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Juan Ramón Jiménez, la lira y la amapola

O cómo una gripe dio origen al ensayo sobre drogas más comentado de este año en la España literaria

Jonás Sánchez Pedrero lleva años estudiando la fructífera relación entre las sustancias psicoactivas y la vida y la obra de escritores de renombre. El primero en ser objeto de su curiosidad, y protagonista de un artículo en esta revista, fue el Nobel Juan Ramón Jiménez. Como el poeta onubense y su vida medicada pedían un tratamiento más en profundidad, Sánchez Pedrero se puso a la tarea. En esta entrevista contamos la génesis de su libro Juan Ramón Jiménez y las drogas, o cómo una gripe dio origen al ensayo más comentado este año en la España literaria.

 Juan Ramón Jiménez y las drogas (El Desvelo Ediciones, 2025), 160 páginas, PVP: 17,50 €.

Juan Ramón Jiménez y las drogas (El Desvelo Ediciones, 2025), 160 páginas, PVP: 17,50 €.

Jonás Sánchez Pedrero (Madrid, 1979) ha publicado este año Juan Ramón Jiménez y las drogas, uno de los libros que han dado más que hablar en los mentideros del mundillo literario al descubrir que el gran poeta español del siglo XX tenía una relación destacada con los opiáceos; una familiaridad medicamentosa que, hasta la investigación de este colaborador habitual de Cáñamo, permanecía discretamente emboscada en su obra.

Este ensayo sobre “la influencia de los fármacos en la vida y en la obra del poeta de Moguer”, como reza su subtítulo, no es el primer libro de este madrileño que al terminar en la capital sus estudios de Biblioteconomía y Documentación, con 22 años, se refugió en el pueblo extremeño de su padre, Baños de Montemayor, para encargarse de la Biblioteca Municipal. Ya en el 2004 ocupó la plaza de bibliotecario en Hervás, donde sigue trabajando y leyendo. “Siempre he sido un lector voraz –me dice–, algo que mi profesión y mi retirada vida en la España póstuma, me permiten ejercer con delectación, y casi por obligación”. 

Antes de este ensayo, Sánchez Pedrero publicó al menos cuatro libros de poemas (Visceras, Bulto, Pezón y AlfaVeto): “Mi interés por la poesía viene de familia. Un poema que mi padre me regaló por mi trece cumpleaños desató un torrente emocional al que me hice adicto desde entonces”. Investigar sobre la figura de Juan Ramón aúna también, además de la poesía, el temprano interés de Jonás por las drogas: “Mi interés por ellas comenzó siendo un adolescente. Quise revestir de conocimiento mis primeros porros con Historia general de las drogas de Escohotado. Mis lecturas drogófilas iban así en paralelo a las literarias, lo que forjó un interés casi involuntario por la relación entre drogas y literatura. Tirando del hilo bibliográfico me encontré leyendo a autores como Jonathan Ott o Juan Carlos Usó. Y fue precisamente Drogas y cultura de masas de Usó el libro que me dio a conocer la presencia de las drogas en la vida y obra de escritores que yo había leído. Para mí fue revelador”.

Entre las labores que Jonás Sánchez Pedrero vincula con las drogas están sus quehaceres como letrista y cantante de las extintas Duodeno Band y El muerto es Bruce Willis, cuyos repertorios, “en gran parte”, me dice, “fueron compuestos bajo los efectos del cannabis”.

Los lectores de Cáñamo lo conocen desde hace años por sus artículos sobre escritores y sustancias inspiradoras. Una serie que continúa y que empezó con el artículo sobre Juan Ramón que, con el tiempo, ha terminado siendo este enjundioso ensayo publicado por Desvelo ediciones. Aunque en la entrevista se pone serio, en otra ocasión que le pregunté por el origen de aquel artículo me habló de una gripe: “La euforia que devino de un tratamiento gripal con codeína me dejó como residuo una tristeza maravillosa para alguien con ínfulas de poeta como yo, e imaginé lo que podría producir los numerosos tratamientos opiáceos en la lírica de Juan Ramón”.

¿De dónde te viene ese interés por saber lo que consumen los escritores?

