Penúltimas noticias del cine japonés
¿Hay un nuevo Japón? ¿Qué ha pasado con el viejo? ¿Se ha occidentalizado el país del Sol Naciente, o es Occidente el que se orientaliza? ¿Y qué pasa con su cine?
¿Hay un nuevo Japón? ¿Qué ha pasado con el viejo? ¿Se ha occidentalizado el país del Sol Naciente, o es Occidente el que se orientaliza? ¿Y qué pasa con su cine? Bueno, con capital japonés controlando la mayoría de majors norteamericanas, y desde que Tarantino dirigiera, en Kill Bill, el mayor festín de catanas jamás visto y Clint Eastwood aquella Cartas desde Iwo Jima, con la que se metía en la piel del enemigo y que sigue siendo una de las grandes películas japonesas de los últimos tiempos, igual es el cine americano el que se niponiza. Aunque lo más probable es que la carretera sea de doble sentido. No descubrimos la sopa de ajo: se llama globalización. Sea como fuere, y sin ánimo de teorizar ni mucho menos sacar conclusiones sobre asuntos tan sesudos, sino más bien por puro vicio, ahí va una modesta selección de películas de algunos de los cineastas más representativos del cine japonés de lo que va siglo.
‘Outrage’
Takeshi Kitano, 2010
Por aquí le habíamos visto en el Feliz Navidad, Mr. Lawrence, de Nagisha Oshima y, años después, como presentador de Takeshi’s castle, aquel engendro que aquí nos sirvió el Telecinco primigenio tuneado con un doblaje psicotrónico y rebautizado como Humor amarillo. Todavía faltaba para que Takeshi Kitano, popularísimo cómico en su país, se convirtiera en un autor reverenciado en los festivales de cine de más alta gama. El polifacético Kitano, que empezó dirigiendo lacónicos thrillers de o con yakuzas, se empeñó en demostrar versatilidad, primero a base de intimismo (Dolls, El verano de Kikujiro), después con un heterodoxo acercamiento al cine de samuráis donde interpretaba al más popular de ellos, el masajista ciego Zatoichi, y después, con unos cuantos experimentos metacinematográficos, pero ha acabado volviendo al cine negro. En Outrage –y su secuela, Outrage Beyond–, exhibiendo la sequísima violencia habitual, explora la distancia, puramente insoportable, entre las recurrentes apelaciones a los códigos de honor en el seno de la mafia japonesa y la realidad de sus hechos. Los yakuza, como los gángsteres de las tríadas del díptico Election, del chino Johnnie To, son criminales sin escrúpulos, sin moral, para los que la vida no vale nada. De manera que ritos, tradición y palabra dada no pasan aquí de pura coartada.
‘El ocaso del samurái’
Yôji Yamada, 2002
Desde Akira Kurosawa, el chambara, el cine de samuráis, ha operado como una versión oriental y aún más ritualizada del western. La equiparación se ha explicitado durante décadas con los dos géneros, reversionándose entre sí. Y si Los siete samuráis se convirtió en Los siete magníficos, Yojimbo en Por un puñado de dólares o Zatoichi en El justiciero ciego, Sin perdón ha acabado teniendo también una versión japonesa. Pero más que su tibio remake, el equivalente a la crepuscularísima obra magna de Eastwood es El ocaso del samurái, donde el veteranísimo Yôji Yamada (septuagenario cuando la estrenó, ochenta y cinco y en activo ahora) muestra al guerrero como una reliquia de un mundo en extinción, un pobre diablo sometido a un código de honor que le impide salir de la miseria en la que está instalado. Yamada prolongó su revisionista y descarnada aproximación al género en otras dos joyas igualmente sutiles y humanistas (La espada oculta y El catador de venenos), con las que esta conforma una trilogía que es cima indiscutida del chambara del siglo xxi.
‘El viento se levanta’
Hayao Miyazaki, 2013
Con Hayao Miyazaki, los dibujos animados dejaron de ser definitivamente cosa de niños. El viaje de Chihiro, la más psicotrópica de sus obras, fue el primer film de animación –y hasta ahora el único– en ganar el Oso de Oro berlinés. Una década después, Miyazaki se despedía del cine con esta filigrana final titulada, como la novela en que se inspira, con un verso de Paul Valéry, y que no tiene ni un ápice de cine infantil. Untuosa recreación de varias décadas de la historia del Japón, El viento se levanta es un biopic melodramático y elegíaco del ingeniero Jirō Horikoshi, una leyenda de la aviación japonesa fascinado por la cultura occidental, la europea, sobre todo, como el propio Miyazaki, que, a modo testamentario, construye la película como una summa de los motivos que han nutrido su obra. El pacifista Horikoshi acabó haciendo realidad su visión, la de construir un avión perfecto, pero para lograrlo tuvo que aliarse con al ejército. El avión, el Mitsubishi A6M Zero, se haría famoso como el caza de los kamikazes y el ataque a Pearl Harbor. Miyazaki lo cuenta como una fábula, bellísima y terrible, sobre el choque entre los sueños de un creador y la crudísima realidad.
