Soy uno de los pocos afortunados que ha logrado la jubilación a los sesenta con una paga que no da para tirar cohetes, aunque supera algunos de los misérrimos sueldos actuales.
Ellos lo llaman “clases pasivas”, mientras yo prefiero convencerme de que vivo unas vacaciones con “la caja” como fecha de caducidad. Lo de pasivo supongo que viene a cuento por lo de librarse del trabajo. Quizás la moral les impide llamarnos viejos inútiles o improductivos, pero lo piensan. Somos elementos a eliminar sin que se note demasiado. El epíteto pasivo es importante. Se inventan chorradas como lo de segunda juventud o tercera edad. Me río explicando que, como lo mío es una prejubilación, no vivo todavía esa segunda juventud. Estoy en mi segunda mamonez y espero tener una segunda adolescencia larga, muy larga.
Los médicos, ayudados de crípticos análisis completos, de aquellos que precisan de cinco tubos de sangre y un tarro de orina mañanera, no han conseguido, todavía, su objetivo de medicarme de por vida. Ya saben, la vejez resulta un inmenso negocio para la Big Pharma. Los viejos llevan pastilleros de colores para no errar en la píldora a tomar. Creo que incluso han aparecido aplicaciones para el móvil que pitan a la hora y les marcan el color. Posiblemente estén experimentando con los abuelos. No quieren matarlos, no querrán perder un cliente, pero, si se muere, no pasa nada –“el hombre estaba ya muy mal…”–. Al farmacéutico del pueblo lo quiero mucho, pero prefiero gastarme las perras en el bar de la esquina. No creo que me odie, casi no nos conocemos, pienso más bien que es paciente en la espera. “Ya caerás, cabronazo”, debe de pensar.
El cannabis ha sido por más de cuarenta años y, lo sigue siendo, un fiel aliado cotidiano. Realmente ya no sé por qué fumo, ¡no me coloca! Y puedo asegurar la calidad y cantidad suficiente de los ingredientes usados. Es la única “medicación” que tomo.
En el futuro próximo: anfetas
Optimista vital, últimamente me estoy autoconvenciendo de que a los ochenta me voy a dar a las anfetas. ¿Pasa algo? A los ochenta uno tiene permiso para hacer lo que quiera. Nada de estar sentado en una silla de ruedas. Acaso prefiero una con motor de quinientos y tuneada, imprescindible con amplificador potente incorporado. Lo de las anfetas me recuerda mis tiempos mozos, en que podían comprarse en la farmacia, muchas veces sin receta. Y a mis ochenta, ¿dónde las compraré? He pensado hablar con el médico para que me las recete. Prefiero las clásicas Centramina® y Dexedrina 15®, si todavía las fabrican. No creo que el médico tenga argumentos suficientes como para denegárselas a un abuelo. ¿Que son malísimas para el hígado y tal? ¿Y qué? ¿Qué queman el cerebro, te dejan tonto y otras chorradas? ¿Y qué?
Si el médico accede, me ahorraré además una pasta al pagar, por lo del descuento por receta. Si se pone conservador y moralista puedo argumentar lo de las vacaciones perpetuas, no soy productivo y por tanto no soy ninguna lacra social. Prefiero las anfetas a las vitaminas, al Prozac® o al Alzheimer. Si me tacha de poco serio, le preguntaré de qué sirve la seriedad a los ochenta. A pesar de todo, y aun no siendo un argumento, lo de la poca seriedad se usa para denegar algo por descabellado, y para ello les basta con una simple sonrisa. Espero que no avise al gorila del segurata y me echen del CAP a cajas destempladas. Peor, puede darme una cita con el psiquiatra. El médico se quita de encima su responsabilidad y garantiza que estaré un largo periodo de tiempo sin volver a verlo. La “visita” puede ser postergada por años, del modo en que van las cosas en la SS. Pero, claro, su negativa puede conducirme al mercado negro y, si esto sucede, espero que el médico se entere y así al menos le inocularé cierto grado de culpabilidad por ello. ¿Se imagina un abuelo buscando speed por ahí?
De hecho, si lo pienso bien, casi preferiría otro tipo de excitante, como la coca. Me imagino a mí mismo sentado en el café, parando la partida de cartas para meterme dos largas líneas, una por fosa, para seguir con más concentración el juego.
Como la pensión no me permite tal estipendio, y la cocaína no se da en farmacia, me decanto, de momento, por las anfetaminas como opción más cercana y barata.
Drogas recreativas para abuelos felices
Puesto que el uso de drogas recreativas es una cuestión de preferencias, los usuarios de algunas de las ilegales no deberíamos subestimar o despreciar a los usuarios de otras que no entran en nuestra vida cotidiana. Nadie puede predecir que en los diecisiete años que me faltan para ser octogenario alguien invente una nueva droga de diseño, que me vaya más que las citadas, y me tire a ella. Sea poco o muy tóxica. Todas las drogas recreativas, legales o no, sin excepción, deberían estar al alcance de cualquier jubilado, legalmente, sin restricción en cantidad y con un seguimiento médico voluntario.
En los CAP podrían oírse cosas como: “¡Claro que se pasa todo el tiempo durmiendo, abuelo, toma quinientos miligramos de morfina al día!”. O, bien: “¡Debería rebajar un poco los tres gramos de coca al día, su corazón va a ciento sesenta, le dará un derrame cerebral!”. O: “¡Si sigue juntando anfetaminas y alcohol, se volverá a caer!”. Abuelos felices.
La idea de “los abuelos felices” no es nueva. Romanos y chinos se tiraban al opio cuando se retiraban, y en ciertas regiones el cáñamo lo usan los mayores. ¿Y nos llamamos civilizados?
