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‘Mockumentaries’: reflejos hilarantes en el callejón del Gato

La simulación del estilo documental a la hora de escribir y escenificar una ficción tiene una larga tradición que arranca con Orson Welles, aunque curiosamente con el Welles precinematográfico, el de la radio, el de La guerra de los mundos. La técnica, hoy extendidísima en cine y televisión y que presenta múltiples variantes –la más recurrente, la del found footage o metraje encontrado, usada por primera vez en Holocausto caníbal (Ruggero Deodato, 1980)–, se ha usado ya para todo tipo de géneros. Pero sigue siendo el de la comedia el terreno que le es más propicio. Al fin y al cabo, la parodia y el falso documental, con su naturaleza simulativa, parecen hechos el uno para el otro, como de hecho ya indica la denominación anglosajona del segundo: mockumentary. Es decir, literalmente, documental burlesco, o de broma. Aquí va, a través de algunos de sus principales cultivadores y sus mayores hits, un repaso sucinto a un subgénero que más que ningún otro nos interpela a la manera de los valleinclanescos espejos deformantes del callejón del Gato.

La simulación del estilo documental a la hora de escribir y escenificar una ficción tiene una larga tradición que arranca con Orson Welles, aunque curiosamente con el Welles precinematográfico, el de la radio, el de La guerra de los mundos. La técnica, hoy extendidísima en cine y televisión y que presenta múltiples variantes –la más recurrente, la del found footage o metraje encontrado, usada por primera vez en Holocausto caníbal (Ruggero Deodato, 1980)–, se ha usado ya para todo tipo de géneros. Pero sigue siendo el de la comedia el terreno que le es más propicio. Al fin y al cabo, la parodia y el falso documental, con su naturaleza simulativa, parecen hechos el uno para el otro, como de hecho ya indica la denominación anglosajona del segundo: mockumentary. Es decir, literalmente, documental burlesco, o de broma. Aquí va, a través de algunos de sus principales cultivadores y sus mayores hits, un repaso sucinto a un subgénero que más que ningún otro nos interpela a la manera de los valleinclanescos espejos deformantes del callejón del Gato.

‘This is Spinal Tap’ (Rob Reiner, 1984) 

Si una película marca un antes y un después en la historia del mockumentary es la ópera prima de Rob Reiner, hilarante joya ochentera sobre la gira de un supuesto grupo heavy que, a la manera de El baile de los vampiros (Roman Polanski, 1967) respecto al cine de terror, puede ser percibida como un documental serio, porque las excentricidades y caprichos de los miembros del grupo no se alejan tanto de algunos comportamientos recurrentes entre las estrellas del rock. Cuenta la leyenda que eso es lo que le pasó a Ozzy Osbourne cuando vio la película, y que no faltó quien le reprochó a Reiner que no hubiera escogido a un grupo más conocido para hacer un documental sobre el mundo del rock duro. 
Con sus afilados retratos satíricos de tipos humanos y sus improvisaciones, This is Spinal Tap, además de propiciar, como antes Granujas a todo ritmo (John Landis, 1980), la creación de un grupo que hacía giras reales, se convirtió en el estándar del mockumentary, en el molde de muchos otros. Christopher Guest, uno de sus protagonistas y coguionistas, ha reincidido en cinco ocasiones, cuatro de ellas mano a mano con el también cómico Eugene Levy, con resultados a veces tan memorables como en Best in show (2000), sobre una competición de perros amaestrados (y estrenada en España con el estúpido título de Very Important Perros), o, también en clave musical, Un poderoso viento (2003), sobre el descacharrante comeback de un grupo de folk. 

