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Ni miedo ni asco en la frontera

Me voy apurando el porro de la marihuana que me dejó mi amiga Adrienne en El Paso según me voy acercando al cruce fronterizo para pasar caminando a Ciudad Juárez. La posesión de pequeñas cantidades de cannabis para el consumo está despenalizada en Texas, aunque, si te atrapan fumando en la calle, te pueden arrestar y procesar. Pero la policía tiene mejores cosas que hacer, me asegura Adrienne. 

Me voy apurando el porro de la marihuana que me dejó mi amiga Adrienne en El Paso según me voy acercando al cruce fronterizo para pasar caminando a Ciudad Juárez. La posesión de pequeñas cantidades de cannabis para el consumo está despenalizada en Texas, aunque, si te atrapan fumando en la calle, te pueden arrestar y procesar. Pero la policía tiene mejores cosas que hacer, me asegura Adrienne. 

Al otro lado de la frontera, todo sigue siendo ilegal. Lo que te pase si te pillan fumando dependerá de tu capacidad de convicción con los policías, que tratarán de amedrentarte y sacarte todo el dinero que puedan para dejarte ir. 

Las anchas y desoladas calles de El Paso comienzan a surgir a la vida de los peatones y los tenderetes callejeros en las cercanías de la frontera. Para cruzar a Juárez solo hay que pagar cincuenta centavos de dólar, y nadie pide la documentación a los que pasan de Estados Unidos a México. En el lado mexicano de la frontera explota la vida de la gente en la calle y los puestos callejeros que ofrecen agua de melón, pepino, piña, fresa y coco; raspados de hielo; todo tipo de hierbas aromáticas y medicinales; remedios caseros para todas las dolencias; mieles; frutas; sarapes (ponchos), sombreros y botas tribales; antojitos, tacos, burritos, tortas y nachos; electrodomésticos; cigarros Málaga a veinticinco pesos (poco más de un dólar) la cajetilla de veinte, y cócteles de camarones, pulpo y ostiones. 

Los dentistas y oftalmólogos ofrecen sus servicios y productos, por una ínfima parte de lo que cobran en el lado estadounidense de la frontera, compartiendo locales con barberos y centros de belleza. En una farmacia me ponen una inyección “bomba” para mi catarro, que me baja la fiebre y consigue que me mejore en cuestión de minutos. 

Me choca inmediatamente las contradicciones entre las historias de terror que se cuentan de Juárez y la realidad que me encuentro en el centro de la ciudad, pegado a la frontera, donde me sorprende el trato de una gente extremadamente amable, dulce y servicial. No puedo evitar hacerme un tatuaje en el brazo con el nombre de la ciudad por trescientos pesos (unos dieciséis dólares). 

Frontera EEUU y México
El muro fronterizo de hierro que construyó Bill Clinton divide el desierto de Chihuahua entre El Paso, en EE UU, y Ciudad Juárez, en México.

Una sociedad marcada por el narcotráfico

El cruce fronterizo entre Juárez y El Paso ha sido las últimas décadas el puerto de entrada a Estados Unidos de mayor tráfico de drogas. 
El profesor de Arte y Sociedad del Tecnológico de Monterrey, Samuel Rodríguez Medina, me sirve un trago tras otro de xtabentún, un licor de anís de sabor parecido al pacharán, para explicarme que la región fronteriza adquirió cierto crecimiento económico con el “milagro mexicano” de los años sesenta y setenta y, posteriormente, con la llegada de las maquilas en los ochenta y noventa. 

Pero fue durante la Administración de Bill Clinton (1993-2001) cuando se produjo una transformación radical de la sociedad juarense debido al narcotráfico. La guerra contra las drogas de Clinton se centró en combatir el narcotráfico por aire y por mar, confiando en que el Gobierno mexicano lo perseguiría por tierra. Pero México no contaba con los recursos, y la región se convirtió pronto en el infierno que la prensa internacional contribuyó a proyectar con el morbo de hombres decapitados colgando de los puentes y los cadáveres mutilados de mujeres por doquier. Comenzó una guerra entre los pequeños traficantes de marihuana tradicionales de la frontera y los más poderosos narcotraficantes de cocaína por hacerse con el pastel de la frontera, que dejó miles de muertos en pocos años. 