‘Pulse’ (‘Kairo’)
Kiyoshi Kurosawa, 2002
Con el cambio de siglo, el cine de terror japonés se convirtió en tendencia. Pulse, de Kiyoshi Kurosawa –no, ningún parentesco con el director de Rashomon–, fue, con The ring, de Hideo Nakata, y La maldición, de Takashi Shimizu, una de las cotas máximas de aquella moda. Es, también, un clásico indiscutible que trasciende el género. Por un lado, por la fuerza expresiva de sus imágenes, reveladoras de un cineasta que demuestra ser mucho más que un hábil diseñador de escalofríos. Pero también por la contundencia de su discurso. En un país enganchado a la tecnología y que alumbró a los primeros enclaustrados adictos a la red, los hikikomori, Kurosawa construye una alegoría sobre la soledad y la deshumanización de un mundo infestado de fantasmas a partir de una premisa alegórica de alta potencia: internet como un vehículo al servicio del apocalipsis. Porque Pulse, además de una película de casa encantada –en la que la casa es un país, quizá el mundo–, remite al tono premonitorio y elíptico de La última ola, de Peter Weir, para derivar en epopeya apocalíptica. El fin del mundo, vía navegador, es contado en un susurro.
‘Still walking’
Hirokazu Kore-eda, 2008
Si en los años cincuenta, cuando en las pantallas occidentales empezó a asomar la cabeza el cine japonés, Kurosawa era el maestro de la épica y las adaptaciones literarias, Yasujiro Ozu era el cineasta de la familia, institución que hoy, en contraste con el Japón más hipertecnificado, sigue siendo como entonces vindicada como el pilar básico de la sociedad nipona. El magisterio de Ozu se prolonga en directores como Hirokazu Kore-eda. En la contenida maravilla Still walking, como en aquellos inolvidables Cuentos de Tokio que toma de referente, unos hijos, ya adultos, van a visitar a sus ancianos padres. Acuden, hijo e hija, con sus respectivas familias, para conmemorar, como cada año, el aniversario de la muerte de su hermano. En este sobrio tapiz costumbrista, oscurecido por la sombra del fallecido, Kore-eda va desvelando y entretejiendo las tensiones familiares, entre padre y madre, entre padre e hijo, entre madre y nuera, con la delicadeza y el pulso de un clásico.
‘El bosque del luto’
Naomi Kawase, 2007
Naomi Kawase también forma parte de esa misma escuela de costumbrismo parsimonioso y atentísimo al detalle, si bien su puesta en escena tiende a estar más cargada de simbolismos. En El bosque del luto, el aldabonazo con el que esta antigua documentalista dio el salto a la lista de favoritos de la cinefilia occidental, la muerte también es, como ocurre tan a menudo en el cine japonés, una protagonista más. Aquí, la anécdota, mínima en la superficie, es el viaje que comparten un anciano recluido en una residencia y una enfermera, ambos heridos por la muerte de un ser querido: él, la de su esposa; ella, la de su hijo. Muertes que no han superado. Kawase, que practica la mirada zen y la contención emocional hasta en su versión más edulcorada –la que exhibe en su último film, Una pastelería en Tokio–, se pregunta con sus protagonistas qué es estar vivo. Comer arroz y condimentos y percibir sensaciones, responde un maestro budista. El arroz que lo ponga cada uno. Pero esta bella película es, en efecto, una conmovedora experiencia sensorial.
‘Kuime’
Takashi Miike, 2014
En las antípodas del clasicismo y la contención de todo tipo de Kawase o Kore-eda, está Takashi Miike, enfant terrible que lleva ya más de dos décadas liándola parda a base de cafrerías y ejercicios de estilo (o de falta de él) de lo más ecléctico. Entre lo sublime y lo bizarro, lo brillante y lo hórrido, el torrencial Miike, que con Audition e Ichi the killer ya exploró los límites de nuestro aguante ante la incomodidad que es capaz de provocar en una sala de cine, y que rueda dos o tres películas al año, ha tocado todos los palos, incluyendo el chambara con el remake de Hara-kiri y la formidable 13 asesinos. Podríamos escoger muchas otras, pero, por seguir con la fascinación del cine nipón con la muerte, conviene destacar esta nueva, atmosférica versión del Yotsuya Kaidan, el cuento japonés de fantasmas por antonomasia –y el que tiene más versiones cinematográficas–, aquí servido con elaborada puesta en escena y en forma de fascinante juego de espejos entre ficción y realidad, a cuenta de los protagonistas de una representación teatral de la misma historia de amor, venganza y muerte.
‘¿Por qué no jugamos en el infierno?’
Sion Sono, 2013
Si Miike es un estajanovista del desenfreno, ¿qué decir de Sion Sono? Poeta y novelista, y cineasta de culto desde Suicide Club, aquella bomba atómica que arrancaba con un suicidio masivo de adolescentes, ¿Por qué no jugamos en el infierno? es su particular carta de amor al cine. Por supuesto, no es Cinema Paradiso ni La rosa púrpura de El Cairo, precisamente, sino más bien un manga desquiciado. Sono mezcla una trama de cineastas aficionados y apasionados dispuestos a lo que sea con tal de hacer su película con una descabellada historia de guerras yakuzas con romance inverosímil de por medio. Narrador superdotado, Sono agita en su desquiciada coctelera un sinfín de referencias y géneros, y lo que sale es una descacharrante, insólita y finalmente sanguinolenta gamberrada, un vertiginoso hongo alucinógeno para consumir sin parpadear.