Zelig
Zelig, Woody Allen

‘Zelig’ (Woody Allen, 1983) 

This is Spinal Tap es al mockumentary lo que La diligencia (John Ford, 1939) al western o Superman (Richard Donner, 1978) al cine de superhéroes: la película que establece el estándar, que fija un modelo. Pero eso no significa que no hubiera nada antes. De hecho, podríamos decir que el documental paródico arrancó con Woody Allen, que en su primer film, Toma el dinero y corre (1969), ya veteaba una narración que no disimulaba su carácter ficcional con imágenes de archivo y entrevistas falsas a los protagonistas, una técnica hoy absolutamente recurrente, y que, por poner dos ejemplos recientes, se puede encontrar en Bernie (Richard Linklater, 2011) o en Yo, Tonya (Craig Gillespie, 2017). 
Pero Allen dio un paso más, o unos cuantos, en Zelig (1983), obra cumple servida de arriba abajo en forma de falso documental sobre un hombre camaleón capaz de calcar a sus interlocutores. Rodada en blanco y negro, simula estar construida con imágenes de viejos noticiarios, aunque la presencia del propio Allen como protagonista absoluto revela el truco e indica que no hay la menor voluntad de prestarse a confusión. 

The office
The office, Ricky Gervais y Stephen Merchant

‘The Office’ (Ricky Gervais y Stephen Merchant, 2001-2003)

Cuando Ricky Gervais y su cómplice habitual, Stephen Merchant, parieron esta obra maestra de lo que Jordi Costa definiría años después como posthumor, el mockumentary no era precisamente un territorio nuevo en la telecomedia británica, que en los noventa ya había explorado el terreno con las series sobre los programas de Alan Partridge, esa parodia perfectamente diseñada y ejecutada por Steve Coogan de los presentadores televisivos todoterreno que igual te dan las noticias que te presentan un concurso o te montan un circo de tres pistas con aspecto de tertulia. Y, tirando más atrás, los Monty Python ya habían satirizado en sus gags todos los géneros televisivos habidos y por haber. Pero The Office era otra cosa. Con la supuesta grabación de un reportaje sobre una pequeña oficina como excusa, Gervais hurgaba como un destripador con manos de cirujano en las miserias de sus integrantes y, muy especialmente en las del jefe que él mismo interpreta, un despreciable pobre desgraciado egomaníaco, infantil y tiránico, convencido de ser un caballero, un tipo encantador que cae bien a todo el mundo y un artista en ciernes. 
Gervais reincidiría en la idea del falso reportaje en otras de sus series, como Derek (2012-2014) y Life’s too short (2011-2013), en la que, además, combina el mockumentary con la autoficción, con él, Merchant y el protagonista, el actor enano Warwick Davis, interpretándose a sí mismos. El formato también se respetó en la también brillante adaptación norteamericana, con Steve Carell heredando el personaje, y con ella cruzó el charco, para extenderse después a otras sitcoms referenciales, de Parks and Recreation (2009-2015) a Arrested Development (2003-2013). Tanto se ha popularizado, que hasta series que no recurren a ninguna excusa argumental que justifique el aspecto de mockumentary utilizan la cámara como si se estuviera filmando un reportaje. 

Borat
Borat, Larry Charles

‘Borat’ (Larry Charles, 2006) 

Nacido en un show televisivo, el presentador televisivo kazajo Borat Sagdiyev, una de las creaciones más delirantes del británico Sacha Baron Cohen, dio el salto a la gran pantalla en el 2006. Pero si la película previa sobre el entrevistador rapero Ali G era toda ella dramatizada, Borat fue rodada no solo como un falso documental, sino en modo kamikaze. Baron Cohen hermana a Gervais con el Manuel Summers de To er mundo é güeno (1982) y sus bromas con cámara oculta. Como el primero, genera situaciones en las que el humor salvaje y una incomodidad perturbadora se entrelazan a discreción. Pero lo hace además interactuando con gente que cree que, efectivamente, participa del rodaje de un documental, sin saber que todo es un montaje, de manera que el film acaba documentando sus reacciones reales. El resultado, que intentaría replicar con menos acierto en Bruno (Larry Charles, 2009), es una de las sátiras más hirientes y abracadabrantes jamás filmadas sobre el lado oscuro de la sociedad americana. 