La política de Clinton “provoca que todo el narco entre por aquí, y México no lo puede controlar. Se crean megacárteles luchando con las pequeñas policías de los pueblos. Las autoridades mexicanas se ven superadas. Las dinámicas sociales se deforman, se pervierten por esta nueva cantidad de armas, poder. El narco se convierte en el dueño y señor de las calles. Los valores tradicionales no resisten ante este nuevo poder, montado en el dinero y la violencia, que deglute a la sociedad”. 

“La región fronteriza se convierte en un punto que cobra visibilidad geopolítica como nunca desde el tiempo de la revolución”, explica Rodríguez Medina, quien sostiene que el horror de la violencia, aunque ha traumatizado a una generación de jóvenes, “está generando una sociedad muy lúcida, esa lucidez que da la tragedia. [...] A partir de la solidificación de los cárteles en el norte de México, hemos experimentado una revolución de todos los niveles. Surgieron artistas con mayor carga. Propuestas más atrevidas. También en el plano social. A la par de estos monstruos (los narcos), surgen una cantidad de luchadores sociales que son el parapeto de la civilización occidental, que representan la última defensa del individuo”, defiende el profesor. 

El Kentucky 

Caminar por el centro de Juárez es un festín para los sentidos con la ebullición de gentes y comercios callejeros. Muchos compueblanos descansan a la sombra de los árboles en la plaza de la Catedral. No se puede dejar de visitar, en el antiguo edificio de Aduanas, el Museo de la Revolución, de donde se sale con ganas de agarrar un rifle, montarse en un caballo y cruzar la frontera a tiros emulando al general Francisco Villa. 

La organización Red Fronteriza de Derechos Humanos organiza encuentros de familiares separados por la frontera permitiendo que, por unos minutos, puedan abrazarse

También es visita obligada el bar Kentucky, abierto a principios del siglo pasado, en tiempos de la prohibición del alcohol en Estados Unidos. Con la “ley seca”, varias destilerías de whiskey de Kentucky se trasladaron a Juárez, y cuentan en el bar, a pocos pasos del puerto fronterizo del Paso del Norte, que el mafioso Al Capone era un asiduo cliente mientras se construían los túneles por los que introducía el whiskey a Estados Unidos. La contrabarra del Kentucky, con espejos ya maltratados por el tiempo y gruesas columnas de madera noble todavía majestuosa, fue traída completa de un cabaret francés. 

Un 4 de julio de 1944, Lorenzo Hernández García, “Don Lencho”, inventó en este bar la mundialmente conocida margarita, pero el profesor Rodríguez Medina insiste en que debo pedir el cóctel General Fuck, a base de bourbon y licor de almendra, y le hago caso y repito combinando con cerveza Carta Blanca. 

También se emborrachó en el Kentucky varias veces Marilyn Monroe, que había llegado a Juárez para divorciarse sin complicaciones de Joe DiMaggio durante la época conocida como de los “divorcios al vapor”. Según una ley mexicana de entonces, los estadounidenses podían cruzar la frontera para divorciarse en unas horas. 

La Casa del Migrante 

A una hora de trayecto en camión (autobús público) atravesando parte de la ciudad, llego a la Casa del Migrante, institución refugio para personas que han sido deportadas de Estados Unidos o que han sido encontradas en el desierto a punto de morir en el intento de pasar al otro lado. Para mi sorpresa, me encuentro con Juan Pérez, un estadounidense que busca refugio en México porque la pensión que le dan en Estados Unidos por su invalidez por una insuficiencia renal grave no le da para vivir y los medicamentos que le provee su seguro médico federal ya no le sirven. En la Casa del Migrante, Pérez trata de que le ayuden con el consulado para que pueda recibir su cheque de la pensión en México, donde tiene a su alcance mejores medicinas y atención médica. 