A mí el interés me viene por la lectura de la obra de los escritores. Lo que pasa es que a veces se me va de las manos y leo epistolarios, diarios, biografías y ensayos sobre ellos. Algo que me muestra, en ocasiones, facetas desconocidas y a menudo soslayadas de los mismos.

Los lectores de Cáñamo llevan ya siete años conociendo tus reportajes, el primero fue precisamente el de Juan Ramón, ¿qué te llevó a investigar sus usos y abusos farmacológicos?

Como te digo, a mí lo que me interesó de Juan Ramón Jiménez fue su obra. Lo que ocurre es que en paralelo a mis lecturas poéticas leía a Antonio Escohotado. Su monumental Historia general de las drogas me parece uno de los libros más importantes que se han escrito en el siglo XX. Cuando descubrí algunos pasajes donde el poeta de Moguer afirmaba consumos de opio y no encontrar ninguna referencia al asunto en la Historia de “Escota” ni en Drogas y cultura de masas de Juan Carlos Usó, decidí meterme en harina y descubrir hasta qué punto el consumo medicamentoso pudo condicionar su vida y su obra.

Después de leerlo a fondo, a él y a sus biógrafos, ¿has descubierto el misterio de la “enfermedad sin nombre” de Juan Ramón Jiménez?

Pienso que podría tratarse de un síndrome abstinencial medicamentoso donde los opiáceos y los neurolépticos jugarían un papel crucial.

El temor al qué dirán

Entrevista con Jonás Sánchez Pedrero

Posando en la biblioteca de su casa con una camiseta de la revista Ulises (de la que también es colaborador), en la que puede leerse “Somos lo que comemos”, junto a hermosos ejemplares de hongos psilocibios.

Cuando se publicó en estas páginas aquel primer artículo, la Fundación que cuida y defiende su legado protestó. ¿Qué pasó exactamente? ¿Qué dijeron? ¿Han dado cuenta ahora de la publicación de este libro?

A día de hoy no. Sí sus interesados escuderos. Con respecto a aquel primer artículo, tú conoces la historia mejor que yo. Conminaron a la revista Cáñamo a retirar el texto. Supongo que para quienes Juan Ramón pasaba por poeta inmaculado no les sentó nada bien que alguien pudiera poner sobre la mesa pruebas de consumos opiáceos que, por otra parte, ellos conocían de sobra porque algunos datos estaban tomados de publicaciones que habían visto la luz gracias a sus herederos. Me consta que, además, el archivo personal del poeta esta trufado de prospectos de diversa índole que yo no he tenido la oportunidad de manejar. Este trabajo está realizado leyendo los epistolarios y diarios que sus herederos han coeditado desde 2006, por lo que sorprenderse por ello me resulta sorprendente. A ojos de hoy, la palabra droga, como la palabra opio o morfina suenan con una carga peyorativa que nadie se para a valorar en su “justa medida” (y nunca mejor dicho).

Es tanto el estigma que pesa sobre el uso de drogas ilegales que se entiende la reacción de sus herederos. Supongo que, aunque no lo verbalicen, el miedo es que el premio Nobel de Moguer sea considerado un yonqui. Ahora que tenemos tiempo y espacio, ¿qué les dirías? ¿Cómo les explicarías el valor de tu estudio, la importancia de entender los usos farmacológicos de Juan Ramón?

“Se puede ser un magnífico poeta (de los más abarcadores del castellano, como es Juan Ramón) y ser consumidor de opiáceos, tal como le ocurría a su admirado Goethe, a un gran pintor como Goya, o un excelente músico como Wagner; casos en los que solo el prejuicio puede condenar su valía”

