Puede que el cine naciera con la imagen de unos obreros saliendo de una fábrica, pero fueron esos emigrantes desembarcando en Ellis Island filmados por Thomas A. Edison en 1903 los que dotaron al medio de su cualidad épica, de una condición trágica terriblemente dolorosa.
En The Brutalist, el cineasta Brady Corbet ha recuperado la condición épica de la construcción del sueño americano para mostrarnos su lado oscuro, la podredumbre de los cimientos que lo sostienen. Es su tercera película, después de haber firmado previamente otros dos ejercicios complejos –La infancia de un líder (2015) y Vox Lux (2018)–, y podría decirse que con ella aspira a sacudir todo lo que conocíamos del cine hasta el momento. Hacía mucho tiempo que nadie se atrevía a filmar un largometraje de tal calibre y de tal ambición, narrativa y cinematográficamente. La prueba de fuego será su estreno en salas comerciales el próximo 24 de enero, cuando los espectadores consigan (o no) quedarse clavados en las butacas durante su tres horas y media de duración, intermedio incluido, como ya sucedió en los pases de los certámenes de Venecia, Nueva York o Valladolid, donde se vio previamente y de donde salió coronada como una de las mejores películas del año y tal vez de lo que llevamos de siglo.
Una historia de violencia
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The Brutalist cuenta la historia de László Tóth (Adrien Brody), un arquitecto judío húngaro superviviente de la II Guerra Mundial que emigra a Estados Unidos.
Desde que se anunció que The Brutalist iría a competición de la pasada Mostra de Venecia, la cinta fue uno de los títulos que más expectación generó entre la prensa convocada. Por su duración, 215 minutos; por ese intermedio de 10 minutos que divide la película en dos tramos bien diferenciados de forma y de tono; por el formato de la película, rodada íntegramente en VistaVision de 70 mm, habitual en las películas de la década de 1950 y que obligó a transportar hasta el Lido veneciano hasta 26 bobinas de película, como señalaba The Hollywood Reporter en una entrevista con Brady Corbet; y por la historia que cuenta, la vida de László Tóth (Adrien Brody), un arquitecto judío húngaro superviviente de la II Guerra Mundial que emigra a Estados Unidos, dejando atrás a su esposa Erzsébet (Felicity Jones), y cuya vida cambia por completo cuando conoce al millonario Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce).
Todo lo que rodea a The Brutalist es, así las cosas, gigantesco, pero su alcance aumenta si tenemos en cuenta las referencias que la crítica especializada ha manejado a la hora de hablar del filme: desde Ciudadano Kane (1941), de Orson Welles, a América América (1963), de Elia Kazan; la saga El Padrino (1972-1990) y la reciente Megalópolis (2024), de Francis Ford Coppola; o Érase una vez en América (1984), de Sergio Leone. Todos ellos, relatos dilatados que siguen el esquema del auge y de la caída, sobre magnates y sueños de poder y dominación, e historias vinculadas al nacimiento de la nación y del capitalismo.
Tres son las obras, sin embargo, con las que The Brutalist parece dialogar de manera directa: Pozos de ambición (2007), de Paul Thomas Anderson; El pianista, de Roman Polanski; y, sobre todo, El manantial (1949), de King Vidor.
Con la primera cinta, adaptación sui generis de la novela ¡Petróleo! (1927), de Upton Sinclair, a su vez basada muy libremente en la vida del magnate petrolero Edward Doheny, The Brutalist comparte una puesta en escena rupturista, que confía en el poder de las imágenes y evita ser reiterativo en lo textual.
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The Brutalist parece dialogar de manera directa con El manantial (1949), de King Vidor, y con Pozos de ambición (2007), de Paul Thomas Anderson; además de con El pianista, de Roman Polanski, con la que comparte protagonista.
Con la segunda, el filme de Corbet comparte al actor protagonista, un Adrien Brody frágil y escuálido, con ese aspecto de eterno extranjero, que lleva sobre sus hombros una losa existencial profunda y desasosegante.
Con la tercera, finalmente, un modelo de relato bigger than life, ya que The Brutalist y El manantial hablan de un arquitecto cuyas ideas sobre la arquitectura moderna le pondrán contra las cuerdas de la sociedad. Ahora bien, si la adaptación de la exitosa novela homónima de Ayn Rand, cuya teoría objetivista es una de las biblias de la filosofía neoliberal actual, es la historia de un hombre que no le teme a sus sueños y que se vale de sí mismo para cumplirlos, cueste lo que cuesta, la película de Corbet aparece como su reverso hiperrealista y oscuro. Desigualdades de clase, arribismo y perversas relaciones de poder cimientan, de este modo, el sueño de grandeza (arquitectónica) del protagonista por el que acabará pagando un alto precio.
Premios para el proyecto de una vida
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Dividida en prólogo, primera y segunda parte –tituladas El enigma de la llegada y El núcleo de la belleza–, además de un epílogo, The Brutalist le valió a Corbet el León de Plata al mejor director en la última Mostra de Venecia y los parabienes de la crítica internacional, que también destacó el papel de Adrien Brody y sus posibilidades en la competitiva temporada de premios estadounidense. El crítico de The Hollywood Reporter, David Rooney, dijo en su texto desde Venecia: “Brody se vuelca en el personaje con una inteligencia erizada y un fuego interno, sin contenerse nada a la hora de transmitir visceralmente tanto los subidones exultantes como las penas desgarradoras... The Brutalist es una película enorme en todos los sentidos…”.
Lo superlativo de las alabanzas críticas se entienden aún más si se tiene en cuenta que la película se hizo con unos 10 millones de dólares, menos de la décima parte de lo que cuesta una producción de un gran estudio. “Recortamos todo lo que pudimos para asegurarnos de que cada céntimo apareciera en pantalla”, contaba Corbet en Variety. “Fue un esfuerzo hercúleo, y no se lo recomendaría a nadie, porque fueron años y años de trabajar gratis”.
Corbet empleó en concreto siete años de su vida para sacar adelante un proyecto de esta envergadura. Coescribió la película junto a su esposa, la cineasta y actriz noruega Mona Fastvold, mientras buscaba levantar la financiación y trataba de esquivar el rompecabezas de las restricciones de la pandemia a la hora de rodar en Europa. Cuando el Covid dejó de ser una amenaza, la guerra de Ucrania impidió a los cineastas rodar la película en Polonia, y finalmente rodarían en Hungría. La postproducción se hizo en Reino Unido para aprovechar los incentivos fiscales, tal y como explicaba el cineasta en Variety.
“Nunca he pensado: ‘Ojalá tuviera 30 millones de dólares más’”, afirmaba el cineasta en la publicación americana. “Hay muchas ataduras que vienen con esa cantidad de dinero. Invita a muchas opiniones. Tienes a todos esos ejecutivos que no confían en el director y los entierran en notas. Lo que obtienes es algo antiséptico que carece de firma”. Cabe decir que si algo ha conseguido Corbet es que The Brutalist sea de todo menos aséptica. Con su ánimo monumental, su atmósfera apesadumbrada y su magma de ideas visuales, sin duda es otro avance más en los relatos en claroscuro sobre el mito de Estados Unidos. Quién sabe si la película llegará a formar parte del canon acompañando a Orson Welles y Coppola, pero tiene todas las cartas para que sigamos hablando de ella de aquí a veinte años.