Me he refugiado en el piso de la Trini y he intentado recuperar mi tesis sobre el adjetivo en el siglo XVIII. Pero volver a la normalidad no es tan sencillo. Cuando sorprendí a Marcelo y a Violeta fornicando como perros hice la maleta y me fui de casa.
Fueron seis días y siete noches de llorera, alimentándome a base de sopa de tetrabrik y de ensalada de bolsa, las dos únicas cosas que tiene la Trini para comer. A la semana decidí tomar las riendas de mi vida y me acerqué a ver a don Aurelio, mi director de tesis.
Hacía un año que no visitaba al viejo profesor cuyas clases me hicieron amar la lingüística. Me disculpé por haber desaparecido y él entonces se disculpó por no haberme llamado para pedirme que renovara la beca. Me quedé de piedra. Hacía dos meses que ya no estaba becada y me acababa de enterar. “¿Pero de qué estás viviendo, chica?”, me preguntó don Aurelio, antes de añadir un “a ver si va a ser verdad que estás viviendo de la droga”. Don Aurelio es de esas personas que nunca sabes si hablan en serio o en broma. Lo mejor es llevarle la corriente, seguirle la broma, aunque en este caso implicara decirle toda la verdad: “Pues sí, don Aurelio, me eché un novio que cultiva marihuana y vive como un marajá”. “No es una mala vida –apuntó él con su tono de anciano venerable–, ser la mujer de un jardinero que te rodea de dinero y de perfumadas flores”. “El problema –le repliqué– es que el otro día lo sorprendí con Violeta, que era mi amante, y me sentí traicionada por los dos. Y ahora estoy sola. Y encima me han quitado la beca”. “Vaya –dijo riéndose don Aurelio–, qué buena suerte la tuya”.
Salí de su despacho con tres recomendaciones. Una, que abandonara mis estudios académicos; según él, la universidad era un avispero lleno de cabildeos y miseria. El segundo consejo fue que escribiera sobre mi vida, que seguro que si publicaba un libro con mis vivencias me iría mejor que con mi tesis sobre el adjetivo en el siglo XVIII. “A los viejos verdes como yo nos encantará leerte”. Le dije que él nunca había sido un viejo verde, pero él me dijo que sí, que verde no por el sexo, que le daba bastante igual, sino por su afición a la hierba: “Todavía hoy, con setenta años recién cumplidos, me fumo religiosamente un porro después de cenar”. Su tercera recomendación era de orden práctico: “Pídele a tu novio que te mantenga. ¿Qué es eso de dejarte tirada después de haberte hecho fracasar en tu carrera académica? Si no quiere darte dinero que te pague en especias. Conmigo ya tendrías un primer cliente”.
Decidí hacerle caso en todo y esa misma tarde le pedí a la Trini que me llevara en su coche a la nave de Marcelo. Cuando llegamos no estaban ni Marcelo ni Violeta, lo cual agradecí. Le pedí al Morse que me seleccionara las mejores variedades de marihuana, me las envasara al vacío y me las pusiera en una caja con doble fondo de las que utilizan cuando mandan a Finlandia la mercancía. Cuando ya estábamos montadas en el coche, el Morse vino corriendo con un sobre abultado. “Marcelo ha llamado y me ha pedido que te de esto para tus gastos”. Así fue como volvimos a casa la Trini y yo con dos kilos de maría y tres mil euros en billetes de cincuenta.
La Trini enseguida llamó a un chaval marroquí con el que se acuesta de vez en cuando. Agmed, ese es su nombre, surte de hachís a varios clubs y no tuvo inconveniente en servir de intermediario cuando vio la calidad de la hierba. Me quedé con un poco para regalarle a don Aurelio y el resto la vendimos esa misma noche. Ya no tenía que preocuparme por el dinero en lo que quedaba de año.
Salimos a celebrarlo a una discoteca de Lavapiés. La Trini no tardó en ligarse a dos negros grandes como armarios. A mí, cuando noté la carga sexual que había en el ambiente, me dio el bajón, ¿qué estarían haciendo Marcelo y Violeta en ese momento?