A escasos metros de la entrada de la universidad, Tania Re y Marco Perduca, de la Associazione Luca Coscioni, acompañan al Dr. Franz X. Vollenweider a tomar su primer espresso. Acaba de llegar desde Zúrich para participar, junto con el Dr. José Carlos Bouso y dos reconocidos médicos italianos, en la conferencia. Me uno a la comitiva del café para ver si consigo saber algo más sobre una de las figuras más importantes a nivel académico y científico en el mundo de la investigación con psicodélicos. Vollenweider empezó ya en los noventa a hacer estudios con psilocibina, ketamina y MDMA.
El espresso dura un suspiro, tiempo suficiente para llenar la cabeza de preguntas: ¿se regulará algún día el uso medicinal de los psicodélicos?, ¿con qué barreras se encuentran los científicos que están investigando con sustancias controladas?, ¿qué pasa cuando las necesidades de los pacientes usuarios chocan con la burocracia y la hegemonía de la biomedicina? Seguro que la conferencia pondrá un poco de luz al futuro de la investigación con unas sustancias que están cambiando de estado: de verse como productoras de locura, empiezan ahora a considerarse una alternativa seria a los tratamientos psiquiátricos al uso.
Atravesamos el patio barroco de la universidad y subimos a un auditorio lleno de estudiantes, médicos, científicos, pacientes e incluso representantes políticos. Marco Perduca da la bienvenida y explica que, a pesar de que los psicodélicos aún pueden revolucionar, entre otras cosas, la atención de la salud mental, los que se dedican a investigar en este campo todavía tienen que ir con pies de plomo a la hora de publicar las conclusiones de sus estudios, porque las normas nacionales e internacionales siguen siendo particularmente restrictivas cuando se trata de ciertas sustancias.
Romper con la hegemonía biomédica
José Carlos Bouso es psicólogo clínico, doctor en farmacología y director de proyectos científicos de la Fundación Iceers (International Center for Ethnobotanical Education, Research & Service). Según él, las barreras que impiden investigar con sustancias controladas no son solamente legales, sino que dentro del mundo de la ciencia hay también barreras administrativas o burocráticas, e incluso ideológicas, que impiden avanzar. En su intervención, Bouso plantea la posibilidad de ir más allá de la medicina basada en la evidencia en el campo de las sustancias psicoactivas, un modelo que está en crisis y que solo puede ser superado cuando se empiecen a aceptar otras evidencias que vengan de otras disciplinas. ¿Será que los médicos aquí presentes estarán dispuestos a cooperar con la antropología o incluso a escuchar lo que tienen que decir otros sistemas de conocimiento como el de los pueblos indígenas y su sabiduría ancestral sobre algunas sustancias?
Los dos médicos italianos de la sala, pioneros en programas de cannabis medicinal, no tienen cara de estar muy convencidos. Y no es de extrañar, pues, actualmente, las evidencias que se consideran legítimas son las que provienen de la biomedicina y los resultados de los ensayos clínicos controlados aleatorizados. Esto es lo que marca que haya evidencias suficientes sobre una sustancia para ponerla en una lista más restrictiva o menos (y con ello, su mayor o menor acceso a la investigación). Según Bouso, esta forma de proceder “tiene fuertes limitaciones cuando se trata de enfrentar enfermedades de la vida real”.
Bouso da como ejemplo varias sustancias que se están poniendo a disposición de la sociedad como medicinas porque están funcionando y se consideran de utilidad médica sin ser hegemónicas de la biomedicina. Es el caso del cannabis, el cannabidiol (CBD), la ibogaína y la psilocibina, autorizadas en algunos países sin haber pasado precisamente por todas las fases de ensayos clínicos. Bouso no olvida nombrar el peso de la presión de la sociedad y de los movimientos sociales para que estos medicamentos se hayan ido regulando en algunos países.
