Octubre es un mes fantástico, y no solo por otoñal. También porque tras el adiós al verano, ese lugar terrible en el que no se para de sudar, viene Sitges, la más inexcusable cita cinematográfica para los amantes del género. Y porque el mes lo remata la noche de difuntos, que para bien o para mal ya es la de Halloween en todas partes. Para preparar como merecen ambos acontecimientos, proponemos algunas joyas de culto del cine de terror no tan conocidas como los más entronizados clásicos del género, pero sí a la altura de muchos de ellos, y que se fuman solas.
‘The uninvited’ (Lewis Allen, 1944)
En la era dorada de Hollywood, el cine de terror lo hicieron grande y lo dominaron primero Drácula, Frankenstein y el resto de los monstruos de la Universal, y después las elusivas producciones de Val Lewton, con La mujer pantera al frente. Menos conocida es esta sugerente película de fantasmas con hechuras de cine ligero y domesticado pero de trasfondo tan turbio como los secretos del pasado que los vivos tratan de ocultar y los muertos hacen que afloren, y tan subversivo como la conclusión de su historia de adulterio. Lo perverso es aquí un río subterráneo que emerge para sacudir la superficie en apariencia mansa en exacto correlato con las convulsiones tonales que provocan las escalofriantes irrupciones de los espectros, después copiadas hasta el hartazgo, y en las que vuelve a aplicarse, y funcionar, la máxima lewtoniana de que sugerir es infinitamente mejor que mostrar.
‘El vampiro’ (Fernando Méndez, 1957)
La rica tradición fantástica del cine mexicano alcanza su punto más alto en este film, que a la hora de presentar un vampiro estilizado y elegante se anticipó al Drácula de Terence Fisher, sobre el que cimentó su reino de tinieblas la Hammer. El vampiro, cosas de las rutinas de producción, adolece de los hórridos chistes del irritante chico de la película, pero dosifica y resuelve con pericia sus momentos de escalofrío, sabe trasladar la imaginería vampírica al paisaje mexicano y exprime todo el jugo al escenario principal, esa hacienda tenebrosa como un castillo transilvano, y al personaje del chupasangres, un Germán Robles que debutaba desparramando tanto carisma que fue necesaria una secuela inmediata: El ataúd del vampiro.
‘El viyi’ (Konstantin Yershov y Georgi Kropachyov, 1967)
Fidedigna adaptación del mismo relato de Gogol que inspiró a Mario Bava La máscara del demonio, El viyi es un rara avis que sustituye el folklorismo idealizado con el que el cine soviético miraba al pasado por una mala uva concretada en la ausencia de personajes positivos. El protagonista, un seminarista que mata a golpes a una bruja que le ha hechizado, es un tipo mezquino y cobarde. El padre de la fallecida –que no sabe que él la mató– le reclamará para que durante tres noches la vele y rece por su alma, último deseo expresado por la hija. Cada una de las jornadas, progresivamente abracadabrantes, el infierno se desatará sobre el estudiante por cortesía de la bruja y de Aleksandr Ptushko, el gran maestro soviético de la stop motion. En esas secuencias es donde esta perla que hibrida la estética del cine comunista de época y la de la Hammer se desborda hacia el fantastique más bizarro y alucinado.
‘El otro’ (Robert Mulligan, 1972)
Las fantasías infantiles están plagadas de enigmas y monstruos. Y esos miedos de la primera edad y los temores, muy adultos, de los padres a que le pase algo a sus retoños, son gasolina para el fantástico. Robert Mulligan ya había acreditado en la maravillosa Matar a un ruiseñor su talento para recrear la lectura infestada de fenómenos inexplicables que puede hacer un niño de la realidad más prosaica, y en El otro oscureció esa perspectiva infantil hasta convertirla en ignominiosa pesadilla. Que se sirviera además de un impoluto paisaje rural bañado en una luz omnipresente añadía aún más grados de perversidad a esta obra maestra, mal recibida en su momento, que se avanzó décadas a los juegos con el punto de vista en los que Shyamalan, Fincher, Nolan y compañía sustentan sus laberintos con sorpresa.
‘Largo fin de semana’ (Colin Eggleston, 1978)
“Su crimen fue contra la naturaleza, y la naturaleza los encontró culpables”, rezaba la publicidad de este clásico de culto del terror australiano. En efecto, asistimos a una conspiración y una venganza ejecutadas ni más ni menos que por la flora y la fauna, que se encarnizan con un matrimonio en horas bajas que no ha reciclado en su vida. Mientras se descompone, la pareja no cesa en su afán destructor: tira entre los matorrales colillas encendidas, tala árboles, usa y abusa de un criminal insecticida, atropella a un canguro y dispara a todo lo que se mueve, incluida una vaca marina que el marido confunde con un tiburón. Y ¡ojo!, porque en función de quiénes escojamos que son los protagonistas y quiénes los malos, se pueden ver dos películas distintas. Ni con Los pájaros el cine ecologista había sido tan despiadado.