Creo que el autor de Platero y yo no dejaba de ser un hombre de su tiempo. Por un lado, un muchacho criado bajo la pacata moral religiosa, por otro, un joven seducido por sus referentes literarios que usaban de los llamados “paraísos artificiales”. Un joven, además, con una sexualidad en estallido que traiciona sus cábalas puristas. Con el paso del tiempo se consolida el hombre que, inmerso en un confort de enfermo crónico, inhibe su responsabilidad como usuario de “drogas heroicas” para entregarse al recetario de sus médicos que, por otra parte, elegía a conveniencia según el medicamento a recetar. Los opiáceos son sustancias que merman la salud en función del número de síndromes de abstinencia y la intensidad del consumo previo. Un uso racional y sensato, donde prevalezca la mesura, no tiene por qué condicionar la vida del usuario, como demostró Antonio Escohotado en Confesiones de un opiófilo. Pero este no fue el caso de Juan Ramón, que adoptó muy a las claras un papel de entregado paciente. Con respecto al rechazo de los juanramonistas, creo que pudiera derivar del estigma moral que lleva implícito cualquier asunto relacionado con las drogas. Les diría que se puede ser un magnífico poeta (de los más abarcadores del castellano, como es Juan Ramón) y ser consumidor de opiáceos, tal como le ocurría a su admirado Goethe, a un gran pintor como Goya, o un excelente músico como Wagner; casos en los que solo el prejuicio puede condenar su valía.

Una vez conocemos la botica de Juan Ramón resulta innegable pensar en los posibles vínculos entre los fármacos y la obra. Sin estar al tanto de su consumo farmacológico, ¿se nota en su obra por ejemplo una influencia opiácea? ¿Puedes poner algún ejemplo?

Podría poner infinidad de ejemplos a lo largo y ancho de su obra, pero citaré dos por paradigmáticos. Es sabido que uno de los efectos de los opiáceos sobre la psique es la distorsión del espacio y el tiempo. Espacio y Tiempo se llaman dos de las últimas composiciones de Juan Ramón. 

La medida y la intoxicación

Juan Ramón Jiménez (Moguer, Huelva, 1881- San Juan de Puerto Rico, 1958) recibió el Premio Nobel de Literatura en 1956.

Juan Ramón Jiménez (Moguer, Huelva, 1881- San Juan de Puerto Rico, 1958) recibió el Premio Nobel de Literatura en 1956.

Al leer Juan Ramón Jiménez y las drogas, y ver en perspectiva la hipocondríaca existencia del poeta, se demuestra el sin sentido de la prohibición y el equívoco moral que rodea el consumo de drogas. ¡Cuánto sufrimiento se hubiera ahorrado el escritor de haber normalizado el uso de opio! Juan Ramón da la impresión de haber desarrollado, desde la culpa, una dependencia viciada, un hábito mal llevado que lo condenó a estar siempre bajo prescripción médica. De haberlo tratado como amigo, ¿qué consejo le habrías dado para mejorar su vida?

Igual que no acepto consejos (sé equivocarme), procuro no darlos. Pero por entrar en el juego que propones, le diría que constatara algo que él ya sabía mejor que nadie porque lo dejó escrito: procurar una medida para la palabra “gota” que le evitase intoxicaciones (solo la dosis hace el veneno, que diría Paracelso).

“Si algo te otorga la vida en un pueblo pequeño es visionar la condición humana a través de un microscopio. Puedes reconstruir las grandezas y, ¡ay!, las miserias de cada cual a lo largo del tiempo. Algunos pueblos de la España póstuma son jaulas de postal y acedías culturales. Claro que el tráfago del frenopático urbano hace que desde bien joven me decantase por esta misantropía desganada”

A la espera de que publiques compilados en un próximo libro los artículos que has dedicado a otros escritores, me gustaría preguntarte, ¿es necesario estar drogado para enfrentar los desafíos de la escritura?

Más bien diría lo contrario. Quien busque en las drogas una súbita habilidad espontánea me temo que riega en yermo. La química estimula destrezas y percepciones, pero no capacidades. En cualquier caso, el propio concepto de “estar drogado”, después de leer Pharmacophilia de Jonathan Ott, se tambalea. Uno puede “drogarse” con un perfume, mediante la propia respiración, con un paisaje o la contemplación de una obra de arte, a lo “síndrome de Stendhal”.

Has escrito artículos sobre los usos psicotrópicos y la escritura de Juan Goytisolo, Rafael Chirbes, Leopoldo María Panero, Francisco Nieva, Julio Cortázar, Pablo Neruda, Ramón María del Valle-Inclán, Benito Pérez Galdós, Rafael Sánchez Ferlosio, Francisco Umbral, Ramón Gómez de la Serna, Ramón J. Sender, Pío Baroja, Luis Buñuel, Miguel Ángel Velasco, Eduardo Haro-Ibars… ¿Es que no hay mujeres escritoras que se droguen?

