¿Nos matan con heroína?
Una conversación con Juan Carlos Usó
Hay secretos de Estado que necesitan décadas y décadas para ser desclasificados. Otros no se desclasifican jamás. Existen, por último, unos pocos que no resulta necesario desclasificarlos, puesto que, por muy de Estado que sean, son secretos a voces.
Hay secretos de Estado que necesitan décadas y décadas para ser desclasificados. Otros no se desclasifican jamás. Existen, por último, unos pocos que no resulta necesario desclasificarlos, puesto que, por muy de Estado que sean, son secretos a voces. Cualquier hijo de vecino los conoce. Este es el caso, por ejemplo, de la introducción y difusión de la heroína por parte de los servicios secretos de los más variados países para aletargar a la juventud rebelde y desactivar todo tipo de movimientos sociales revolucionarios: los Panteras Negras en Estados Unidos, los autónomos italianos, los independentistas irlandeses…
Hasta la mismísima Janis Joplin habría sido víctima de estas oscuras prácticas. Aquí en España, habría sucedido exactamente lo mismo, especialmente en el País Vasco, donde supuestamente la situación alcanzó cotas inusitadas, tanto que el grupo terrorista ETA, mediante un comunicado, llegó a acusar al Estado español de introducir el caballo en sus feudos para adormecer a la basca. Lo dicho, secretos a voces que no necesitan ser confirmados ni refutados de ningún modo. ¿O sí? Pues sí, resulta que sí. Que en estas sale un tal Juan Carlos Usó y escribe –para una pequeña revista– un artículo en el que pone en cuestión los postulados de esta teoría, tachándola de conspirativa. El artículo, titulado “¿Nos matan con heroína?”, termina colgado en La Web sense Nom (www.lwsn.net), donde desde el minuto uno empieza a recibir apasionados comentarios a favor y en contra de los argumentos del autor. Pasan los años y siguen los comentarios en la web como si fuera el primer día. Tanto, que finalmente el autor toma la decisión de unificar todos sus datos y argumentos en formato de libro. Cinco años después de que se publicase el artículo original, La Web sense Nom cerró los comentarios. Acababa de ver la luz la última obra editorial de Juan Carlos Usó Arnal: ¿Nos matan con heroína? Sobre la intoxicación farmacológica como arma de Estado (Libros Crudos, 2015).
Lógicamente, desde nuestra revista no íbamos a dejar escapar la ocasión de vernos las caras con este implacable historiador, colaborador de nuestra revista y de otras como Ulises, gestor de contenidos de MundoAntiprohibicionista y autor de obras de obligada referencia como Drogas y cultura de masas, Spanish trip y Píldoras de realidad. De modo que, a continuación y para el deleite de nuestros lectores, le someteremos al tercer grado hasta que cante todo, absolutamente todo, al respecto de su última obra.
Estimado Juan Carlos, ¿por qué este libro?
Por un doble motivo. En primer lugar, contribuir a la desmitificación de uno de los aspectos más controvertidos de la historia contemporánea y, en segundo lugar, hacer justicia a todas las personas que ya no están para poder decir “tomar drogas fue una decisión mía”. Y yo añadiría, tan respetable como cualquier otra.
Muchos que aún están (y otros tantos que ya se han ido) también lo dicen y, aun así, se adscriben férreamente a la teoría conspirativa.
Verás, es que el mito es muy poderoso. Hay una cita de la escritora Clara Usón, que he utilizado al comienzo del penúltimo capítulo de mi libro, que ilustra perfectamente esta idea: “El mito tiene una fuerza lírica y una belleza estética de la que la historia carece. El mito rectifica la historia, es como si dijera: puede que las cosas no sucedieran de este modo, pero así es como debieran haber sido, como queremos recordarlas, y una derrota heroica es más digna de memoria que una victoria dudosa”.
Aun con todo, no cabe la menor duda al respecto de que, en términos geopolíticos, la relación entre la heroína y los servicios secretos de algunos estados ha sido históricamente bastante más que turbia. Siendo así, ¿por qué a algunos nos cuesta tanto asumir que en términos biopolíticos haya sucedido lo mismo y lo tachamos de mito?
