La vi pasar a toda velocidad y el corazón me dio un vuelco. Era Violeta. Salí tras ella sin pensarlo. Cómo corría la condenada. Se detuvo en la ronda y por fin la alcancé. Al verme me abrazó. “Me lo ha robado todo y además es más rápido que yo”, dijo, y luego, apretándome más fuerte, “¡cómo te he echado de menos! Ya no nos vamos a separar nunca más”.
Cogidas de la mano –“amigas para siempre”– me llevó a su asociación, un CSC sin papeles y de uso exclusivo para mujeres. Hacía un rato Violeta se había encontrado allí al ladrón saliendo por un butrón abierto en la pared. “Un hombre ha profanado nuestro templo, Clarita, y se ha llevado siete kilos de mi cosecha”. La aventura no había terminado; al llegar a la puerta del club, cinco agentes con una orden judicial nos esperaban. ¡Qué suerte había tenido Violeta! Y qué cara pusieron los polis cuando no encontraron nada incriminatorio en el local: el ladrón se había llevado hasta las básculas de precisión y las bolsitas.
Para celebrar la mala buena suerte de que un ladrón la hubiera salvado de la cárcel la invité a comer. Le resumí mi vida, la sexual con el superdotado Nené, que ya me estaba aburriendo con su mutismo y su pereza, y la laboral con mis clases de español para extranjeros sin recursos con los que cada vez tenía más confianza. Violeta me contó sus novedades y las de Marcelo. Resulta que, a principios de julio, un empleado de la nave se enfadó y denunció la macroplantación de Marcelo a la policía. Enterados a tiempo pudieron trasladar las instalaciones a un polígono industrial cercano, sin consecuencias que lamentar. Sin embargo, Marcelo, que se había asustado con la denuncia y se había contracturado un hombro en la acelerada mudanza, no quiso montar otra vez el cultivo y se marchó al Amazonas a una cura de ayahuasca de la que todavía no había regresado. Violeta seguía con su vida y su plantación, pero con serios problemas para colocar la hierba. Se había peleado con el Distri, un tipo siniestro que compraba a un precio cada vez más bajo la mercancía a los cannabicultores de la zona para revenderla después a los clubs. Para colmo, en Madrid estaban cerrando asociaciones y las que seguían abiertas no permitían la inscripción de nuevos socios. Para cubrir la demanda había vuelto el menudeo a las calles de Lavapiés.
En esas estábamos cuando vimos a un porteador de Deliveroo recoger comida. “Ese es el futuro, Clarita: una aplicación y un servicio de mensajería que conecte a productores con el cliente final”. Tras los postres, Violeta se marchó a su local a ver cómo podía arreglarlo y yo me fui a dar mi clase.
Como no llevaba nada preparado decidí debatir sobre el tema de las drogas con mis alumnos. Les conté el movimiento de desobediencia organizado que habían protagonizado los clubs sociales de cannabis aprovechando las grietas legales. Cada uno contó las relaciones de sus países con las drogas y para mi sorpresa la mayoría era favorable a la regulación de todas las sustancias. “Como en la farmacia”, decía Abdul, y Kamal, de Bangladesh, añadía que sí, que como en la farmacia, “pero sin receta”. “En Bangladesh yo compro Cialis para la pilila sin receta”, decía Kamal. Yo les pregunté de broma si estarían dispuestos a montar una banda de venta de marihuana a domicilio. Kamal, que por algo tenía una tienda de móviles, sería el responsable de tecnología; Adama y Fatou, las mensajeras de grandes pedidos; Abdul, Modou y Ousmane, repartidores en bicicleta y Yan, la tesorera. La china Yan era la única partidaria de aplicar la pena de muerte a los traficantes de droga, pero su independencia y dejar de trabajar en la tienda de sus padres estaba por encima de sus opiniones políticas. Eso dijo. Cada uno se encargaría de distribuir la hierba entre la gente de su comunidad y nuestro radio de acción sería el barrio. Había sido una broma, pero se lo tomaron tan en serio, que más tarde, cuando volví a ver a Violeta le dije que no íbamos a esperar al futuro, que ya tenía la gente y el método para cubrir la demanda de marihuana en todo Lavapiés. Ya teníamos nuestra banda.