Pasar al contenido principal

¿Un caso de intoxicación literaria?

La tarea del historiador, en cierto modo, guarda muchas semejanzas con la del detective. Ambos intentan comprender el presente llevando a cabo una escrupulosa investigación y reconstrucción del pasado. Esta labor, sin embargo, está condicionada inevitablemente por experiencias rigurosamente personales.

La tarea del historiador, en cierto modo, guarda muchas semejanzas con la del detective. Ambos intentan comprender el presente llevando a cabo una escrupulosa investigación y reconstrucción del pasado. Esta labor, sin embargo, está condicionada inevitablemente por experiencias rigurosamente personales.

Por lo que a mí respecta, como historiador de las drogas, puedo declarar que no soy "toxicómano", pues no consumo compulsivamente ningún tipo de droga. Tampoco puedo presentarme como "toxicólogo", en sentido estricto, ya que carezco de formación y conocimientos suficientes para atribuirme tal calificación. En realidad, más bien me considero "toxicófilo", o sea, una especie de degustador de substancias psicoactivas.

Siempre he creído que mi atracción por la ebriedad –lejos del mito de los paraísos artificiales– es algo espontáneo y natural, es decir, innato; incluso me atrevería a decir que atávico. Recuerdo, por ejemplo, que una de mis actividades lúdicas ocasionales cuando era niño consistía en dar vueltas sobre mí mismo a toda velocidad –cual derviche giróvago– hasta marearme por completo. Otra cosa que también solía hacer, por aquellos mismos años, cuando iba a comer a casa de mis abuelos, era acercarme a hurtadillas –aprovechando cualquier despiste de los mayores– hasta la Montesa Impala de mi tío Rafael, destapar el depósito de gasolina e inhalar con fruición los vapores que de allí emanaban, lo cual me provocaba un estado de ebriedad que debía de parecerse bastante al descrito por Ramón J. Sender en Crónica del alba, cuando narra los efectos producidos por el éter en el mancebo de botica Pepe Garcés y su amiga Isabelita.

El miedo y la exageración pueden alimentar el interés y la fascinación por cualquier objeto, y mucho más si está sometido a rigurosa prohibición

Carmelitos de gloria

En mi etapa de adolescente, siendo alumno interno del Colegio San José de Calasanz, en València, probé mis primeros cigarrillos. En el fondo, se trataba de un rito de paso –más o menos iniciático– característico de los chicos de mi generación. La experiencia no tendría mayor trascendencia de no ser porque uno de mis compañeros de internado e incipiente tabaquismo –por más que lo intento, no consigo recordar su nombre, aunque probablemente se apellidara Santamaría– liaba, de cuando en cuando, unos cigarrillos extraños, mezclando tabaco rubio –todo un lujo para nuestras precarias economías– con el contenido de unos curiosos envoltorios que él denominaba "caramelitos de gloria", y que fumábamos en grupo, lo cual no tenía nada de particular, pues muchos pitillos de tabaco también solíamos compartirlos entre varios, dado nuestro menguado peculio. Lo que sí recuerdo perfectamente, remontándome a aquellos tiempos, es que los petardos –entonces los llamábamos así, luego pasaríamos a denominarlos canutos y, más tarde, porros– nos provocaban una hilaridad incontenible –algo que en más de una ocasión nos puso en serios aprietos– y que fumarlos –según aquel compañero que actuaba como pusher– nos equiparaba a los legionarios. Por aquella época, primeros años 70, entre los muchachos de nuestra edad –de 13 a 15 años– el mito de la Legión gozaba de cierto prestigio. Los "cigarritos de la risa" evocaban valor y camaradería en un ambiente hostil y exótico, y nos embaucaba aquella imagen de riesgo que pregonaba la dureza de los "novios de la muerte". Lo nuestro, desde luego, no era un campamento militar en las afueras de Dar Riffien, sino un internado escolapio en València, pero las hostias que daba el hermano Gregorio, o las del padre García, alias ‘El Huevo’, no tenían nada que envidiar a las que podía soltar cualquier sargento del Tercio. Fijo.