Los humanos somos proclives al autoengaño, y el mito nos hace más tolerable la realidad. Sin la ayuda del mito, la realidad se nos indigesta. Sin ir más lejos, ahí tienes a Florentino Pérez, presidente del Real Madrid, declarando sin ambages después del 0-4 frente al Barça: “Nos quieren desestabilizar”. ¿A quién se refería?, ¿a Messi-Suárez-Neymar? (para eso les pagan, ¿no?, para desestabilizar a los rivales). ¿A los medios de comunicación?, ¿a algunos periodistas en concreto?, ¿a la CUP?, ¿a la CIA? ¿al Club Bilderberg?… Y por si fuera poco ahora se le ha unido el entrenador, Rafa Benítez. ¿Antes del 0-4 no había conspiración? No sé si me explico...
Como un libro abierto. De hecho, a mi modo de ver y al hilo de tales intentos de “desestabilización”, uno de los argumentos más demoledores de los que expones en tu libro está resumido en esta breve frase tan cómica como aclarativa: “Ese plan ejecutado con robótica precisión, diríase más propio de ingenieros japoneses o relojeros suizos que de policías españoles de la época”.
Efectivamente, ese es mi punto de vista. Además, no podemos olvidar la precariedad de medios de la policía española durante la transición. Para que te hagas una idea, el primer aparato de rayos X en el aeropuerto de Barajas no se instaló hasta 1982, cuando la heroína ya estaba más que extendida por todo el Estado español.
Este perfecto plan ejecutado con precisión quirúrgica terminó dando lugar a un problema sociosanitario de dimensiones descomunales. ¿Hemos de entender que los gobiernos de la transición consideraron que era un precio justo que pagar?, ¿o es que algo salió mal?
Si tal plan existió, se les fue de las manos, pues la misma crisis de heroína que se dio en España también se vivió en Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia, Suiza, Holanda, etc.
Una duda que me asalta: ¿a cuenta de qué venía ese particular ensañamiento con las oficinas de farmacia en las fases iniciales del plan?, ¿sabes si el Colegio Oficial de Farmacéuticos ha pedido explicaciones al Senado?
La espectacular oleada de atracos a oficinas de farmacia para conseguir productos como láudano, morfina, metadona, Dolantina, Demerol, Dolosal, Sosegon, Tilitrate, Ipecopan, Pantopon, Eucodal, Metasedin, etc., que se registró entre 1977 y 1980, demuestra que el deseo de consumir drogas por vía intravenosa fue anterior a la disponibilidad de heroína en la calle, es decir, anterior a la existencia de un mercado al por menor regular y constante. No creo que eso respondiera a ningún plan gubernamental.
Ah, ¿qué no formaba parte del plan? Entonces ya me cuadra más. Otra cosa: por favor, ¿puedes explicarnos qué papel desempeñó la merluza a la vasca en la instauración del tráfico internacional de heroína?
Efectivamente, la gastronomía autóctona tuvo su protagonismo en el tráfico internacional del opiáceo: en 1969 la policía estadounidense desarticuló una importante vía de entrada de heroína en Nueva York envasada en Málaga en latas de paella y de merluza a la vasca.
Y hablando de vascos: ¿la dimensión del problema en Euskadi fue significativamente mayor que en otros lugares de España y del mundo o se trata de mero egocentrismo y lloriqueo?
Bueno, lo cierto es que no existen estudios concluyentes que permitan comparar los consumos de heroína en el Estado español durante los años de la transición entre ciudades o comunidades autónomas. En el caso concreto de Euskadi y Navarra se manejó la cifra de 10.000 u 11.000 heroinómanos, hasta que una investigación del sociólogo vasco Javier Elzo situó su número para el período 1978-1986 entre 5.000 y 6.000, concluyendo que ni era un problema específico de Euskadi, ni tampoco revestía unas características especiales por su magnitud en el País Vasco.
En cualquier caso, a estas alturas resulta incuestionable que en Euskadi existió toda una serie de tramas policiales implicadas en el tráfico de heroína. Del mismo modo que existen algunos testimonios de personas que implicaban directamente a la guardia civil en la distribución de heroína con la intención declarada de desmovilizar a la juventud militante e independentista. ¿Acaso no son estas pruebas de cargo suficientes para dar por confirmado el uso del caballo como arma de Estado?
Los testimonios más contundentes en este sentido provienen de un traficante turco llamado Vedat Çiçeç, detenido en 1987, y de José Luis Etxeberria “Porru”, que fue jefe de la Policía Municipal de Mondragón (Arrasate) entre 1981 y 2012. El primero –según el periodista Pepe Rei– declaró haber transportado semanalmente quince kilos de heroína hasta un punto de la autopista Bilbao-Donostia, en un coche conducido por un guardia civil de paisano, y que los cargamentos eran recogidos por otro guardia de Intxaurrondo que se encargaba de su distribución. El segundo recuerda que los seguimientos de varios coches con matrículas falsas, cuyos ocupantes habían vendido droga en dicho pueblo guipuzcoano, le llevaron a dos cuarteles: el tristemente célebre Intxaurrondo y La Salve, en Bilbao.