‘Selfie’ (Víctor García León, 2017) 

El de la sátira, tal vez la variante más elevada de la comedia, es un ejercicio tan noble como arriesgado. Y tal vez por eso, signo de los tiempos, tan olvidado últimamente por el cine español, pese a la gran tradición satírica de la literatura y el cine españoles. Solo por eso, ya merecería honor y gloria Víctor García León, que, con un ojo puesto en la calle y los telediarios y otro en Ricky Gervais y su vitriolo hiperrealista, apostó por la sátira, para trazar su autorretrato, su Selfie, de dos de las Españas más mainstream y más extremas, la del PP y la de Podemos. Un autorretrato lúcido, afilado y esperpéntico, profundamente político, que no panfletario, al que ningún traje le podía encajar mejor que el del mockumentary, y que se atreve, incluso, con algún momento a lo Borat en que los actores –a la cabeza un Santiago Alverú que es puro hallazgo, y sobre el que descansa todo– interactúan en mítines reales con políticos de verdad. Solo cabe esperar que cunda el ejemplo. 

‘Algo muy gordo’ (Carlo Padial, 2017)

Estrenadas con pocos meses de diferencia, si Selfie propone un autorretrato colectivo, Algo muy gordo lo es mucho más personal. Orquestada como si fuera el cómo se hizo de una película imposible, y con Padial y su protagonista y coguionista, el cómico Berto Romero, como versiones de sí mismos que no se sabe hasta qué punto son fieles o caricaturizadas, Algo muy gordo combina el mockumentary con la autoficción, dos técnicas ya ensayadas por el cineasta en sus dos films precedentes. El insólito cóctel, repleto de situaciones desconcertantes, resulta chispeante, tiene la habilidad de sorprender y hacer sonreír casi a cada paso e incluso de provocar la carcajada cada tanto y, por el mismo precio, esconde suculentas reflexiones sobre la industria, la creatividad, el ego, las inseguridades de la mediana edad y todas esas cosas importantes –¡incluso trascendentes!– de la vida sobre las que nada es mejor que tomárselas con sano pitorreo. 

American vandal
American vandal, Toni Yacenda

‘American vandal’ (Toni Yacenda, 2017)

El capital paródico del falso documental ha sido exprimido tomando como objeto de chanza desde los rockumentaries –This is Spinal Tap o Popstar (Akiva Schaffer y Jorma Taccone, 2016)– hasta los reportajes sobre grandes rivalidades deportivas –Siete días infernales (Jake Szymanski, 2015)– o incluso el cine de terror en modo found footage –Lo que hacemos en las sombras (Jemaine Clement y Taika Waititi, 2014)–. Pero quedaba por tomar al asalto ese último territorio de la no ficción convertido en fenómeno de masas gracias a pelotazos como The jinx (Andrew Jarecki, 2015) y Making a murderer (Moira Demos y Laura Ricciardi, 2015): el del true crime, representado por relatos construidos como puros thrillers y con capacidad incluso para revisitar casos supuestamente cerrados. 
El hueco lo ha cubierto, con precisión, ingenio y humor salvaje, American vandal, desarmante calco deformado de todos y cada uno de los tropos y los vicios del subgénero, empezando por su titulazo –de mucha más graduación que el Gamberro de instituto que le han calzado en castellano– y siguiendo por la estructura, la sucesión de protagonistas dando su versión a cámara, la gradación de las revelaciones... Como en This is Spinal Tap, la parodia resulta tan aparentemente realista que uno podría creer que la cosa va en serio, como hacen todos los personajes que desfilan por sus ocho capítulos, si no fuera porque aquí el crimen por el que se señala al estudiante acusado que clama ser un falso culpable, y que desencadena el drama y la investigación, es ni más ni menos que haber decorado, espray mediante, las carrocerías de los coches de todos los profesores del instituto con dibujitos en forma de exultantes pollas de tamaño familiar. 
 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #246

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