También me encuentro con Juan Raúl Rivera, un hondureño que atravesó México de sur a norte subido en el tren La Bestia, donde vio cómo las vías del tren cercenaron pies y manos de sus compañeros al tratar de subirlo en marcha. Después de lidiar, sin dinero, con asaltantes y policías corruptos durante todo el camino, al llegar a la frontera no tenía dinero para pagar al pollero, o coyote, así que accedió a pasar la frontera con una maleta con droga. Al llegar a Estados Unidos, la Patrulla Fronteriza lo arrestó; pasó veinticinco meses en una prisión en Tucson, Arizona, y al salir fue deportado a México. Ahora trata de reunir dinero para regresar a Honduras, vencido, pero con su esposa y tres hijas. 
 

Río Bravo
Encuentro familiar sobre el Río Bravo, o Río Grande, en época seca.
Frontera EEUU-México
Una pareja se casa a cada lado del muro fronterizo de hierro.
Frontera EEUU-México
Un padre abraza a su hija durante un reencuentro gracias al evento “Abrazos no muros”.
Frontera EEUU-Mëxico
Familias celebran poder encontrarse por breves momentos en la frontera con sus miembros separados por las políticas migratorias de EE UU.
Frontera de El Paso, Texas
Joven latino expresa su indignación por la política de tolerancia cero a la inmigración durante una protesta en la frontera de El Paso, Texas.
Manifestación en la frontera
Latinos y gringos de todas las edades se manifiestan en la frontera para exigir la reunificación de familias separadas por las políticas migratorias estadounidenses.
La política de cero tolerancia 

Regreso a El Paso sano y salvo, dando tumbos. Tengo que enseñar mis documentos en la frontera a los oficiales estadounidenses, que me preguntan si tengo algún producto que declarar y que para qué he ido a Juárez. Les digo que no tengo nada que declarar y que he ido a beber cerveza. Me dejan pasar sin más inconvenientes y voy caminando directo a la cantina The Tap a comerme unos tacos de deshebrada (carne de cerdo deshilachada), los mejores de la frontera. 
La mayoría de los mexicanos y centroamericanos no pueden cruzar la frontera tan alegremente como yo. De hecho, con Donald Trump se les ha puesto más difícil. 

En El Paso me encuentro con Fernando García, fundador y director de la Red Fronteriza de Derechos Humanos, que señala que el drama de la frontera de Estados Unidos y México es el de una guerra no declarada que no es nuevo, pero que Trump a exacerbado hasta límites inauditos enjaulando niños separados de sus padres. 

“Esta frontera ahorita es una de las más militarizadas del mundo, con miles de agentes fronterizos, con armas de alto poder, sistemas de aviones no tripulados. Todo eso es una guerra en un país donde no hay conflicto, en este caso con México, pero que la guerra se da en contra de los migrantes y especialmente en esta Administración del presidente Trump”, denuncia García, quien se ha dedicado durante los últimos veinte años a denunciar los abusos de la Patrulla Fronteriza a los inmigrantes y también a la comunidad latina, que aún con papeles sufre el racismo de las autoridades. 

García expresa que no es la primera vez que se separan a los padres y los hijos detenidos cruzando la frontera. Este fenómeno de la separación de familias ha sido algo constante en la política migratoria de Estados Unidos, insiste García, que sostiene que ahora está sucediendo en un contexto más amplio de feroces políticas antiinmigrantes. Defiende que es necesaria una reforma migratoria justa, empezando por legalizar a los entre once y doce millones de indocumentados que actualmente trabajan en Estados Unidos. 

Abrazos en la frontera 

La Red Fronteriza de Derechos Humanos realiza cada vez que le permiten uno de los eventos más emotivos que se pueden ver en la frontera de Estados Unidos y México: “Abrazos, no muros”. 

García explica que el río Grande, que separa El Paso de Ciudad Juárez, en México, se seca en algunas épocas del año, cuando aprovechan para “tomar la frontera por unas horas” y permitir el reencuentro familiar momentáneo. 