Ya he dicho que mi interés por la farmacia de los autores nace de mi predilección por su obra. Hasta ahora no ha habido mujeres que me atraigan para no dejar libro sin leer como he hecho con los autores que citas. Lo siento, mi interés no admite “paridades”. Aunque próximamente aparecerá en estas páginas un artículo sobre Rosa Chacel, y también dediqué uno a Susan Sontag hace unos años.

Bibliotecario en la España póstuma

Entrevista con Jonás Sánchez Pedrero

Jonás en su pueblo, Baños de Montemayor, con la torre de la iglesia de Santa María de la Asunción y el embalse al fondo.

Además de escritor en tus ratos libres, eres bibliotecario en Hervás, ¿cómo es la vida en un lugar tan retirado?

Parafraseando a mi buen amigo Eduardo Moga, vivir aquí es habitar un “paraíso difícil” o un “desierto verde”. Paso mi vida en un espacio de privilegio, un paisaje de ensueño junto a un paisanaje de pesadilla. No muy distinto del que mora en cualquier otro lugar del mundo, creo que es una cuestión de “Homo Siemens”. Si algo te otorga la vida en un pueblo pequeño es visionar la condición humana a través de un microscopio. Puedes reconstruir las grandezas y, ¡ay!, las miserias de cada cual a lo largo del tiempo. Algunos pueblos de la España póstuma son jaulas de postal y acedías culturales. Claro que el tráfago del frenopático urbano hace que desde bien joven me decantase por esta misantropía desganada.

Uno siempre piensa que para sobrellevar la estresante y deprimente vida en la gran ciudad es necesario el uso de sustancias estimulantes y relajantes, incluso legales ¿y en un pueblo de la Extremadura profunda? ¿Qué usos y abusos detecta entre sus paisanos?

Aquí se abusa de lo mismo que en la urbe: alcoholazos y alquitrán en cigarrillos. Y “benzos” a cascoporro, claro. Cocaína, sí. Bastante. En el abuso hay poca diferencia fruto de la nula educación, también farmacológica. Es en el uso donde hay una inclinación hacia la marihuana frente al hachís (más urbano). Pienso que disponer de grandes extensiones de terreno, así como el clima, facilitan la cosa. La sociología nos determina también en este aspecto y Extremadura tiene una población envejecida y una escasa juventud. Por esto, las drogas de síntesis apenas se demandan, por lo que escasean y apenas se conocen. Curiosamente, había una transmisión oral del uso de las plantas medicinales y la micología que se está perdiendo con la desaparición de nuestros mayores. El Valle del Ambroz es un lugar de extraordinaria vegetación. Fue buena “tierra de osos” según el Libro de Montería de Alfonso XI y ha sido destino de expediciones botánicas a lo largo de la historia. Una riqueza cultural y natural que se está perdiendo delante de nuestros ojos.

La enfermedad sin nombre y el innombrable remedio

Prólogo a Juan Ramón Jiménez y las drogas, de Jonás Sánchez Pedrero

Por Fidel Moreno

Este retrato, dibujado por Cristóbal Fortúnez, ilustraba “Juan Ramón Jiménez y los opiáceos”,   el artículo de Sánchez Pedrero en la revista Cáñamo 242 (febrero 2018).

Este retrato, dibujado por Cristóbal Fortúnez, ilustraba “Juan Ramón Jiménez y los opiáceos”, el artículo de Sánchez Pedrero en la revista Cáñamo 242 (febrero 2018).

La condición de enfermo hipersensible de Juan Ramón Jiménez ha despertado curiosidad en muchos investigadores sin llegar a ser tenida en cuenta en lo que de verdad importa, la relación con su obra. Así lo señalan Mercedes Juliá y Mª Ángeles Sanz Manzano que a “la enfermedad del escritor (…) no se le ha prestado la atención debida al evaluar su obra”[1], aventurando incluso un diagnóstico de trastorno bipolar, desconocido en aquellos años. Por su parte, el psicólogo Javier Andrés García Castro[2] concluye que el poeta padeció un trastorno mental compatible con la depresión melancólica. Incluso el escritor Antonio Orejudo lo retrató burlonamente como un maniático del orden y el silencio en la novela Fabulosas narraciones por historias[3].

