Cáñamo me dio diez días para ver los veinte episodios de Narcos, la serie sobre la vida de Pablo Escobar, y escribir una crónica sobre qué tanto se asemeja a la historia real del capo de Medellín. De la serie sabía poco más que los productores tenían buen sentido del humor: cuando Netflix se estrenó en España estas Navidades desplegaron una gigantesca pancarta publicitaria en la Puerta del Sol en la que aparece el actor Wagner Moura (que encarna al capo) con la leyenda: “Oh, blanca Navidad”.
Un amigo que la había visto me dijo: “Es un poco raro que Escobar hable con acento brasileño, pero se te olvida después de unos episodios”. También me advirtió que era “alucinante” el parecido físico de los actores a los personajes reales. Si no has visto la serie no leas este artículo, contiene spoilers.
Es notable el parecido físico de los actores y los protagonistas reales de la historia, y por eso mismo resulta extraño escuchar a Pablo Escobar con acento brasileño. El protagonista, Wagner Moura, había trabajado con el productor José Padilha. No hablaba una palabra de español y se mudó a Medellín con su familia dos años para aprender el idioma con acento paisa. Aunque en las entrevistas de promoción de la segunda temporada habla casi como un colombiano, en la serie habla como Pelé, y sigue siendo raro hasta el último episodio de la temporada. Para los colombianos también era extraño escuchar a la docena de actores mexicanos (el presidente Gaviria o la esposa de Escobar), puertorriqueños o españoles imitando el acento de Medellín. La serie fue vista por 3,2 millones de estadounidenses –aunque Netflix no revela datos de audiencia–, a pesar de que el 40% es en castellano, una apuesta arriesgada para el mercado de ese país.
En circunstancias normales no habría terminado de ver la serie. Tiene escenas de acción muy bien rodadas, explosiones muy bonitas, y en la segunda temporada hay momentos emocionantes durante la persecución que culmina con la muerte de Escobar. Pero a diferencia de series como Los Soprano o Breaking Bad, fracasa en su intento de explicar a Escobar, más allá de presentarlo como un sádico –que lo era–. No resuelve lo que motiva al personaje.
La visión estadounidense
Lo más interesante de Narcos, aunque irritante, es que presenta la visión estadounidense sobre el fenómeno del tráfico de drogas. El narrador de la serie es Steve Murphy, uno de los agentes de la DEA que estuvo seis años destinado a Colombia y que formó parte del Bloque de Búsqueda (que aglutinaba al Ejército, a la Policía colombiana y a diversas agencias yanquis en su búsqueda de Escobar). La premisa básica es simplona: en los setenta no había drogas en Estados Unidos, salvo por un par de hippies que fumaban porros. Luego llegó Escobar, inundó Miami y Nueva York de cocaína, y a los pobres gringos no les quedó otra más que empezar a meterse rayas como si no hubiera mañana.
“¿Quiénes son los buenos? ¿Crees que nosotros somos los buenos?”, pregunta Javier Peña a Murphy, su compañero de la DEA, en un momento de la segunda temporada. Su personaje da información a los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar, el grupo que formaron el cártel de Cali y paramilitares de la AUC para acabar con el cártel de Medellín) para que asesinen a los sicarios de Escobar antes de que llegue el Bloque de Búsqueda. “Nunca cruzamos esa línea”, aclara el verdadero Peña, hoy retirado y que junto a Murphy asesoraron a los productores. Quizás por ello el tratamiento de la serie es maniqueo y paternalista: los gringos son buenos, Pablo Escobar el diablo y los colombianos primitivos, violentos y corruptos. Menciona muy por encima temas como que la CIA financió a la Contra nicaragüense utilizando dinero del narcotráfico, y que utilizó al general Noriega en Panamá, quien también trabajaba para Pablo Escobar.
50% realidad, 50% ficción
No puedo contestar si la serie se ajusta a la realidad. Creo que ni ellos mismos lo tienen claro, a juzgar por los títulos de la primera temporada, donde se presenta la siguiente advertencia: “Esta serie de televisión se inspira en acontecimientos reales. Algunos de los personajes, nombres, negocios y acontecimientos han sido novelados con fines dramáticos. Cualquier similitud al nombre, personaje o historia de cualquier persona es mera coincidencia y no intencional”. La mayor parte de los personajes tienen los nombres reales de los protagonistas, aunque otros los cambian sin un criterio muy claro. Uno de los jefes de sicarios de Escobar, Poison, es en realidad Popeye, mientras que otro lugarteniente, la Quica, mantiene el mismo nombre en la ficción y en la realidad. Ambos siguen vivos, así que el cambio no parece obedecer a posibles demandas como la que interpuso el hermano de Escobar (que había registrado como marca el nombre de Pablo Escobar).