Quiero decir que ocasionalmente fumábamos kif o grifa, y lo percibíamos como una transgresión, pero no identificábamos aquella actividad con la idea de estar drogándonos. Como el uso de tabaco nos estaba vedado, en la práctica, no percibíamos gran diferencia entre fumar canutos o cigarrillos de tabaco. De hecho, todavía habrían de pasar algunos años para que, al rememorar aquellos episodios, cayera en la cuenta de que la tan temida marihuana no era otra substancia diferente de aquella que consumí durante mis años mozos, cuando cursaba mis últimos años de bachillerato.

Nunca me tomé la molestia de averiguar de dónde sacaba mi compañero aquellos "caramelitos de gloria", que costaban cinco duros, una suma considerable para nuestras posibilidades –mi asignación semanal entonces era de 100 pesetas–, aunque pensándolo con posterioridad y atando cabos, sospecho que su contacto o fuente de abastecimiento debía de ser Máximo. El tal Máximo –ignoro si seguirá vivo todavía– era, a decir verdad, un personaje mínimo –tal y como lo recuerdo, su estatura no debía exceder mucho de metro y medio–, que había servido durante años en la Legión –quizá para compensar su exigua talla– y estaba empleado por los Padres Escolapios en las más diversas tareas: abrir y cerrar las puertas del patio del colegio, hacer recados, realizar pequeñas obras de bricolaje, etcétera.

Santi Sequeiros 2

Una tal Alicia

Con todo, el asunto de las drogas era algo que por aquellos años ya me tenía fascinado. Seguramente debió ejercer como primer atractor, despertando mi interés inicial, alguna de las interminables entregas de los muchos reportajes seriados que, durante aquellos años, se publicaron sobre el tema1 . También recuerdo haber leído, poco más o menos por la misma época, una obra anónima, cuyo contenido influyó decisivamente en mi relación posterior con las drogas. Me refiero al libro Go Ask Alice, que se tradujo y publicó en junio de 1972 con el título Pregúntale a Alicia (Diario íntimo de una joven drogada), y que en tan solo un año agotó once ediciones. El ejemplar que leí entonces, y todavía obra en mi biblioteca, corresponde a la segunda edición.

El caso es que, según refleja en el propio diario, la tal Alicia –en apenas un año– había llegado a consumir una increíble variedad –en cantidades nunca precisadas– de drogas psicoactivas: LSD, speed (traducido por rápido en la versión española), somníferos, tranquilizantes, "una especie de caramelo rojo", excitantes, estimulantes, dexedrinas, marihuana, barbitúricos, dimetiltriptamina o DMT, mescalina, hachís y, finalmente, heroína, todas por este orden. Lo más curioso es que, para la joven protagonista politoxicómana, la heroína había resultado una droga mucho menos peligrosa que los psiquedélicos. De hecho, en opinión de Alicia eran precisamente los derivados cannábicos y la dietilamida del ácido lisérgico o LSD las substancias que podían generar una severa adicción en un plazo de tiempo no superior a seis meses.

Moraleja: al final del libro se anunciaba el fallecimiento por "sobredosis" –no se decía de qué– de la joven drogada, producido justo tres semanas después de haber tomado la decisión de comenzar una nueva vida (lejos de las drogas, ¡por supuesto!). Los editores dudaban entre dos causas: exceso o suicidio. Ni siquiera tomaban en consideración la posibilidad de un envenenamiento como consecuencia del corte, y eso que la propia Alicia había denunciado la adulteración de drogas en el mercado negro como una práctica habitual.

¿Qué muchacho prefiere una advertencia, y quedarse con las dudas, a la certeza que confiere la experiencia?

