La persona que escribe estas líneas se siente parte de esa aventura colectiva que, entregándose a una suerte inestable, intenta conferir dignidad a los seres que consumen y cultivan cannabis. Además, los vínculos intelectuales y afectivos, el aprecio y el respeto hacia los innumerables protagonistas del movimiento cannábico, han alimentado y siguen alimentando mi desarrollo personal y político.
Sin embargo, creo que ha llegado el momento de mirar con severa franqueza el panorama desolador que nos rodea. Un panorama que se ha vuelto aún más lúgubre a consecuencia de la trágica crisis sanitaria y sistémica que la COVID-19 ha causado. Ha llegado la hora de intentar abrir un debate sincero y amplio sobre las causas de una debacle que ya debería ser evidente para todo el mundo, a pesar de los espejismos y las ilusiones que siguen deslumbrando a muchos. Sobre todo ha llegado la hora de pensar cómo salir de este embudo en el que se ha metido el mundo cannábico español. Y todo ello, y esta es la extraordinaria paradoja, a pesar del contexto internacional en el que estamos, con la actitud más progresiva y favorable hacia la Marijuana Reform que nunca haya existido. Y a despecho del gobierno, que habría debido ser el más reformista de la España postfranquista.
Sin duda, y es imposible negarlo, la península Ibérica aún representa el núcleo económico de la industria ligada al cultivo, si bien agotada por la COVID, de empresas y ferias con un volumen de negocio extraordinario. Es la cuna del mito de los clubes sociales de cannabis y el “granero”, perdón, la “cañamería” de Europa, el área geográfica donde se produce más marihuana. Pero me temo –como intentaré analizar– que se trata solo del reflejo de un mundo que hemos dejado atrás: una distorsión del sonido, el eco de una realidad que ya ha superado el punto de no retorno.
¿Debacle? Sí, debacle
"En el momento decisivo –no por méritos propios, sino gracias a fuerzas centrípetas exteriores y por el destino de la regulación–, el mundo cannábico español (empresas, activismo y consumidores) está en su periodo de mayor debilidad"
Empezamos por una constatación incluso banal: la legislación española con respecto al Cannabis sativa L. es probablemente la más obsoleta de la Unión Europea, por no hablar del continente americano. En España no contamos con una ley sobre el cáñamo industrial que permita al sector florecer como en toda Europa; en España no contamos con una ley sobre el cannabis medicinal, como ocurre en casi todo el mundo occidental, que ampare los sacrosantos derechos de los enfermos que en la marihuana encuentran alivio de sus dolencias. Y con respecto al uso recreativo, bueno, seguimos anclados en los preceptos del Código penal –algunos recuerdan al franquismo–, agravados por la infame “ley mordaza”, por la Ley sobre la Tenencia y el Tráfico de Estupefacientes y por el retroceso de la jurisprudencia del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional.
¿Debacle? Seguimos. El principal productor de semillas quizás del mundo, Dinafem, desde hace unos meses está siendo investigado por un caso judicialmente inquietante que representa un clarísimo ataque a la legitimidad de la industria de las semillas. En caso de condena, podría generar un efecto dominó en los bancos españoles de semillas, es decir, en el epicentro económico de la cadena cannábica, de la que depende una multitud de realidades colaterales. Añadamos a ello las revistas especializadas y los eventos que hoy podemos encontrar rigurosamente en línea y que prosperan gracias a la publicidad y los patrocinios.
¿Y cómo no hablar de debacle cuando el movimiento activista español ha sido figuradamente decapitado por una ofensiva judicial sin precedentes? Martín Barriuso, Fernanda de la Figuera y José Afuera. También Albert Tió y sus compañeros de junta, que han entrado en prisión hace ya demasiados días, días que se nos hacen interminables. Y la exorbitante y totalmente desproporcionada petición del fiscal para Josetxu Alonso y la cúpula de AcmeFuer: quince años de cárcel. Una eventualidad que hace temblar las venas y el pulso.