Cada vez son más frecuentes las manifestaciones en la frontera en contra de las políticas sobre inmigración del presidente Donald Trump

Tienen que coordinar con la Patrulla Fronteriza estadounidense, a un lado, y la Policía Federal mexicana, al otro, “para permitir que familias que han sido separadas por la deportación, madres que están separadas de sus hijos, esposos que han sido separados, puedan juntarse brevemente a la mitad del río, y puedan abrazarse; ese es el concepto central”. 

El activista explica que ya han realizado cinco “Abrazos, no muros”, en los que han conseguido “unificar brevemente, que se abracen por tres, cuatro, cinco minutos”. 

“No es mucho tiempo, pero para nosotros no solo es un acto de amor, de humanidad, de tratar de traer esas familias juntas, es una acto de protesta; es traer atención a esta crisis que ha generado la política migratoria de Estados Unidos, que es una crisis que está reventando y destruyendo a la familia latina en Estados Unidos. Miles, sino que millones de familias, en serio, no estoy bromeando, que en los últimos diez años han sido reventadas y separadas. Niños separados de sus papás por diez años, por cinco años, por dos años; esposos que no se pueden ver; novios que tienen compromisos, separados”, lamenta García. Explica que en algunas ocasiones han logrado que algunas de esas parejas se casaran uno a cada lado del muro, “y luego se tuvieron que regresar a sus lados, que separarse”. 

“Con esto queremos presentarle al país la imagen real de la separación. Tratamos de hacer el próximo en octubre, dependiendo de las condiciones. Claro que eso es una espina al sistema, que no quiere que lo hagamos. Pero trataremos de seguir haciéndolo. Mientras ellos sigan separando familias, nosotros vamos a seguir unificándolas para que se abracen”, reivindica el activista. 

La fotógrafa Mónica Lozano ha documentado varios “Abrazos, no muros”, y explica que una de las cosas que más le han llamado la atención del evento fue una vez, en diciembre del 2017, en la que el río tenía agua, así que no pudieron celebrarlo en la cuenca y tuvieron que hacerlo en el muro fronterizo. 

“El muro es de metal. Estaba congelado, heladísimo. Pero a la gente no le importaba y pegaba sus rostros ahí en el metal, con tal de abrazarse, y los niños con sus caritas pegadas al metal. Se me hacía muy fuerte el contraste del calor humano y la necesidad de conexión y de abrazar en este muro helado y todo oxidado”, recuerda Lozano. 

Un mal viaje 

Aquella noche volví a pasar por The Tap, donde me bebí todas las Budweisers que tenían en oferta. De camino a la casa donde me estaba quedando, oí un canto de sirenas en un callejón a modo de una música electrónica frenética. Me acerqué y abrí la puerta de una especie de establo alambrado con espinas como el paso fronterizo y techos de zinc. El interior lo adornaban banderas de Estados Unidos, y camareros desnudos ofrecían chupitos de gelatina. Una mujer monumental se me acercó y me metió la lengua en la boca. Sentí deshacerse en mi paladar un pedacito de papel. 

Todavía no me había empezado a hacer efecto el ácido cuando observé que la guapa y atractiva mujer que me había besado sin avisar era un musculoso travesti. Parejas de hombres y de mujeres frotaban sus cuerpos entre sí sin inhibiciones. Sin saberlo, me había colado por la puerta de atrás en una fiesta privada del club Epic. Tuve un mal viaje. Entre los cuerpos sudorosos de los jóvenes de fiesta, oía llorar a niños que los habían separado de sus padres. Fui a mear y me encontré a Juan Pérez buscando su pinga. Me gritaba que no sabía dónde la había dejado. Busqué la salida durante horas. Juan Raúl Rivera vino a darme agua. No sé cómo llegué a mi casa, pero al levantarme tenía una mano lacerada apretando el pasaporte. 
 

Fotos de Mónica Lozano

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #248

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