A día de hoy, el cannabis está legalizado en treinta y un estados de los cincuenta de Estados Unidos, y hay muchos países de nuestro entorno que tienen programas de cannabis medicinal, como Italia, por ejemplo, que, a pesar del Vaticano, en este aspecto está a años luz del Estado español, tozudo todavía en la aplicación de un programa así. Sucede lo mismo con la ibogaína, pero en menor escala, o con el cannabidiol (CBD), que a día de hoy es un fenómeno mundial justamente porque los pacientes lo reclaman.
“El conocimiento que se está generando en torno a estas sustancias proviene de la ciencia occidental y de la biomedicina, y es precisamente este conocimiento el que sirve para legitimarlas o deslegitimarlas”, dice Bouso señalando el sesgo etnocéntrico que excluye los conocimientos tradicionales sobre estas plantas. Plantas que existían mucho antes de la aparición de los convenios sobre drogas psicotrópicas o las leyes sobre sustancias psicoactivas, y que, a día de hoy, su uso se persigue a nivel policial y judicial.
Los tratamientos con estas sustancias –comenta Bouso– pueden suponer una auténtica revolución, pues se administrarían entre una y tres veces, como mucho, con resultados duraderos, y podría servir para dejar atrás los fármacos clásicos que cronifican enfermedades y suponen un enorme gasto farmacéutico y sanitario.
“Ya hay muchos estudios con psilocibina, MDMA y también con ayahuasca, e incluso las grandes compañías farmacéuticas están empezando a invertir mucho dinero en los ensayos clínicos, con lo cual es posible que, en breve, veamos cómo la psilocibina o la MDMA están a disposición de la psiquiatría para tratar algunos problemas psiquiátricos”.
Psilocibina para la depresión mayor
Después de esta reflexión esperanzadora de Bouso, el Dr. Franz X. Vollenweider, del Hospital Universitario de Zúrich, toma la palabra y explica justamente que están haciendo un estudio con psilocibina en el tratamiento de la depresión mayor.
El auditorio está expectante, sobre todo algunos jóvenes estudiantes de neurociencias y psicofarmacología, que anotan sin parar los datos que comparte Vollenweider: la psilocibina puede reducir el mecanismo de autorreferencia a uno mismo, lo que los científicos llaman romination (“rumiación”, pensar una y otra vez en círculos negativos), y parece que es un alivio para el paciente salir de este bucle y ver otras cosas más allá de él o de ella. Dejar de centrarse en sí mismos y reconectar con el ambiente y el entorno, con la gente de alrededor y con la naturaleza es el primer paso para que salgan las emociones y se vuelven mas empáticos, cuenta Vollenweider. Y lo más importante es que tres estudios han demostrado que los efectos son visibles entre tres y seis meses, con una sola dosis. Aunque todavía no tienen los resultados finales, este estudio tendrá, sin duda, consecuencias prácticas y clínicas muy potentes.
Si el espíritu de la sabia indígena mazateca María Sabina estuviera en la sala estaría contento de que la medicina de los honguitos esté por fin trazando el camino para ser reconocida y usada para sanar a más personas. Lo que está claro es que cada vez hay más interés científico en la fenomenología y la neurobiología subyacente de los estados alterados de conciencia inducidos por drogas psicodélicas como la psilocibina y la LSD. Un interés, sin duda, que según Bouso y Vollenweider está impulsado por la creciente evidencia de sus efectos beneficiosos sobre el bienestar físico y mental.
Vollenweider continúa su intervención relatando la fenomenología de los estados alterados de conciencia. En detalle y con complejas diapositivas explica que en el centro de la experiencia psicodélica está la disolución del yo fenomenológico o el yo concomitante, lo que propicia un sentimiento de unidad con todo lo que existe. El sentido de la identidad cotidiana de uno se disuelve en una realidad última y atemporal.
Escuchando a Vollenweider me pregunto qué pasaría si los científicos partidarios de la biomedicina hegemónica tomaran más psicodélicos, ¿cooperarían más entre ellos? ¿Y si la psilocibina conectara con los que desde arriba deciden cómo, cuándo y a quién conceden los permiso para investigar con sustancias controladas? Tal vez los profundos cambios en la percepción y el estado de ánimo de estas autoridades científicas culminaran en un estado de felicidad sin contenido, en la conocida como “experiencia cumbre o mística”, y eso los acercase a nuestro objetivo de que se puedan tratar pronto con psicodélicos enfermedades que afectan gravemente a la salud.