CSC: el rey desnudo
Pasamos ahora a los clubes sociales de cannabis (CSC), la joya de la corona del movimiento cannábico español y mi punto débil, por estar implicado personalmente desde el 2013 en esta epopeya. Me cuesta escribirlo porque va ligado a decisiones personales, pero creo con toda franqueza que los CSC han agotado su empuje propulsor. Ya no representan un instrumento de progreso para la sociedad y los derechos. Han perdido su función histórica. Ya no impulsan avances ni en la jurisprudencia ni en las buenas prácticas. Han sido aplastados desde el 2015 por un cambio radical de la jurisprudencia del Supremo, que los ha convertido en indefendibles en los juzgados y que con retraso está desencadenando los terribles efectos de las condenas mencionadas anteriormente. Todo ello ha encerrado poco a poco a los CSC en una lógica de clandestinidad e irrelevancia política y social. Encerrados entre sus cuatro paredes, solo ansían una supervivencia cada día más precaria. Y, cómo no, puestos en jaque por la COVID, que les ha quitado cualquier aspiración “social”, haciendo patente –incluso para los más ingenuos– que hoy en día solo son casi dispensarios, poco importa si de tipo americano u holandés. Pero de la idea original, asociativa, horizontal y luchadora, ya no queda casi nada.
Seré cruel, pero, hoy en día, ¿a quién sirven los CSC? Yo creo que solo a consumidores eximidos de responsabilidad colectiva, a socios que se han hecho clientes (en cualquier caso, una ínfima minoría del universo de los consumidores), claramente a sus administradores y a los intereses más o menos lícitos que giran a su alrededor. Intereses a veces opacos que provocan mortíferas campañas de prensa como la llevada por El País, que titulaba uno de sus artículos “España: territorio narco”. Nada de ello trae buenos augurios. ¿Cuál será entonces el futuro de los CSC? Intentaré contestar antes de concluir este artículo.
Un movimiento que no representa
"Cómo no recordar la fragmentación sin fin del movimiento cannábico. Una plétora de organizaciones casi siempre en lucha entre ellas y para repartirse los escasos recursos concedidos por el sector industrial, y movidas a menudo por rivalidades personales. Y duele decirlo, empujadas habitualmente por la búsqueda de visibilidad personal de sus numerosos protagonistas"
El movimiento autogestionado de las asociaciones cannábicas me parece que ha perdido el sentido de sus acciones. Lo admito con inmenso sufrimiento personal, dado el profundo cariño que le tengo a muchos compañeros. Por un lado, carece de una interpretación objetiva de la realidad, es decir, de las relaciones de fuerza con las esferas políticas y económicas. No se ha dado cuenta de la intensa crisis en la que se encuentra el modelo CSC, convertido en tótem de sí mismo. Por otro lado, se enfrenta con el punto más bajo de su representatividad y legitimidad social.
Voy a citar solo dos ejemplos actuales pero muy explicativos. El primero es la campaña “Cannabis lícito”, lanzada el pasado marzo con gran fanfarria en las redes sociales al principio del psicodrama de la COVID y del confinamiento, un momento histórico de crisis y terror tanto individual como social. Una batalla contra molinos de viento, totalmente fuera de lugar y que solo ha conseguido engendrar rechazo y desconcierto entre muchos usuarios de las redes. En mi opinión, ha sido un error fatal de los directivos que la pusieron en marcha, y en el fondo está motivada por un impulso ciego e improvisado de muchos consumidores/clientes que ya no tenían a su alcance a los revendedores habituales. En suma, una clase dirigente afectada por las presiones de una base caótica y amorfa es una clase dirigente que abdica y renuncia a sus tareas, es decir, guiar, organizar y no acabar heterodirigida. Creyendo representar su propia causa, acaba dañándola.
El segundo es la reciente recogida de firmas “Cannabis 1500”. Solo un dato es relevante en todo esto: para recoger apenas mil quinientas firmas a través de las redes sociales, han tardado más de tres meses. Repito: tres meses para mil quinientas firmas. Creo que el fracaso total de la iniciativa puntual se explica solo, pero indica que algo profundo se ha roto entre el movimiento cannábico y un mundo enorme hecho de millones de personas que consumen cannabis y no encuentran representación ni quizás la quieran.
La causa de la debacle
¿Cómo hemos llegado a esta profunda debacle? Sin pretender ser exhaustivo, me gustaría mencionar rápidamente solo unos puntos clave.
Errores estratégicos y de largo plazo: la opción por la vía judicial, en detrimento de la vía política, ha tocado fondo con la sentencia del Supremo del 2015. Se viene abajo, pues, la ilusión de que bastaba incidir en la jurisprudencia a fuerza de batallas y victorias judiciales, sin preocuparse de elaborar leyes adecuadas de carácter estatal. Esta ilusión se ha venido abajo como un castillo de naipes, pero ha dejado como herencia la incapacidad del activismo español para relacionarse con credibilidad con la política nacional y tejer relaciones estables con sus principales representantes.