En la serie, la Quica le acompaña hasta el día de su muerte, aunque en realidad estaba preso en Estados Unidos. En otros casos, los guionistas inventaron personajes nuevos inspirados en varios personajes reales. Los generales Carrillo y Martínez, que encabezan el Bloque de Búsqueda, son en realidad una persona: el general Hugo Martínez, y Judy Moncada es una mezcla de Dolly Moncada (la esposa de un socio al que Escobar asesina) y Griselda Blanco, “la Reina de la Cocaína”, que inventó la moda de asesinar desde una motocicleta. Según los propios Murphy y Peña, la serie se ajusta a la realidad en un “50-50”.
¿Qué opinan los protagonistas reales?
Nada más salió Narcos, el hijo de Escobar –que tras la muerte de su padre se cambió el nombre a Juan Sebastián Marroquín– publicó en su perfil de Facebook veintiocho errores del programa, algunos absurdos como confundir el equipo de fútbol del que Escobar era hincha. Carlos Henao, su tío materno, aparece en la segunda temporada como un narco que trabaja en Miami y que muere en un tiroteo con la policía. El problema es que Henao nunca vivió en Miami, era vendedor de Biblias, y murió asesinado por los Pepes, su cuerpo fue exhibido junto a una nota.
“Haz capturas de pantalla cuando le veas fumar porros”, me dijeron en Cáñamo. Hay de dónde elegir: nada más despertar, a medio día, por la noche, en interiores, en exteriores, en el coche, en el avión. Escobar sí fumaba hierba, y también era un devoto hombre de familia, como lo presenta la serie de forma insistente. El capo pasa buena parte de la segunda temporada diciéndole a su esposa cuánto la quiere, comprando un conejo para su hija o jugando a videojuegos con su hijo, actividades que interrumpe fastidiosamente para ordenar algún atentado.
El líder del cártel de Medellín no era un hombre de familia como lo pinta la serie, según el Murphy real: “Este tipo obtuvo el trato de su vida del Gobierno colombiano: declararse culpable de un crimen y ser absuelto de todos los demás”. Lo sentenciaron a cinco años en una cárcel que él se construyó (La Catedral) y de la que saldrá libre sin tener que entregar sus bienes (tenía una fortuna de miles de millones de dólares). “Podría haber visto crecer a sus hijos sin tener que trabajar un día de su vida –concluye Murphy–, pero eligió el negocio de las drogas, prefirió su ego y su avaricia antes que a su familia”.
En la ficción, la única amante que parece que tiene es la periodista Valeria Vélez, que se inspira en Virginia Vallejo, una de las presentadoras más populares de los ochentas, con quien el narco mantuvo una relación de cinco años. Vallejo no murió asesinada, la DEA la llevó a Miami y se convirtió en testigo protegido. En Narcos, Vélez deja a Escobar cuando le expulsan del Congreso y le señalan como traficante porque no quiere perjudicar su carrera; en la realidad Vallejo lo dejó, furiosa, cuando se enteró de que le regaló una pulsera de 250.000 dólares a otra mujer. Popeye, el jefe de sicarios de Escobar y que hoy es youtuber, cuenta en su libro que el patrón tenía cientos de amantes y prostitutas, con las que siempre fue un “caballero”. “La única perversión que le conocí, si así se le puede llamar, fue su fascinación por la pérdida de la virginidad de una mujer heterosexual con una lesbiana experimentada”, asegura Popeye. También le gustaba desvirgar quinceañeras, según el periodista Germán Castro.
Los guionistas dejaron fuera de la historia elementos reales de la vida de Escobar, como las ingeniosas formas que tenía para transportar su mercancía o el asesinato de un árbitro que hizo perder un derbi a su equipo. En su lugar inventan tramas como un atentado con bomba en la boda de la hija del fundador del cártel de Cali, Gilberto Rodríguez. Desde la serie explican que no quieren vanagloriar el estilo de vida de los narcos y que por eso dejaron cosas fuera. Lo que querían enfatizar era el sadismo de Escobar ilustrando los asesinatos de centenares de policías, del ministro de Justicia (Lara Bonilla) y de Eduardo Galán, o de los pasajeros de un avión de Avianca a los que les puso una bomba porque pensaba que Gaviria viajaría a bordo.
La vida de Escobar tiene suficientes elementos verídicos para ser un digno representante del realismo mágico colombiano sin tener que novelar nada. No es de extrañar que haya inspirado otra serie de ficción, Pablo Escobar, el patrón del mal, que produjo Caracol Televisión en el 2012. He visto los primeros tres episodios y me ha entusiasmado como no lo hicieron veinte horas de Narcos. Escobar habla como paisa –lo que a ratos es incomprensible–, y parece minuciosa en los detalles de su vida. Hacen falta más de diez días para verla entera: tiene 113 episodios de una hora cada uno. Un reto interesante para el próximo verano.