Hola. Que la droga no es ni buena ni mala –chistes aparte– es algo que sabemos todos de sobra. Por eso, a cualquier inteligencia media, le irrita, le molesta y, finalmente, le repugna la prohibición de algunas drogas. Dado que lo que denominamos “droga” es una sustancia inanimada, solo a un majadero se le ocurriría atribuirle propiedades morales o éticas. Razón por la cual, por ejemplo, las armas no están prohibidas sino reguladas. Es fuerte la cosa.
Fuertecita, fuertecita… En fin, pero ya está bien de hablar mal de la prohibición. Hoy, para variar, hablaremos mal de sus usuarios, los toxicómanos. Es decir (casi) todos nosotros; responsables únicos y últimos del bien y del mal. Dentro de la variada, rica y bizarra tipología del toxicómano nos fijaremos hoy en su representante tal vez más patético, aunque no por ello exento de gracia: el destroyer.
Si no me equivoco, y me equivoco poco, el vocablo ya está pasado de moda. En el Diccionario de la RAE nunca figuró. Pero el concepto sigue vivito y coleando. Desfasao, mascao, desparramador, descerebrado, troll, flipao, infraser sin límites… Póngale ustedes nombre, que todos conocemos ejemplos más o menos vistosos. Estamos hablando de esos seres humanos capaces de tomar cantidades insensatas de droga, mezclando todo lo que haya sin orden de concierto, con la única premisa de que sea mucha, a ser posible, muchísima, la cantidad de sustancia consumida. Sin ton ni son.
Probablemente el arquetipo del destroyer sea remoto y su arcano origen se pierda en los meandros del tiempo. No cuesta mucho imaginar que entre aquellos ancestrales nómadas centroasiáticos que hace miles de años quemaban semillas de cannabis para relajarse con sus vapores ya habría algún notas que quemaría cien veces la dosis necesaria para ponerse a gusto y acabaría tirado en la tundra hecho un guiñapo.
Es un modelo necio, pero perenne, que siempre quiere más y más de lo que tú le das, aunque le salga ya por las orejas. Eso no es óbice, el Destroyer se tiene que meter más perico que Scarface y Shaun Ryder juntos, tiene que comerse más pastillas que el Pim Pam Toma Lacasitos y siempre acaba con las reservas de pichu de Bilbao, mientras se bebe suficientes litros de whisky para abastecer una fiesta de MAR y todo ello echando más humo que una convención de rastafaris. Nada es suficiente, la tumba es el límite.
Ojo, no nos confundamos, una cosa es actuar eventualmente como un absoluto descerebrao, normalmente durante los rigores de la adolescencia o en un desesperado intento de cortejo, que mimetizarse en el rol de destroyer hasta convertirse en uno y hacer carne de la preciosa alegoría de William Blake. Pero la poética del destroyer no suele acabar en un palacio de sabiduría. De hecho, salvo excepciones, solo se le conocen dos horizontes: un deceso más o menos prematuro (idealmente, pegarse un último tiro en la cabeza, como Hunter Thompson) o la triste senda del arrepentido. La Fe del converso.
No me miren raro, que es así. Son cientos los casos de destroyers que, por la depauperación física y psíquica, por los ruegos de su madre, por intercesión de la pareja o por todo ello junto, abandonan abruptamente sus absurdos excesos y se convierten en ejemplo viviente de lo que no había que hacer. Por eso, en la “Comedia de la droga”, este es el personaje favorito de todo prohibicionista. Un win-win, como dicen ustedes ahora. Te sirve para explicar por qué es mala la droga y, cuando se retira con vida, se convierte en eficaz propagandista de tu inicua causa.
Bueno, pueden proseguir ustedes en casa contándose entre risotadas las mejores hazañas de sus Destroyers preferidos, que, al final, es para lo que valen. Servidor, antes de despedirse, querría lanzar un mensaje a los más jóvenes y alocados compañeros toxicómanos: no es más drogata el que más cantidad de droga se mete en un día, sino el que más días se mete. ¿Lo pilláis?
Y como todo es volver, volvamos al principio para recordar que la droga –chistes aparte– no es buena ni mala. Es una cosa que carece de otra ánima que no sea la nuestra. Existen opciones casi infinitas para afrontar dicha responsabilidad, pero yo creo que el toxicómano de corazón, el verdadero aficionado, lo que quiere es seguir drogándose hasta el final de su vida y habrá para ello que ir adaptando hábitos, sustancias y cantidades al inexorable paso del tiempo. No metérselo todo de golpe. Vamos, digo yo. Adiós.