El 12 de noviembre, el presidente Donald Trump firmó un paquete de gasto para poner fin al cierre más largo del gobierno federal. El acuerdo incluye una cláusula que modifica la definición legal de cáñamo e impone restricciones drásticas a los productos con THC de origen vegetal, afectando compuestos como el delta-8, delta-10 y la flor rica en THCA.

Hasta ahora, la legislación permitía derivados del cáñamo siempre que el delta-9 THC no superara el 0,3 % en peso seco. La nueva norma redefine el límite en función del "THC total", incluyendo el THCA y prohíbe cannabinoides que no se generen naturalmente en la planta, eliminando así el espacio legal para compuestos sintetizados a partir de CBD.

El texto establece además un tope de 0,4 miligramos de THC total por envase en productos terminados, lo que dejará fuera de mercado a la mayoría de las gominolas, vapes y bebidas actualmente disponibles. Según la organización U.S. Hemp Roundtable, esto podría sacar del mercado hasta el 95 % de los productos hoy en circulación.

El veto generó divisiones dentro del Partido Republicano. Representantes de estados productores como Kentucky o Texas intentaron bloquear la medida, sin éxito. El senador Rand Paul propuso una alternativa que fue rechazada. Algunos congresistas defendieron que la regulación debería ser competencia estatal y alertaron del impacto económico en pequeñas empresas.

Mientras tanto, 24 estados y el Distrito de Columbia permiten el uso adulto del cannabis y 40 estados han aprobado leyes que regulan su uso medicinal. La planta sigue clasificada como sustancia de lista I a nivel federal, en un contexto legal incoherente que prohíbe variantes de THC de cáñamo mientras se venden otras formas en mercados estatales.

El veto al THC de cáñamo revela los límites de un modelo que intentó esquivar la prohibición sin enfrentarla. Una vez más, se impone el cierre dejando intacta la demanda social y trasladando el consumo a terrenos sin garantías ni control.