Desde siempre, la industria pretende manipularnos para que compremos sus productos, principalmente a través de la publicidad. Normalmente, sus mensajes se dirigían a nuestra consciencia. Muchos de nosotros nos creíamos inmunes a sus triquiñuelas y pensábamos que éramos dueños de nuestros actos a la hora de consumir o votar a un partido político. Pero el avance de las neurociencias está complicando las cosas buscando vías ocultas para manipular nuestras decisiones. Se basan en que el cerebro recibe información que la persona no es consciente de haber recibido. Nuestras decisiones como consumidores a la hora de comprar se ven influenciadas por los anuncios que vemos, por cómo están colocados los botones de las páginas web, por el diseño de los envoltorios, la mayoría de las veces de forma independiente de nuestra consciencia. No necesariamente comprendemos por qué nos inclinamos por una marca concreta de pasta de dientes. Se ha llegado a un punto que una marca nos conoce mejor que nosotros mismos.
Si nos sirvieran una lata de carne de perro y nos dijeran: “Cómela, es como el paté y vale mucho menos”, pensaríamos que alguien se ha vuelto loco. Pero si se sirve en un recipiente sofisticado y no se nos dice nada, no distinguiremos la diferencia. Se han hecho pruebas en este sentido, hasta con los sumilleres más reconocidos, en el caso del vino. Este hueco entre la realidad objetiva y la percepción subjetiva se ha convertido en el campo de juego del marketing. La misma comida sabe distinto en una casa en ruinas y en un restaurante de lujo. En ocasiones, cambiar el color de los alimentos en el mundo virtual varia nuestra percepción de la comida en el mundo real.
Numerosos estudios han demostrado que si la gente cree que está bebiendo un vino caro, dice disfrutarlo más. Se han hecho pruebas con el mismo vino y la respuesta, hasta a nivel cerebral, es que lo que se diga sobre su calidad nos influye.
Actualmente, las empresas se aprovechan del fenómeno conocido como disonancia cognitiva, forzando una brecha entre lo que creemos ser y lo que realmente poseemos, mandando mensajes que recuerdan al consumidor las cosas a las que aspira y de las que todavía carece.
Las grandes superficies alientan el gasto, pero no haciendo que el consumidor aprecie su estética, por el contrario, están diseñadas para marearnos, sobreestimularnos y desorientarnos. Cuanto más agotados estamos, menos controlamos nuestros impulsos y más dinero acabamos gastando. Los artículos más rebajados no dan dinero a la empresa, son un anzuelo para que entremos. También se aprovechan de la compra como terapia frente a la ansiedad.
Contrariamente a la creencia popular, la pobreza no impulsa a la gente a comprar comida basura por ser más barata, en muchos casos no lo es. La pobreza induce a la gente a comprar comida basura porque, debido al estrés económico, se ve impelida a buscar el placer más inmediato, no pensando a largo plazo.
Los mercaderes controlan el espacio del placer con una fórmula simple: placer menos dolor equivale a compra. Dicho de otro modo: si el placer anticipado de algo es superior al dolor que comporta obtenerlo, compramos. El placer funciona de un modo que nos lleva a lo diferente y lo nuevo, porque a largo plazo somos infelices con nuestras compras. La anticipación se ve recompensada por la dopamina, que produce placer y que empieza a evaporarse en el momento que nos hacemos con la compra. Obtenemos más placer de esperar algo que de obtenerlo. Los humanos somos muy malos a la hora de predecir lo que realmente nos hará felices.
A través de la tecnología actual, como la resonancia magnética, hoy en día podemos ver la actividad del cerebro mientras lleva a cabo diferentes funciones mentales. Es fascinante ver el cerebro de alguien cuando toma decisiones y comprobar que la mayoría de estas se producen de una forma inconsciente.
Aunque nos gusta creer que controlamos totalmente nuestras vidas de consumidor, la ciencia nos muestra lo equivocados que estamos.