Fuera lo que fuese que padeciera el poeta, el mapa de la enfermedad mental, a diferencia de lo que ocurre con enfermedades físicas o víricas, no tiene ni mucho menos una correspondencia exacta, y a menudo las dolencias del alma encuentran un acomodo problemático en el listado de trastornos que las autoridades psiquiátricas han ido ampliando con los años. Lo que sí sabemos es que la hipocondría de Juan Ramón le llevó a frecuentar a numerosos doctores y muchos de ellos lo catalogaron como neurasténico, un término hoy en desuso que servía para nombrar el agotamiento del sistema nervioso. Sobre lo que no hay duda es que Juan Ramón luchó toda la vida contra una “enfermedad sin nombre”, que si no tenía fundamento real acabó por tenerlo, tal y como los fantasmas existen si creemos en ellos.

Qué misterio angustiante una enfermedad sin nombre, para él, que invocaba a la intelijencia para que le diera el nombre esacto de las cosas.

En este libro, Jonás Sánchez Pedrero aborda el asunto en sentido inverso y por un camino menos incierto: en lugar de indagar acerca de la enfermedad se centra en los fármacos que el poeta tomó para remediar sus malestares. Los fármacos, con sus efectos principales y sus no menos determinantes efectos secundarios, y el rastro que han dejado tanto en su vida como en su obra. Entre estos fármacos sobresalen dos: el láudano y los “papelillos” de Vivas Pérez. La tintura de opio cubre el amplio espectro de las dolencias de Juan Ramón: la depresión, la irritación, la colitis y el catarro; y los papelillos de Vivas Pérez ayudan a contener la diarrea, que suele provocar la abstinencia opiácea. 

Desde temprana edad el poeta se familiarizó con el láudano. En el comienzo de su noviazgo con Zenobia Camprubí, esta se muestra preocupada por el uso que hace del opio para combatir el insomnio. Jonás Sánchez Pedrero apunta la posibilidad de que la enfermedad no fuera más que fruto de las medicaciones y contramedicaciones que unos y otros médicos le recetaban para calmar su hipocondría y su estado de nervios. Los efectos secundarios y los principales se van solapando en resacas medicamentosas que trastornan el ánimo del poeta, sumiéndolo en estados depresivos entreverados por momentos de euforia. 

Otra de las conclusiones que se desprenden del estudio pormenorizado de la botica juanramoniana es la posibilidad más que probable de que el autor de Platero y yo hubiera desarrollado un hábito al opio, pero mal llevado. De ser así no serían pocas las páginas alumbradas bajo el estímulo de la Papaver somniferum, esa euforia tranquila y vegetal que proporciona su alcaloide.

Cuando se revisa una vida como la de Juan Ramón Jiménez desde la perspectiva médica no es fácil sustraerse a la especulación acerca de sus dolencias: colitis, migraña, insomnio, depresión… Un cuadro clínico que coincide con el síndrome de abstinencia del opio y cuyos síntomas se calman con la ingesta del mismo. A su vez cuando uno repasa los apuntes autobiográficos en los que el poeta se jacta de no fumar, no beber vino y odiar el café, uno acaba por entender que la infelicidad del poeta se debió en gran parte a tener una relación perturbada con el placer y el dolor, que lo hacía buscar la embriaguez con el subterfugio de la prescripción médica. Por un lado, hace méritos para estar sano, defendiendo un “arte natural” lejos de estímulos “artificiales”, por otro, se enferma para alcanzar el bienestar que le procuran las drogas prescritas como fármacos terapéuticos, pero proscritas como estimulantes recreativos. Un círculo vicioso, más común de lo que podamos creer, porque la vida medicada de Juan Ramón es, más allá de su singularidad artística, un buen ejemplo de la insana relación con el placer y con el dolor que hemos heredado de una moral judeocristiana que valora espiritualmente el sufrimiento y desconfía de los placeres mundanos.