Parece que la felicidad de muchos jubilados está en conseguir un viaje del Imserso, o los más pudientes, reventar un año de la pensión en una semana de crucero de esos “todo incluido”. ¿Cuántos quilos de pastillas llevará un crucero de esos? ¿Pasan por aduanas? ¿Los bufés libres son garantía de una alimentación equilibrada para el colectivo? Sospecho que algunos de esos bufés están subvencionados por el Estado, con órdenes de mantener niveles elevados de sal, grasas –mejor saturadas–, azúcar y otros causantes de síncopes, niveles altísimos en la presión sanguínea o diabetes. Se ha muerto. Una pensión menos a abonar.
Otros puntos de atracción son estos tétricos locales denominados clubs de jubilados. Me niego a entrar en ellos –¡ese olor a caducado!–, no fuera que me gustasen, aunque lo dudo: no dejan fumar ni tabaco. Y en ellos los días pasan de modo uniforme, todos son iguales, o casi iguales: “Juan no viene a jugar desde hace unos días”, dice uno. “¡Claro!”, responde alguien, “¡lo enterraron ayer!”.
La idea de “los abuelos felices” no es nueva. Romanos y chinos se tiraban al opio cuando se retiraban, y en ciertas regiones el cáñamo lo usan los mayores. ¿Y nos llamamos civilizados? A los viejos hoy les dan drogas de paz, para bajar la tensión o para subirla, protectores de no se sabe qué, prueban con fluidificadores, pero no les dan enteógenos. No es justo. Como si todas esas mierdas no fueran malas para el estómago, los sesos, el hígado, los riñones o el ADN.
Si se adoptara esta política de administración de drogas recreativas, podrían aumentar considerablemente la recaudación a costa de los jubilados con más controles de alcohol y drogas, y no solo en carretera. Ya no hace falta que la policía espere el sábado noche a la salida de una discoteca. Se podrían poner a recaudar, perdón, a hacer los test, a la salida de cualquier hipermercado, donde los jubilados, sin otra cosa que hacer, acostumbran a pasear en busca de cualquier oferta interesante que se despache. Estos controles podrían desencadenar comentarios parecidos a: “Joder, este mes me han pillado dos veces y solo me quedan tres puntos del carnet. Lo más jodido es que me he visto obligado a vender mi semana de speed para pagar la multa. La abuela se ha enterado y hay mal rollo en casa”.
O bien otros pequeños dramas: “Tres días atrás pillaron a Pedro, y como no encontró a nadie que le llevara el coche, se le jodió el congelado. Lo contaba hecho un basilisco”.
Las aseguradoras se ahorrarían mucha plata: “Dio positivo en cocaína y heroína (speed ball), el seguro no se hace responsable de que lo hayan atropellado, aunque sea en el paso cebra. Si hubiera ido sereno posiblemente hubiera podido esquivar a nuestro cliente y…”. Muchos se verían obligados a renunciar a su coche, para no tener que renunciar a sus drogas, y así, disminuirían los accidentes de tráfico. Menos coches y menos abuelos en la carretera. Y los políticos estarían contentos con las estadísticas.
Más argumentos a favor
El ancestral respeto hacia los viejos ha descendido a niveles alarmantes en las sociedades neocapitalistas liberales. Al no ser ya productivos, molestamos. En ocasiones parece que darnos la pensión fuera un acto de caridad. El contrato leonino al que nos obligó el Estado en su día se ha vuelto en su contra. Yo cobro mi pensión por contrato y punto. Nadie da nada.
Otro retirado, más paranoico o más realista, pensaría: “Cualquier día ponen francotiradores a la caza del jubilado. A tanto por cabeza”. Yo añadiría: “Si estalla un petardo en un club de jubilados, que no busquen a los radicales islamistas, que buceen primero por las cloacas del Estado”. ¿Existe o ha existido alguna conspiración tipo bloqueo de frenos del autobús que devuelve a los abuelos a casa pasando por algún puerto de montaña importante? La de cantidad de pasta, perdón, pensiones que se ahorrarían.
La realidad, en cualquier caso, suele superar la ficción. Y ahora pienso que si “eso” le puede ocurrir al jubilado conformista que se sube a un autobús del Imserso, ¿qué accidente podría ocurrirle a uno que monte una asociación para pedir drogas libres y gratuitas para los viejos? Quizás bastaría con “invitarle a una sobredosis” para quitarlo de en medio… No tengo de todas formas pensado montar tal asociación. ¡Demasiado trabajo para un hombre de vacaciones como yo! Pero en cuanto a los de la SS, no les hace falta hacer demasiados números para apreciar el tremendo ahorro económico que la medida de dispensar drogas libres y gratuitas a los viejos supondría para las maltrechas arcas estatales: las drogas enteógenas clásicas no pagan royalties, serían “genéricos”. Y si a eso añadimos que España es uno de los lugares con mejor opio y mejores marías del mundo, y que las anfetaminas de síntesis son muy baratas... También se ahorraría al disminuir brutalmente la necesidad actual de tanto medicamento. El abuelo feliz usa pocas pastillas y hace pocas visitas a los CAP.
Otro argumento a favor sería de tipo moral, pues, siguiendo la moral establecida, las drogas son tan malas que matan. ¡Ajá! Ya no serán necesarios los francotiradores. El abuelo feliz muere antes. Es evidente que este último argumento es falaz, pero para muchos seguro que resultará muy convincente.
En fin, si algún médico lee esto, le invito a que me firme la primera receta.