Es innegable el éxito que ha tenido Nayib Bukele reduciendo la violencia de pandillas en El Salvador. Cuando llegó a la presidencia, en el 2019, el país era el más peligrosos del mundo, con una tasa de ciento tres asesinatos por cada cien mil habitantes. El año pasado redujo la tasa a 2,4, la más baja de América. La receta que ha aplicado Bukele es la de utilizar “mano dura” contra los delincuentes. Hace dos años declaró un estado de excepción en el que suspendió todas las garantías constitucionales; un estado que sigue vigente y en el que han sido detenidos setenta y nueve mil presuntos pandilleros. Las ONG salvadoreñas –e internacionales– señalan las graves violaciones de derechos humanos que se han cometido en estos años. Bukele las descarta con sorna y declara que él es “el dictador más cool del mundo”. Los salvadoreños parecen estar de acuerdo: en febrero pasado lo reeligieron, con el ochenta y cinco por ciento de los votos a favor.
En la historia contemporánea de El Salvador, la constante ha sido la violencia. El país sufrió una guerra civil brutal entre 1979 y 1992, en la que unas noventa mil personas emigraron a Estados Unidos. Muchos de ellos se instalaron en barrios marginales de Los Ángeles, donde en algún momento de la década de los ochenta fundaron la Mara Salvatrucha, una pandilla para protegerse de otros grupos angelinos (como los Crips, los Bloods y la Mafia Mexicana). Otra de las pandillas que surgieron en la misma época fue la Mara 18, que también aglutinaba a mexicanos y salvadoreños. Con el tiempo, ambas se convirtieron en enemigos a muerte.
Cuando terminó la guerra civil y se firmaron los acuerdos de paz en El Salvador en 1992, muchos jóvenes mareros volvieron a su país. Durante la década de los noventa, las dos pandillas se asentaron en el país, controlando territorios, extorsionando y trapicheando con bastante libertad, dado que el gobierno no les prestaba demasiada atención. La violencia empezó a crecer y, para la década de los 2000, El Salvador se había convertido en uno de los países más peligrosos del mundo. En el 2003, el gobierno de Francisco Flores declaró la guerra a las maras a través de un programa llamado Mano Dura, que consistió en desplegar policías y soldados a saco. Un año después, el nuevo presidente Tony Saca implementó el programa Supermano Dura. Ambos programas fueron un superfracaso, y las maras siguieron empoderándose.
Los únicos éxitos relativos en la lucha contra las pandillas vinieron en el 2012, cuando el nuevo presidente, Mauricio Funes, pactó una tregua con los líderes mareros. Durante el siguiente año, los homicidios pasaron de catorce diarios a cinco. Pero en el 2013, la tregua se rompió y los homicidios repuntaron, alcanzando su punto más alto en el 2015, cuando se registraban veinte al día –o una tasa de ciento tres por cada cien mil habitantes–. Ese mismo año, la Corte Suprema de Justicia clasificó a ambas maras como organizaciones terroristas, lo que significa que a los pandilleros se les puede condenar a sesenta años de cárcel. La violencia no disminuyó durante el siguiente lustro.
‘Millennial’ al poder
Nayib Bukele nació en San Salvador en 1981, en una familia de origen palestino. En el 2012 ganó las elecciones para alcalde de Nuevo Cuscatlán, un pueblo a las afueras de la capital, por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), heredero de la guerrilla. Tres años después se lanzó a por la alcaldía de la capital, la cual ganó. Empezó entonces una disputa con el FMLN, que lo terminó expulsando de sus filas. Bukele fundó su partido y se lanzó a la presidencia del país, misma que alcanzó en el 2019 con el cincuenta y tres por ciento de los votos.
"En el CECOT, la cárcel más grande del mundo, las condiciones son brutales: no hay ventanas y hay luz artificial las veinticuatro horas del día, los reos solo comen dos veces al día, no hay colchones ni sábanas en las literas de cuatro alturas y Bukele ordenó que los pandilleros estén en sus celdas veinticuatro horas al día sin nada que hacer"
Los homicidios empezaron a disminuir desde sus primeros años como presidente. Según la Fiscalía estadounidense, la reducción de la violencia se debió a que Bukele envió a emisarios gubernamentales a las cárceles para negociar con los líderes pandilleros una tregua a cambio de reducirles las condenas y darles beneficios penitenciarios. Dicha versión enfureció al presidente, que atribuye la reducción de la violencia a sus políticas. Uno de los periódicos que informó sobre este pacto fue El Faro, que poco después de dar la exclusiva fue investigado por lavado de dinero en represalia por sus coberturas. Su director, el mexicano Daniel Lizárraga, fue expulsado del país.
La tregua entre el gobierno y las pandillas se rompió en marzo del 2022: el fin de semana del 26 de marzo se registraron ochenta homicidios, sesenta y siete de ellos en un solo día. La respuesta de Bukele fue ir al Congreso –controlado por su partido– para pedir una declaración de estado de excepción y suspender las garantías constitucionales durante treinta días (un estado que ha prorrogado veintidós veces). Bajo este régimen, el gobierno puede pinchar teléfonos sin una orden judicial, realizar arrestos y también puede detener a personas por crímenes como asociación ilícita o por tener un tatuaje.
El 31 de enero de 2023, Bukele inauguró su pirámide de Keops: el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), la cárcel más grande del mundo, del tamaño de siete campos de fútbol y con capacidad para albergar a cuarenta mil reos. Las condiciones son brutales: no hay ventanas y hay luz artificial las veinticuatro horas del día. Por orden presidencial, los reos solo comen dos veces al día –una medida que se repite en todas las cárceles del país–, porque Bukele no pensaba quitar recursos a las escuelas “para alimentar a esos terroristas”. Y comen con las manos, dado que los cubiertos se podrían utilizar como armas. No hay colchones ni sábanas en las literas de cuatro alturas, y Bukele ordenó que los pandilleros estén en sus celdas veinticuatro horas al día sin nada que hacer. No pueden hacer llamadas telefónicas ni recibir visitas.
Vidalina Morales es una activista de una ONG llamada Ades. Asegura que el gobierno aprovecha el estado de excepción para detener a activistas, ambientalistas y críticos con el régimen. A su hijo, de treinta y cuatro años, lo detuvieron en mayo por ser “marero”. La prueba en su contra era que vestía pantalón corto cuando lo detuvieron y que tiene un alias: Rayo, el apodo que le pusieron de niño por lo lento que era jugando al fútbol. Rayo estuvo varios días detenido y torturado hasta que su madre lo logró encontrar y consiguió que lo soltaran. Muchos no corren la misma suerte. En agosto pasado, el gobierno salvadoreño excarceló a siete mil personas que –reconoció– habían sido detenidas injustamente. Eso no parece importar a los salvadoreños, un noventa por ciento valora positivamente la gestión de Bukele.
Durante un mitin de campaña, el presidente respondió a las críticas de que su gobierno viola derechos fundamentales: “¿Los derechos humanos de quién? De la gente honrada, no. Tal vez pusimos prioridad a los derechos de la gente honrada sobre los derechos de los delincuentes, eso es lo único que hemos hecho”. En estos dos años de estado de excepción, El Salvador se ha convertido en el país más seguro de América Latina. El coste, según las organizaciones de derechos humanos, es que el dos por ciento de la población adulta está en prisión.