Bien, para empezar, no voy a entrar a cuestionar la credibilidad que puede merecernos un personaje de la catadura moral de Çiçeç, y quiero pensar que Pepe Rei debe de tener grabadas, transcritas o documentadas de algún modo fiable las declaraciones del traficante turco, cuyo testimonio resulta muy selectivo: no da ningún nombre, ni cuenta entre qué fechas se produjo ese tráfico semanal bajo la benemérita escolta, ni quién traía –se supone que de Turquía– esos quince kilos semanales, ni por dónde entraban, ni quién los pagaba, ni cómo se pagaban, etc. Otro tanto podría decirse del testimonio de Porru, quien habla de “droga”, y por tanto no hay manera de saber si se refiere a heroína o hachís. Además, los hechos que describe fueron necesariamente posteriores a 1981, cuando el consumo de heroína ya estaba muy extendido. Basta recordar, en este sentido, que el comunicado de Herri Batasuna denunciando la existencia de una “mafia de la heroína”, conformada por “delincuentes de corbata protegidos”, y el primer atentado de ETA –contra el pub El Huerto– en su cruzada contra las drogas datan de abril de 1980. Y es que una cosa es la aparición o la creación del fenómeno heroína, y otra cosa su instrumentalización. Por otra parte, no sabemos si los agentes implicados actuaron en función de una iniciativa corporativa motivada por afán de lucro o si obedecieron directrices u órdenes superiores establecidas en función de un plan secreto, urdido y seguido por uno o varios gobiernos, algo que hasta ahora nadie ha podido demostrar. De existir pruebas irrefutables y concluyentes contra el Estado, o contra quien fuera, lo lógico es que se hubiera acudido al tribunal internacional de La Haya para interponer una denuncia en toda regla por crímenes contra la humanidad, que además no prescriben.
Por favor, ¿podrías mencionar en exclusiva para Cáñamo los puntos principales que, a tu juicio, invalidan la teoría conspirativa sobre la heroína?
Para empezar, el reconocimiento de la hipótesis de la diseminación calculada de la heroína para desmovilizar a quien sea lleva implícitas dos ecuaciones con las que no puedo estar más en desacuerdo: primera, yonqui (y por extensión, drogadicto) = zombi, y segunda, la heroína (y por extensión, la droga) es un arma de Estado equivalente a una bomba, un fusil o una pistola. Y, desde luego, no es lo mismo meterse un tiro que te lo peguen; para nada. En mi opinión, la heroína no es un arma, sino un fármaco proscrito y exiliado a la fuerza de su lugar de origen. Lógicamente, el subtítulo de mi libro encierra una ironía que no estoy seguro de que sea captada por todos los lectores. En segundo lugar, el discurso conspirativo implica que la oferta tiene un poder independiente de la demanda. El papel de las personas consumidoras queda reducido al de simples víctimas involuntarias, una especie de buzones, que están ahí para tragarse lo que les echen. Es como si la demanda no existiera o no importara. Así no se puede analizar correctamente un fenómeno de mercado. Que en este caso el producto en cuestión –la heroína– tenga un valor simbólico añadido más allá de la llamada plusvalía se debe única y exclusivamente a su condición de fruto prohibido. Y eso no debe perderse de vista a la hora de intentar analizar el fenómeno; pero no se puede ignorar, minimizar o ridiculizar el papel de la demanda, y concentrar la atención únicamente en la oferta. En un mundo que se rige por la economía de mercado, si hay alguien que demanda un producto habrá quien se lo proporcione, bien sean policías corruptos o los Reyes Magos, no te quepa la menor duda. Lo único que hace la hipótesis conspirativa es fomentar el victimismo, y eso es algo que no va conmigo. Por lo demás, no podemos olvidar un hecho fundamental en toda esta historia. ANTES de la PROHIBICIÓN, el control y la dispensación de drogas estaba en manos de profesionales de la salud: médicos y farmacéuticos, y también drogueros, que eran los mayoristas, los que suministraban a los boticarios. Al imponerse la política prohibicionista, o sea, DESPUÉS de la PROHIBICIÓN, el control pasó a manos de la policía –y demás cuerpos de “seguridad”– y la dispensación, a manos de criminales. Y así nos va.
Y si no fue el Estado, ¿quién o quiénes introdujeron y difundieron la heroína en España y con qué sibilinos propósitos?
