteado de manera fatal por un componente trágico inexistente hasta entonces en el ADN del personaje. Es lo que tiene que hasta el Hollywood más circense, el que solo pretende hacernos volver una y otra vez al paraíso perdido de la infancia, se empeñe ahora en mostrarnos a nuestros héroes heridos por la flecha del tiempo, en recordarnos aquello que ya nos advirtió Gil de Biedma: que envejecer, morir, es el único argumento de la obra.