‘Halloween III. El día de la bruja’ (Tommy Lee Wallace, 1982)
Hubo un antes y un después de Michael Myers. Pero, tras la primera secuela de La noche de Halloween, el padre de la criatura, John Carpenter, ya solo en calidad de productor, se cansó y optó por dedicar cada nueva entrega de la saga a una historia relacionada con Halloween pero absolutamente independiente. De ahí que en Halloween III, para decepción de su legión de fans, el asesino de la máscara no aparezca por ningún lado, y sí un mad doctor con plan para dominar el mundo televisión mediante. Por supuesto, fue un fracaso estrepitoso. Y, por supuesto, vista hoy, delirante e irresistible, no cabe más que reivindicarla y dar la razón a su director cuando dice que el único problema fue no desligarla de la marca y haberla titulado El día de la bruja y punto.
‘Fuerza vital’ (Tobe Hooper, 1985)
Inmortal por La matanza de Texas, Tobe Hooper debe ser recordado también por esta virguería de british sci-fi con vampiros espaciales perpetrando una invasión de la Tierra. Con un ojo y medio puesto en las aventuras del doctor Quatermass imaginadas por el gran Nigel Kneale –autor del primer guion de Halloween III, de cuyo resultado final renegó–, Hooper armó una fantasía que en su parte final deviene puro delirium tremens, y que pasa por ser uno de los mejores y más desprejuiciados divertimentos que el género alumbró en esos ochenta ahora tan añorados. Lo hizo, además, bajo los auspicios de una de las principales productoras y distribuidoras de basura de la década, la misma Cannon de las peripecias justicieras de Chuck Norris, Bronson o Van Damme, así que el mérito es doble.
‘Dellamorte Dellamore’ (Michele Soavi, 1994)
Puestos a recomendar Dellamorte Dellamore, conviene no mentarla por el título que le pusieron para su distribución en España, ese deleznable Mi novia es un zombie, que no le hace ninguna justicia. El de Soavi es un film de (o con) zombies, sí, pero ni es una bufonada ni nada tiene que ver con las docenas de sanguinolentos horrores que los italianos, de Lucio Fulci a Umberto Lenzi, perpetraron en los setenta y ochenta. No, esta historia sobre el encargado de devolver a la fosa a los muertos de un cementerio cuando resucitan, enamorado hasta las trancas de una muerta que espera que también vuelva de la tumba, es otra cosa. Soavi se valió de una novela del historietista Tiziano Sclavi, un guion trufado de fugas poéticas y reflexiones sobre el amor y la muerte, una puesta en escena abigarrada y de belleza tenebrosa y un Rupert Everett que ya había servido de inspiración para la más popular creación de Sclavi, el detective de lo sobrenatural Dylan Dog. El resultado, libérrimo y desconcertante, cuentan que fascinó al mismísimo Scorsese.
‘Kill list’ (Ben Weathley, 2011)
Menos cacareada que otros recientes logros ya elevados al altar de los nuevos clásicos, Kill list, que dio a conocer a Ben Weathley, último superdotado del cine británico, es una de las más escalofriantes y rotundas horror movies vistas en años. Esta asombrosa película mutante arranca como un desesperado drama social sobre las apreturas de la clase trabajadora, sigue como un tenso y oscurísimo thriller y acaba por abrazar el fantástico más turbulento y angustioso, variante sectas, brujas y ritos paganos, proponiendo una derivada urbana y terrible de The wicker man que hace que se te encoja todo. Hasta el corazón.
‘Las últimas supervivientes’ (Todd Strauss-Schulson, 2015)
En memoria de la actriz protagonista, unos adolescentes organizan la proyección de un viejo slasher con psicópata y causan estragos en un campamento de verano. Y, por alguna extraña razón, la hija de la prota y sus amigos acaban metidos en la película. A partir de esta premisa, Strauss-Schulson levanta un irresistible homenaje a Viernes 13 y derivados, una juguetona mirada atrás con conocimiento de causa, tan respetuosa como paródica, que reivindica aquel cine palomitero a la vez que, en tiempos de empacho de nostalgias ochenteras, cuestiona la insistencia en seguir replicándolo una y otra vez en bucle. Estrenada el año pasado en Sitges y sin distribución en salas en España, Las últimas supervivientes tiene madera de futura referencia ineludible.