Aburrida como estaba en Madrid y tan bien como me lo estoy pasando, un día en Tánger, otro en Sevilla, he decidido vivir con Marcelo. Y ayudarlo en sus tareas. Hacer hachís es como jugar con plastilina, sobre todo cuando el trabajo duro lo hacen otros, y solo tienes que supervisar que el producto final sea excelente. Eso y pilotar sobrevolando el Estrecho y ordenar la distribución de partidas por blockchain para no dejar rastro. En fin, una vida más movida que la que tengo en Madrid. Una mañana me puse cariñosa con Marcelo y le dije mientras lo abrazaba que quería ser su copilota en esta nueva aventura. “Conociéndote, en dos meses seré yo tu empleado”, me contestó.
Estoy aprendiendo seriamente los detalles del negocio en el Rif. Hay todavía plantaciones que no conozco porque están en las proximidades de Alucema, que lleva meses en estado de rebelión, con protestas continuas contra las autoridades y numerosa presencia policial. Nosotros funcionamos gracias a engrasar bien la corrupción local, pero no controlamos instancias más altas, y lo de Alucema se ha convertido en un problema que afecta directamente a la corona Alauita. Sabemos que nuestro dinero llega a gente que está muy arriba, sin embargo, nosotros tratamos con los que están sobre el terreno, a los que les encanta hacerse los misteriosos y dar la sensación de que hay más peligro del que hay. Otra cosa es cuando cruzas el Estrecho. Aquí también tenemos policías sobornados, pero no es lo mismo que en Marruecos. En Isla Mayor la seguridad te la da sobre todo el laberinto de canales de los arrozales, que permite con total discreción aterrizar y distribuir las toneladas de costo.
Hace tres días al aterrizar se salió una rueda de la avioneta. Podíamos habernos matado, pero tuvimos suerte y la rueda se salió cuando ya estábamos casi parados. Dos furgonetas se llevaron las cuatro toneladas y un Toyota remolcó la avioneta hasta el cortijo donde están los talleres. Cuando se fueron todos, nos quedamos Marcelo y yo en medio de uno de esos caminos entre arrozales, esperando a que nos trajeran un todoterreno para irnos a Sevilla. Marcelo bajó a la cuneta para mear y entonces vi a lo lejos que se acercaba un todoterreno, pero de la Guardia Civil. Le di el aviso a Marcelo, que me gritó que me escondiese. Entonces salté al canal por donde circula el agua enfangada que encharca el arrozal. Marcelo se había refugiado al otro lado del camino.
–¿Qué pasa, niña, que tenías calor, no? –preguntó el guardia civil bajándose del Patrol. Yo no llevaba nada encima que me pudiese incriminar, pero ¿cómo podía justificar estar en mitad de la nada?, ¿cómo podía explicar haber llegado hasta allí sin ningún medio de transporte a la vista?
–A ver cómo te lo cuento –empecé mientras emergía embarrada del canal–, resulta que he discutido con mi novio y me he bajado del coche y el hijo de puta se ha marchado dejándome aquí tirada.
–¿Y que hacíais aquí?
–Mi novio es fotógrafo y quería hacerme fotos con el fondo de los arrozales.
–Eres modelo, ¿no? ¿Te importa que mi compañero y yo nos hagamos un selfi contigo? Para presumir, que los delincuentes aquí son muy feos y no siempre se encuentra uno con una top model.
De esta forma se salvó la situación. Los guardias civiles, muy amables, me llevaron hasta Sevilla. Cuando me iban a dejar, el más callado de pronto me dijo, “ah, ya sé de qué me suena tu cara, ¿tú eres la modelo que sale en la portada de la revista Cáñamo, no?”. Me quedé helada. Pensé que me iban a detener. A poco que hubieran leído mis historietas se habrían dado cuenta del motivo real de hallarme en los arrozales de Isla Mayor. Les dije que no, que solía trabajar para otras publicaciones, pero que esa de Cáñamo no me sonaba. “Sí, mujer, la de los porros, la revista de los porretas”. Les pedí que me dejaran en la plaza de El Corte Inglés y volví andando sin que me importara que la gente me mirase, enfangada como iba. Al llegar al piso, Marcelo me estaba esperando muy nervioso. Tres días después el cuerpo todavía me tiembla.