La tentación de los infiernos artificiales

Evidentemente, la sana intención de los editores no era otra que provocar el rechazo de la juventud hacia las drogas ilegales, esto es, conseguir obediencia ciega recurriendo al argumento del miedo exagerado, más imaginario que real. Pero nadie parece tener en cuenta que el miedo y la exageración pueden alimentar el interés y la fascinación por cualquier objeto, y mucho más si está sometido a rigurosa prohibición. En concreto, la población adolescente, con escasa experiencia directa sobre la muerte y más inclinada biológicamente a desarrollar actitudes de rebeldía, suele estar especialmente interesada en las conductas arriesgadas, especialmente si implican novedad, placer o prestigio en su entorno social, un entorno en el que, a menudo, el miedo se contempla como un demérito.

La lectura del libro en cuestión bien pudo contribuir a que algunos jóvenes –y lo digo por experiencia personal– tomaran la decisión de que sus escasos conocimientos sobre las drogas no tenían que limitarse al campo teórico, sino que debían ser cautamente contrastados en la práctica. Porque, ¿qué muchacho prefiere una advertencia, y quedarse con las dudas, a la certeza que confiere la experiencia?

Si hago hincapié en este aspecto es porque muchas personas comparten la idea de que existe una literatura sobre drogas claramente apologista, que ha ejercido una influencia nefasta en determinado tipo de personas, fácilmente sugestionables, abriéndoles el apetito por los paraísos artificiales. Me refiero a ciertas obras de Coleridge, De Quincey, Baudelaire, Gautier, Nerval, Poe, Rimbaud, Burroughs, Castaneda, etc. Pero no, no ha sido este mi caso. Si he de incluirme en la nómina de víctimas de la intoxicación literaria, no fue la literatura de signo apologista la que activó mi curiosidad o interés por la materia, sino que debo tal influjo a un libro de carácter detractor.

Quizá haya alguien que piense que Pregúntale a Alicia (Diario íntimo de una joven drogada) constituya una desafortunada rareza bibliográfica de los último años del franquismo. Nada más lejos de la realidad. Quien esté interesado en sumergirse en semejantes climas morales, de clara raíz antihedonista, tiene donde elegir en la literatura de la época: El tráfico de drogas, de Lis Chaterlon (1963); Las drogas y sus víctimas, de Paul Reader (1965); El abismo de las drogas, de Douglas Rutherford (1965); La jungla del vicio, de Geltrude Samuels (1969); Traficantes del paraíso, de M. Von Zhakarias (1970); Enterradme con las botas, de Sally Trench (1971), e incluso Perversión del sexo, de Fritz Straffer (1975), curioso libro este que, a pesar del título, va sobre drogas.

Afortunadamente, mi devoción por los libros, que no por la letra impresa, me permitió superar bien pronto la barbarie farmacológica contenida en la prensa y en aquel best seller e iniciarme en otro tipo de lecturas incomparablemente más ilustradoras.

Santi Sequeiros 3
  • 1Vid. Tico Medina: "Viaje al LSD" –dos entregas– en Pueblo (1968); M. Teresa Dolset: "Drogas, la gran amenaza" –seis entregas– en Mediterráneo (1968); César Esquivias: "La droga, misteriosa y antigua amenaza" –tres entregas– y "Marihuana, la hierba maldita" –tres entregas más– en Mediterráneo (1969); Alfredo Semprún: "El mito hippie en Ibiza" –cuatro entregas– y "Por la ruta de la grifa" –otras tres entregas– en Abc (1969); Julio Camarero: "Ibiza hippy" –ocho entregas–, "Objetivo: cortar la droga" –¡diez! entregas– y "El abismo de la droga. Viaje a la nada" –¡diez! entregas más– en Pueblo (1969-70); James J. Fjord: "El espanto de las drogas" –dos entregas– en Los Domingos de Abc (1970); Víctor Mora: "Droga y juventud" –tres entregas– en Tele/eXpres (1973), etcétera.

Ilustraciones: Santiago Sequeiros

Te puede interesar...

¿Te ha gustado este artículo y quieres saber más?
Aquí te dejamos una cata selecta de nuestros mejores contenidos relacionados:

Suscríbete a Cáñamo