Habría que añadir el camino regionalista de la Marijuana Reform, que ha consumido energías y recursos determinantes en numerosas iniciativas locales, pero que al final han quedado en nada. Cito solo la Ley de las Asociaciones de Consumidores de Cannabis catalana por su carácter paradigmático: meses y meses de movilizaciones, batallas y triunfalismos, para quedarse al final con un predecible borrón y cuenta nueva del Tribunal Constitucional, que ha ratificado un concepto muy claro (para quien escribe): respecto a lo establecido por el Código penal (por ejemplo, en materia de drogas), la competencia es exclusivamente del Estado central. Una estrategia fallida hija de otra ilusión, esta vez sobre la realidad profunda del Estado español y la confusión entre múltiples identidades y centralidad estatal.
Y luego, por supuesto, cómo no recordar la fragmentación sin fin del movimiento en miles de siglas diferentes. Una plétora de organizaciones casi siempre en lucha entre ellas y en lucha para repartirse los escasos recursos concedidos por el sector industrial, y movidas a menudo por rivalidades personales. Y duele decirlo, empujadas habitualmente por la búsqueda de visibilidad personal de sus numerosos protagonistas. Una enfermedad antigua, la del ego, que ha producido daños incalculables no solo en las vicisitudes cannábicas.
Por fin, y nombrada anteriormente, es importante mencionar la profunda miopía del sector industrial, que, en el “Lejano Oeste” que estos años han representado, ha prosperado y se ha enriquecido abundantemente. Un mundo, el de las empresas cannábicas, que no solamente ha destinado recursos irrisorios a la financiación del activismo, si los comparamos con el dinero gastado en publicidad y marketing (el principal inversor en el movimiento español, por lo que sé, es una conocida marca holandesa…), sino que, durante todos estos años, tampoco ha sido capaz de organizarse colectivamente para tener representación de sus legítimos intereses económicos en el ámbito parlamentario. Un sector que factura centenares de millones de euros y que no tiene ni una asociación de categoría, un lobby local o central que defienda su punto de vista en las sedes institucionales. Esa sería una manera de rentabilizar la dimensión alcanzada en el PIB y el empleo. Realmente desconcertante.
Hay que decirlo: en el sistema empresarial han prevalecido lógicas a corto plazo caracterizadas por la acumulación desenfrenada y el negocio bulímico, más que una visión a largo plazo en la que los intereses personales se armonizan con los colectivos.
¿Y la regulación?
¿Esto significa que la tan anhelada regulación del cannabis no tendrá lugar? No, al contrario, el rumbo está fijado y el 2021 será el año del cambio global, con el Senado de Estados Unidos a un paso de proclamar la legalización de la marihuana en todo el territorio federal.
En el momento decisivo –no por méritos propios, sino gracias a fuerzas centrípetas exteriores y por el destino de la regulación–, el mundo cannábico español (empresas, activismo y consumidores) está en su periodo de mayor debilidad. Y con un convidado de piedra en escena ya desde hace años: ese oligopolio de hecho formado por cuatro grandes grupos beneficiarios de opacas licencias de cultivo y exportación distribuidas por la AEMPS, con Linneo Health, ex Alcaliber, con el poderoso Juan Abelló, y Cafina con el gigante canadiense Canopy Growth a la cabeza.
Es realista pensar que tenemos una clase política todavía reticente y asustada por el estigma de la marihuana (impagable el representante del PSOE en la Comisión Mixta de hace unos meses: el cannabis es droga, ¡y la droga es droga!), en alerta tras unos reportajes alarmistas como el mencionado artículo de El País, empapada de la cultura del monopolio (véase el tabaco y, antiguamente, el alcohol) y falta de relaciones significativas que generen beneficios recíprocos con el activismo y las empresas. Y claramente desorientada por todas las siglas asociativas que buscan establecer lazos con Madrid. Como decía, ¿es realista pensar que esa clase política quiera tutelar tanto los intereses de asociaciones y empresas cannábicas, como el statu quo que ha prosperado en el “Lejano Oeste”, y, en fin, los intereses de consumidores y cultivadores?
No, yo creo realmente que no y que, a menos que se realicen cambios repentinos, los CSC no tendrán futuro y la misma industria que prospera gracias al cultivo (autocultivo y narcocultivo a gran escala) puede que tenga los días contados. En ese caso, como en un espejismo, las apariencias que tenemos ante nosotros desaparecerán.