Los hombres que me han abandonado nunca me han dado razones de peso para hacerlo. Se aburrían, querían vivir otras experiencias… Tonterías casi siempre. A excepción de Marcelo, si mis otros novios no me hubieran abandonado los habría abandonado yo. Eran historias que no daban más de sí. Con Nené pensaba que el rollo se había acabado, que el atractivo físico que sentí al principio hacia su cuerpo atlético y su polla monumental había perdido ya su tirón. Pero como daba por supuesto que Nené no hablaba español me daba pereza explicarle que había estado muy bien mientras duró y esas cosas que se dicen en estos casos.
Así fueron pasando los meses, entretenida yo en montar mi negocio de venta de marihuana a domicilio, mientras él se daba la vida padre a mi costa, sin dignarse a colaborar en la empresa como repartidor, ni siquiera durante las fiestas navideñas cuando se nos desbordaron los pedidos y la mitad de la plantilla cogió la gripe. La Trini ya me había avisado de que le faltaba ropa, pero hasta que no vi la foto en La Razón de Nené travestido en la cabalgata de reyes transexuales de Vallecas, no me imaginé ni por un momento que el dueño de la polla que me había provocado mis orgasmos más gozosos tenía una doble vida.
“Nené, lo que me duele es que me lo hayas ocultado”, le dije en cuanto lo vi. Traté de hacerle entender que no tenía nada en contra de las preferencias sexuales de cada cual, y que, de haberlo sabido, habría aceptado su bisexualidad desde el principio. Para mi sorpresa me contestó con un discurso perfectamente armado y en un perfecto castellano:
–Tú problema hacia mí es que nunca me has visto más allá de mi polla. Lo tuyo no es homofobia sino racismo. El árbol de mi polla negra no te deja ver el bosque luminoso de mi persona. Los blancos estáis obsesionados con el sexo de los negros, no dejáis de proyectar sobre nosotros vuestras fantasías coloniales. ¿Te sorprende que tenga una vida más allá de la imagen tópica de negro al que le gusta bailar, follar y jugar al baloncesto? Si en lugar de ser un hombre negro yo fuera una mujer, todo el mundo denunciaría la esclavitud sexual de mi situación. Porque tú no has sido mi amante, has sido mi cliente. Yo te he dado polla y tú me has dado techo y comida a cambio. Eso no te da derecho a meterte en mi intimidad.
Me quedé aturdida. Le dije como pude que estaba resultando injusto, que aquel discurso victimista olvidaba que en todo momento yo había tratado de ayudarlo, de enseñarle el idioma y de darle un trabajo. Sin embargo, él no parecía estar de acuerdo:
–Tú no querías ayudarme, tú querías escapar del aburrimiento poniendo un negro en tu cama y convirtiéndote en profesora de pobres inmigrantes. Inmigrantes a los que no dudas en explotar ahora para hacerte de oro traficando con marihuana. Yo no te sirvo porque tú lo que buscas son espectadores. Que en tu película seas la protagonista no significa que en la vida real puedas ser mi jefa.
Quise contraatacar aclarando que mi negocio de marihuana era más bien una cooperativa, y que me sentía muy mal tratada por cómo había actuado a mis espaldas, aprendiendo español por su cuenta y haciéndose el mudo conmigo. También me hubiera gustado decirle que el deslumbramiento ante su pollón solo me había durado un par de meses, que llevaba tiempo queriendo terminar con él precisamente porque no le encontraba sentido a una relación en la que yo no era más que la dueña del albergue donde se refugiaba. Quise decirle todo eso antes de que se marchara por la puerta, pero no me salieron las palabras.
Lo último que he sabido de él es que está viviendo con un señor mayor, un francés afincado en España, con el que trabaja por los derechos LGBT en África desde una ONG llamada Gor-digen, palabra que en wolof significa hombre-mujer y remite a hombres que se vestían y comportaban como mujeres, un arquetipo asentado en Senegal hasta hace unas décadas. Ayer hice una donación anónima de 6.000 euros a Gor-digen, pero eso no me ha hecho sentirme mejor.