Los propios consumidores, sin propósito sibilino alguno, más allá del deseo de experimentar sus efectos. Primero la trajeron de Ámsterdam y, después, directamente de Tailandia. Del resto ya se encargaron las mafias.
No tengo datos, pero si quieres me los invento y te digo que desde mediados de los años ochenta y durante todos los noventa las prevalencias de consumo de speed en Euskadi eran, proporcionalmente, más elevadas que en cualquier otro lugar de España, de Europa y, ¡qué coño!, del mundo entero. Además te explico que ello fue el resultado de las estrategias de contraataque que tomó el Movimiento de Liberación Nacional Vasco en el ámbito de la guerra psicoactiva que había iniciado el Estado español inundando Euskadi de heroína. HB, Jarrai y todo el entramado abertzale –enlazándose y sacando provecho de la escena proto-punk-radical-vasca de principios de los ochenta– favorecieron, por pasiva y por activa, la expansión del uso de esta droga de combatientes para contrarrestar la expansión de la droga de zombis por parte de los servicios secretos estatales. Te ofrezco el testimonio anónimo de un técnico de sonido de los conciertos del Martxa eta Borroka y el de un par de jarraitxus que se ponían de pitxu antes de reventar cajeros y quemar autobuses; saco de hemeroteca alguna incautación de speed a algún miembro de las Gestoras Pro Amnistía, y termino por decirte que la juventud vasca fue doblemente víctima del uso de drogas como arma política, como así lo atestigua la prevalencia –casi inexistente en otros lugares, exceptuando mi caso personal– de adictos tanto al speed como al caballo. Lo publico en una web, espero a que se replique en otras tantas páginas y, luego, cuando tenga 1.000 followers y 500 comments, te digo: demuestra que no es cierto. Sí, Juan Carlos, venga, demuéstramelo; tú o quien quiera que sea, no es coña.
Ciertamente, tu hipótesis es tan sugestiva y verosímil como la que presupone el envenenamiento de la juventud vasca por parte del Estado español. De hecho, resulta hasta complementaria. Al hilo de estas especulaciones –y por favor, no te mosquees conmigo–, me vienen a la cabeza varias frases del ministro para la Ilustración Pública y Propaganda de la Alemania nazi, Joseph Goebbels, como, por ejemplo: “Una mentira repetida mil veces se convierte en una realidad” o “Más vale una mentira que no pueda ser desmentida que una verdad inverosímil” o “Miente, miente, miente, que algo quedará; cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá”. A mi modo de ver, la intuición es una buena herramienta para el historiador, pero no sucede lo mismo con la fantasía. Una cosa es lo verosímil y otra la verdad o, si lo prefieres, la posibilidad y la realidad de los hechos. Ahí es donde se encuentra la frontera entre la novela y la historia. Podemos dejar volar la imaginación, pero hay que demostrar lo imaginado. Y quien tiene que demostrar no es quien niega, sino quien afirma.
Sinceramente, tu trabajo me ha parecido excelente. ¿Crees que logrará erradicar el mito en esta era en la que la conspiranoia se ha convertido para muchos en la nueva religión?
Sinceramente, no lo creo. Como te decía al principio, la realidad puede resultar aplastante, y para esquivarla recurrimos con facilidad al autoengaño. Digamos que gracias al mito podemos dormir con cierta tranquilidad.
Para ir terminando: ¡esa portada, tío, esa portada! Una obra de arte. Y todo un filón en términos de merchandising. Eres consciente, ¿no?
Sí, a mí también me gusta mucho el dibujo de Miguel Brieva. Sin embargo, la idea original no es de él, sino del editor, Antón López, a quien estoy enormemente agradecido por su gran labor, por haber sido tan exigente conmigo.
Por último, Juan Carlos, entre tú y yo, ¿sabes por qué tantas tías llevan botas?
Yo también me lo he preguntado muchas veces. Porque son fans de Custer y el Séptimo de Caballería, porque quieren compensar el efecto que causan tantos tíos con barba, porque odian las sandalias, porque aspiran a avanzar siete leguas a cada paso que dan... ¡Quién sabe! Y lo más desconcertante son las que se ponen las botas en pleno verano. ¡De verdad, Edu, no tengo respuesta para eso!
¡Joder, Juan Carlos, que si lo pregunto es por algo!
Uno de los grandes misterios de la humanidad, sin duda.
¿Nos matan con heroína? Sobre la intoxicación farmacológica como arma de Estado.
Juan Carlos Usó. Libros Crudos. 272 pág. PVP: 15€.