Dada la hipersensibilidad de Juan Ramón, su intolerancia al ruido y a los olores fuertes, y su impaciencia ante la falta de concentración, el opio y sus derivados le permitirían sin duda poner el foco sin distracciones en su exigente escritura. Es posible que, por un prurito higienista, Juan Ramón se envenenara la vida adulterando con fármacos recetados su querencia por el opio. Más le habría valido, al menos en sus últimos años, entregarse a un hábito controlado que estar sometiendo su cuerpo a constantes pruebas de nuevos o viejos medicamentos. La maldición del opio obliga a un ejercicio de voluntad para mantener a raya la tolerancia y evitar la dependencia, un sacrificio llevadero que consiste en medir bien las dosis, en espaciar las tomas y manejarse con sobriedad, cuidándose de los excesos que pueden conducir a una muerte por sobredosis. Por eso los chinos aconsejaban no probar el opio en la juventud, hacerlo en la madurez y abusar en la vejez. Estoy seguro de que atender este consejo habría permitido al poeta una vida más feliz y menos torturada que bajo la condena de esa enfermedad sin nombre, que confundía el síndrome de abstinencia con un ascetismo virtuoso y, por miedo a la ebriedad sin tino, se prestaba a la incómoda resaca de la sobremedicación. 

Las drogas nos han acompañado desde antes de conformarnos como especie, modulan nuestra conciencia y modifican nuestro estado de ánimo, permitiendo una mejor adaptación al mundo que nos rodea. Dada la importancia que tienen en nuestra existencia, la moral se ha encargado de controlarlas, estableciendo usos y sustancias pertinentes y proscribiendo aquellas que puedan hacer incontrolables a los usuarios. La historia de las drogas muestra la secular tensión entre el poder y la libertad personal, una guerra moral que en el último siglo se ha visto agravada por la prohibición legal de determinadas sustancias. Pero ni la moral ni la prohibición han conseguido sus propósitos de acabar con las drogas. Todo lo contrario. Nuestra naturaleza necesita de la ebriedad, y el ingenio humano burlará cuantas alambradas tienda el poder para negar el acceso a las sustancias embriagantes, aunque crecer en un sistema represivo genere perturbaciones y serios trastornos, miedos y culpas paralizantes. Juan Ramón, como impaciente paciente hipocondríaco, ejemplifica el desastre de confiar la salud a la autoridad médica y autoengañarse para cumplir con la moral establecida.

En las páginas que siguen, Jonás Sánchez Pedrero tiene el mérito de hacer visible lo invisible en la vida del Nobel onubense. La labor investigadora de este escritor y músico extremeño, bibliotecario en Hervás, no se queda reducida a un solo autor; como saben los lectores de la revista Cáñamo, Jonás lleva siete años dando cuenta de las relaciones a veces torturadas a veces felices de grandes escritores con las drogas. Empezó con un artículo sobre Juan Ramón Jiménez y los opiáceos –que no fue muy del gusto de la Fundación que vela por el legado del moguereño, todo sea dicho– y continuó revisando biografías y obras completas a la búsqueda de elucidar los usos psicotrópicos y literarios de Juan Goytisolo, Rafael Chirbes, Leopoldo María Panero, Francisco Nieva, Julio Cortázar, Pablo Neruda, Ramón María del Valle-Inclán, Santiago Ramón y Cajal, Benito Pérez Galdós, Rafael Sánchez Ferlosio, Francisco Umbral, Ramón Gómez de la Serna, Ramón J. Sender, Pío Baroja, Luis Buñuel, Miguel Ángel Velasco, Eduardo Haro-Ibars… Algunos pensarán que demostrar la importancia de las sustancias psicoactivas en la vida y en la obra de estos escritores es una labor impúdica, pero los que creemos que la ebriedad forma parte de la experiencia humana y luchamos por normalizar y racionalizar su uso, no podemos más que estarle agradecido por su empeño en sacar del armario psicoactivo a los ilustres moradores del parnaso español del siglo XX.


[1]               En la introducción a Vida (Pre-Textos, 2014).

[2]               “Psicopatología y espiritualidad en la vida y obra de Juan Ramón Jiménez” (Universidad de Murcia, 2017), citado por Jonás Sánchez Pedrero.

[3]               Tusquets, 2007.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #333

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