Dos grupos armados pelean por el control de estas montañas. El Ejército de Liberación Nacional (ELN), la principal guerrilla del país desde que las FARC entregaron las armas, cuenta con centenares de combatientes en el Catatumbo, uno de sus bastiones históricos. El Ejército Popular de Liberación (EPL) es una rama disidente local de una guerrilla que entregó las armas en 1991 tras un acuerdo con el Gobierno. Ha sobrevivido gracias a los ingresos de la cocaína, bajo el mando de un personaje mitificado en la región. Víctor Serrano, alias “Megateo”, está considerado como un Robin Hood. Se dice que repartía fajos de billetes, organizaba brigadas de salud y hacía prosperar el comercio gracias al dinero de la droga. Algunos creían que tenía poderes sobrenaturales para esquivar las balas y las emboscadas de sus enemigos. Sin embargo, en 2015 una operación militar acabó con el capo del Catatumbo. Descubierto por infiltrados del ejército, Megateo falleció en una explosión, junto a cuatro de sus guardaespaldas. El EPL, una vez aliado de las FARC e incluso del ELN, es hoy más difícil de controlar que nunca. La guerrilla del ELN lo acusa en sus comunicados de estar asociado con paramilitares y cárteles de la droga.
Desde marzo, decenas de combatientes del EPL y del ELN han sido asesinados. Imposible contabilizarlos: cuando la guerra lo permite, los guerrilleros muertos en combate son enterrados por sus propios compañeros de armas. En la región, los jóvenes no suelen tener más opciones que trabajar en los campos de coca o alistarse en un grupo armado. “A veces, miembros de la misma familia se matan entre ellos. Hay madres que tienen un hijo en el ELN y otro en el EPL”, explica un líder campesino.
“La coca nos ha ayudado a resolver los problemas del Catatumbo. Es nuestro Ministerio de la Salud, de Educación y de Infraestructuras. ¡Lo único que nos envía el Gobierno es el Ministerio de Defensa!”, explicaWilder Franco
Algunos habitantes del Catatumbo han sido partidarios, durante mucho tiempo, de una u otra guerrilla, más próximas a ellos que el distante Estado colombiano. Pero esta guerra es demasiado. “Estamos cansados. Pedimos a los grupos armados que nos mantengan al margen de todo esto. Esta guerra no es de nosotros”, explica Jesús Téllez, un dirigente campesino de Mesitas. Desde los años 80 y la llegada de las plantaciones de coca a la región, los conflictos se han ido sucediendo. Varios grupos armados han intentado dominar estas vertientes estratégicas de la cordillera oriental que conducen a las llanuras de Venezuela.
Primero, las guerrillas prosperaron en esta región olvidada por el Estado. Después, en los años 90, llegaron los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Con el fin de arrebatarle el Catatumbo a los guerrilleros, masacraron a cientos de campesinos acusados de colaborar con los rebeldes. Tras la marcha de los paramilitares —desmovilizados a mediados de la primera década del año 2000 a raíz de un acuerdo con el gobierno de Álvaro Uribe —, las FARC, el ELN y el EPL se repartieron el control de la región. Pero con la entrega de armas de las FARC en 2017, se desalojaron grandes extensiones de territorio que las otras guerrillas intentan ocupar actualmente.
“Solo Dios lo sabe”
La lluvia ha cesado en la aldea de Mesitas. En el momento del tiroteo, una comisión compuesta por diferentes organizaciones sociales y de defensa de los Derechos Humanos acababa de llegar a la localidad para recoger testimonios sobre la crisis humanitaria. Para los habitantes de Mesitas terminar esta guerra es una cuestión urgente. “No podemos ni ir a trabajar al campo. Los grupos armados nos lo han dicho ellos mismos: no salgan del camino porque hay minas por todas partes”, explica un campesino a un miembro de la misión.
De refugio en refugio, las mismas denuncias. Mariluz, con un niño rubio entre los brazos, cuenta: “Hace dos meses abandoné mi casa. Había enfrentamientos justo al lado. Me fui porque tenía miedo por mis hijos. Cuando somos adultos, sabemos por qué morimos. Pero los niños, ellos no lo entienden”. Sin embargo, Mariluz, al igual que el resto de campesinos de la región, no sabe por qué se enfrentan las dos guerrillas. “Solo Dios lo sabe”, dice ella.
“Nadie sabe muy bien cómo, ni por qué, comenzó esta guerra”, confirma al volante de uno de los 4x4 de la misión humanitaria Wilder Franco, representante de la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat). “Los medios de comunicación dicen que se enfrentan por la coca. Puede que ese sea uno de los factores, pero no es el único motivo”. Por razones de seguridad, los coches deben desplazarse en caravana, escoltados por la ONU. En un recodo del camino, los guerrilleros del ELN han establecido un puesto de control. Nos dejan pasar con un gesto con la mano. Sumergidos en la batalla actual, ninguna de las dos guerrillas quiere conceder entrevistas.
Al borde de las carreteras o en los pueblitos, las paredes pintadas con el nombre del ELN o del EPL parecen también pelear entre ellas. “Acá la gente toma muy en serio los grafitis de los grupos”, dice Wilder Franco. Pero esta manera de marcar su presencia parece ya de otra época. Recientemente, las dos guerrillas comenzaron a enviar por Whatsapp sus comunicados, en voz o en video. Los habitantes de la región los comparten, atemorizados, desde los escasos lugares donde sus teléfonos reciben señal de Internet. El enfrentamiento alcanzó su nivel máximo en abril, cuando el EPL decretó un “paro armado”, es decir, prohibieron a la población civil circular por las carreteras y abrir los comercios, bajo la amenaza de ser asesinados. Duró tres semanas y aumentó esa combinación de miedo y desánimo que sienten los campesinos de Catatumbo.
Comunidades enteras están confinadas por el miedo a las minas y otros explosivos abandonados. En Hacarí, el único médico del pueblo ha huido ante el temor de las presiones recibidas de uno u otro grupo para que curase a sus heridos. Las escuelas suspenden sus cursos, como en San Pablo, porque los caminos que llegan hasta ellas son demasiado peligrosos. Un hombre, triste como la muerte, les cuenta a los miembros de la organización humanitaria cómo una granada que dejó en su granja el ejército mató a su hijo de ocho años unos días antes.