Recientemente, ha sido el actor Eusebio Poncela, otro peso pesado de la denominada Movida madrileña, quien en una entrevista en El Español ha vuelto a insistir sobre lo mismo: “Me dices heroína, y yo te digo, uf: la introdujeron para que ETA no se desarrollara y metieron la pata”.
¿Pruebas?... Como de costumbre, ninguna.
Si obviamos las primeras décadas del siglo XX, y mientras no se demuestre lo contrario, la primera noticia de que la heroína en España estaba siendo consumida por personal autóctono la dio Alfredo Semprún Bañares el 21 de marzo de 1972. En efecto, periodista que se había especializado en la cobertura del tema drogas en ABC, en un extenso reportaje ilustrado publicado en dicho diario, bajo el titular “Peligro: Heroína en Madrid”, encendía la alarma:
Ya no cabe la menor duda. Por desgracia el informe del Instituto Nacional de Toxicología es concluyente. Se han descubierto rastros de «heroína» en Madrid.
El flagelo blanco, el sutil veneno que desde hace años viene destruyendo, sistemática e implacablemente, a la juventud norteamericana, ha llegado a España. Y no precisamente en tránsito.
El rastro es leve. Casi intangible. Mas no por ello deja de ser alarmante la noticia. En nuestra capital ha circulado, y quizá circule aún, la temible droga.
Poco tiempo atrás los policías y técnicos en toxicología franceses se vieron obligados a aceptar la misma evidencia. La «heroína» había dejado de ser el veneno que manos criminales elaboraban en su territorio para exportarlo después en su totalidad hacia los productivos mercados de América del Norte. Repentinamente, los polvos blancos, que no perdonan, hicieron tímido acto de presencia en suelo galo.
Hoy, apenas dos años después de aquella aparición, los registros oficiales de la «Sureté» arrojan un saldo de veinticinco mil adictos a la «heroína». Y de ellos, seis mil aproximadamente vegetan, vacíos en vida, por las siempre alegres calles marsellesas. En los últimos seis meses ese saldo fatalista por necesidad se ha cubierto de luto en forma anonadadora. Las muertes producidas entre los jóvenes «heroinómanos» pasan de la quincena. Sus edades oscilaban entre los quince y los veintitrés años.
[…]
No se trata ya del «heroinómano» extranjero, turista en nuestro país, que guarda celosamente y defiende incluso con dientes y uñas las dosis de «polvo» que trae consigo y que le son imprescindibles para seguir aparentando que vive.
No es ya el caso de los tres súbditos franceses víctimas de las mortíferas inyecciones, descubiertos y detenidos en Ibiza durante el último verano.
No. Se trata de algo más serio. El rastro de «heroína» que los eficaces inspectores de la Brigada Especial de Estupefacientes, dependiente de la Comisaría General de Investigación Criminal, han descubierto, nace y termina, de momento, en uno de los círculos criminales de quienes trafican con las drogas en nuestra capital. La alerta está, por tanto, más que justificada.
El reportero de ABC señalaba que el descubrimiento se había realizado por casualidad, que la Brigada Especial de Estupefacientes buscaba grifa, mientras destacaba las más de treinta y cinco detenciones practicadas en menos de una semana en relación con el tráfico de drogas en Madrid. Y concluía su reportaje con un párrafo digno de figurar en cualquier antología de la misoginia:
Lo esencial en todo este asunto, aparte de la terrible «amenaza» de la heroína detectada, parece ser el descubrimiento de la existencia, en todo el ámbito de nuestra capital, de una serie de apartamentos en edificios de lujo, alquilados por una o dos jovencitas, cuyas edades suelen oscilar entre los quince y los dieciocho años, a las que se les pondría en un aprieto si se les hiciera justificar sus medios de vida. Extranjeras y españolas, bellísimas todas ellas, pese a sus pocos años, se han convertido en auténticos señuelos para la juventud madrileña. Una vez atraídos los jóvenes de ambos sexos al apartamento, entre alcohol y música sicodélica, se convierten fácilmente en presa propiciatoria para sus fines ocultos: convertirlos en adictos a la droga y, de esta forma, ampliar el círculo de clientela para los traficantes, los cuales son quienes, en realidad, las mantienen, pagando sus servicios. Unas veces en dinero, y otras, en droga. Ellas tampoco son capaces de escapar a su ley.
Si la heroína se introdujo en España para combatir a ETA, no solo metieron la pata, sino que siguieron unos derroteros bastante extraños antes de hacerla llegar al feudo del grupo armado.
Un par de meses más tarde, concretamente el 24 de mayo, el diario Pueblo publicó un artículo de su especialista en temas de drogas, Julio Camarero, bajo un gran titular: “Hay heroína en Madrid”, que al día siguiente fue reproducido en su totalidad por el periódico La Vanguardia. En el referido artículo se hablaba del descubrimiento de 220 kilos de heroína pura, “distribuida en paquetes de cien y doscientos gramos”, en un camión procedente de Águilas (Murcia), cargado de frutas y verduras, con destino al Mercado Central ubicado junto a la plaza de Legazpi. Según el informante, la droga había sido “elaborada en los laboratorios de Marsella” y era distribuida para su venta en “determinados clubs, discotecas y hasta en alguna marisquería”. Y es que, como todo el mundo sabe, para hacer llegar un cargamento de heroína desde Marsella hasta el País Vasco, para desactivar a la juventud abertzale, lo mejor es traerlo vía Águilas y Madrid. ¿O no? En cualquier caso, Julio Camarero concluía el reportaje denunciando la introducción en España con métodos propios de la mafia, hasta ese momento “solo conocidos por los españoles en las películas y telefilmes”.
Durante el verano de 1973 de nuevo Semprún, enviado especial del diario ABC a la Costa del Sol, advertía acerca de la presencia de un distribuidor de heroína de la mafia norteamericana en Marbella, pero su misión no era extenderla entre la población autóctona, sino “abastecer a sus clientes norteamericanos” establecidos en la zona. Y, por otra parte, el sociólogo Domingo Comas Arnau destaca 1973 como el primer año en que comenzó a detectarse un consumo incipiente de heroína en España, aunque no especifica dónde.
No volveremos a tener noticias significativas sobre el temido opiáceo hasta unos meses antes de la muerte de Franco. En efecto, a principios de febrero de 1975 la Brigada de Estupefacientes detuvo en Madrid a más de veinte jóvenes de ambos sexos, entre ellos a tres heroinómanos y consumidores del fármaco denominado Ipecopan por vía intravenosa. La policía les seguía la pista desde el verano de 1974, cuando tuvo conocimiento que algunos de ellos habían consumido y vendido heroína en Ibiza. Entre los detenidos había vástagos de familias más o menos ilustres, como los hermanos Bernardo y Alfonso López-Sanz y Ruiz del Olmo y Rodolfo Alonso-Lamberti Montoya, más otros nombres conocidos, como Benito Rafael Goyanes González-Perojo, hijo de un renombrado productor cinematográfico, Pilar Haro Ibars, hija de un reputado periodista, y Juan Dusmet García-Figueras, descendiente de una saga de políticos y militares. El diario ABC enfatizaba el hecho de que era “la primera vez que han sido detenidos adictos españoles a la heroína”, que según el rotativo conservador procedía de Oriente. Diríase que para desactivar el vivero vasco de ETA, el franquismo siguió el camino tortuoso de envenenar antes a los propios retoños del régimen.
Al mes siguiente de producirse estas sonadas detenciones, las personas que tuvieron la oportunidad de asistir a los conciertos de Lou Reed en Madrid y Barcelona pudieron ver cómo el icono del underground neoyorquino ―cuya adicción al opiáceo era sobradamente conocida entre sus fans― deambulaba por el escenario dando tumbos y casi se desvanecía sobre el piano de cola, sin apenas atinar a pulsar las teclas, mientras desafinaba con una voz quebrada. A muchos les pareció que el trovador de Long Island iba a morirse en escena, en plena actuación. ¿O acaso se trataba de una pose, una artimaña más del show business? El uso de heroína estaba considerado una práctica contracultural extrema y transgresora, lo cual le confería cierto glamour, o dicho con una expresión mediática la época: era “la droga por excelencia”. De hecho, la revista contracultural Star no se recató a la hora de mostrar una insistente fascinación por la heroína, droga que identificaba precisamente con Lou Reed. Fuera como fuera, debemos consignar que de forma tan hartamente significativa como premonitoria Eduardo Haro Ibars se refirió a él con motivo de aquellos conciertos como el “portavoz de una generación suicida”, que desde luego no sólo comprendía a vascos, sino a jóvenes de todo el mundo occidental. En realidad, ese malditismo de moda influenciado por el underground de la Gran Manzana caló bastante en España. Así, no era extraño que las celebridades de la Factory, con Andy Warhol a la cabeza, la Velvet Underground o sus componentes por separado recibieran la atención de revistas como Fotogramas o incluso de programas de televisión como Último grito.
Apenas unos días después de la visita de Lou Reed, y a raíz de una acción policial que se saldó con la detención en Madrid de las actrices Gisia Paradís, Verónica Luján y Silvia Vivó, más otras siete personas, la Brigada Especial de Estupefacientes pudo constatar que había individuos que se dedicaban a traer pequeñas partidas de heroína desde Ámsterdam.
Resulta difícil silenciar o minimizar el papel de los jóvenes contraculturales de la época en la diseminación del opiáceo.
Mi amigo Canti Casanovas, gestor de contenidos de la web sense nom, y otros veteranos del Rollo, me han confirmado que por esa época también había gente en Barcelona trayendo heroína adquirida en la llamada Venecia del Norte. Asimismo, Juancho y Javi, protagonistas del libro Los años de la aguja: Del compromiso político a la heroína, también certifican que la primera heroína (brown-sugar) que se vio y se consumió en Zaragoza procedía de Ámsterdam, y que la trajeron unos exhippies maños camuflada dentro de una guitarra. Y es que, durante algunos años, hasta que Tailandia le tomó el relevo, la fuente de heroína para toda Europa fue Ámsterdam. De hecho, la ciudad holandesa, considerada por muchos hasta ese momento como la “capital europea del movimiento hippy”, no tardaría es ser motejada por algunos medios de comunicación como la “Meca” y la “capital reina de la heroína”.
En fin, si decimos que la heroína se introdujo en España para combatir a ETA, hemos de concluir que los responsables del supuesto plan maquiavélico no sólo metieron la pata, sino que siguieron unos derroteros bastante extraños antes de hacerla llegar al feudo del grupo armado. Pero más allá de esos extraños vericuetos, resulta difícil silenciar o minimizar el papel de los jóvenes contraculturales de la época en la diseminación del opiáceo. Por eso no deja de sorprendernos que quien interpretara de manera tan magistral y convincente el papel de Dante en la película Martín (Hache), con un discurso tan coherente sobre las drogas, haga un resumen tan simple de la cuestión de la introducción de la heroína en España, sin tener para nada en cuenta algo que nos iguala a todas las personas: la voluntad, la capacidad de decisión... en definitiva, el libre albedrío.