Lo que está claro es que, cuando Vollenweider y su equipo terminen este estudio con psilocibina, los resultados formarán parte del arsenal terapéutico, aportando evidencias de fase tres sobre su eficacia, para que algún día la psilocibina pueda ser un fármaco de prescripción médica y mejore la vida de muchas personas.
La medicina cannábica, libre y curativa en Italia
Entran en escena Paolo Poli, reconocido médico especialista en terapia del dolor, y Vidmer Scaioli, neurólogo del Istituto Besta de Milán. Poli presenta los resultados de un estudio observacional que hicieron con ciento noventa personas con diferentes patologías, y relató las mejoras en pacientes que forman parte del programa de cannabis medicinal en Italia, que empezó en el 2015. “El cannabis cura el dolor crónico, y nuestra experiencia debería servir para que países vecinos apostaran por su uso terapéutico”. Scaioli presentó resultados de diferentes muestras, y habló de farmacogenética, es decir, de cómo los polimorfismos genéticos modulan el metabolismo de los fármacos y cómo su eficacia depende de ello.
Después de explicar cómo se metaboliza el cannabis, Scaioli sorprende al auditorio al presentar los casos de dos pacientes con glioblastoma multiforme, un tipo de tumor cerebral incurable, que en ambos casos había desaparecido después de tomar aceite de cannabis durante cierto tiempo. El caso narrado me hizo recordar que Bouso contó en una ocasión que, aunque existían estudios preliminares con Sativex en los que se demostró que el fármaco duplicaba la esperanza de vida en pacientes con glioblastoma multiforme, nunca se había dado un caso en el que hubiera una remisión total gracias a la medicina cannábica.
La investigación es un derecho humano
Aunque se anunció su llegada a la conferencia, la ministra de Sanidad no llega a presentarse, pero sí están en la sala algunos de sus asesores. Está claro que el trabajo de incidencia política de los organizadores, la Associazione Luca Coscioni por la libertad de investigación científica, está consiguiendo que, desde las instituciones, se empiecen a plantear que las barreras a la investigación influyen en el bienestar social, y que la investigación es un derecho humano básico que debe ser reconocido y aceptado porque nos beneficia a todos.
Marco Perduca cierra la conferencia y recuerda que, en marzo del año que viene, los estados miembros de Naciones Unidas convocarán un segmento de alto nivel en Viena para abordar el sistema internacional de control de drogas. Y que ninguno de los documentos preparatorios tiene en cuenta el progreso científico sobre sustancias controladas que la investigación ha producido durante los últimos años. “Existe un gran riesgo de que el uso médico de sustancias controladas se siga ignorando, y esto, a pesar de que la Organización Mundial de la Salud ha recomendado una revisión crítica del cannabis y que varios investigadores han presentado formas innovadoras de desarrollar terapias con medicamentos prohibidos”.
Perduca nos hace volver a “la realidad”. Los conferenciantes salen de la sala y los estudiantes les abordan, lápiz en mano. Quieren más detalles sobre sus estudios y sobre el futuro de los psicodélicos. Esta nueva hornada de universitarios y futuros científicos tienen el camino un poco más allanado y la cabeza tal vez más abierta para dedicar sus tesis a los medicamentos psicodélicos. Y con ellos, una parte de la sociedad que avanza más rápido que las instituciones y que está dispuesta a exigir que se investigue con sustancias controladas para ejercer su derecho a una vida digna.
Espero pacientemente a Vollenweider y a Bouso. Todavía no quiero “volver a la realidad” y me los llevo a conversar por los jardines de la Universidad de Milán para seguir el viaje hacia un mundo en el que se les conceda a las sustancias psicoactivas el estatus de legalidad, en donde la comunidad científica coopere con otras disciplinas, un mundo en donde haya libertad para las investigaciones científicas y los organismos internacionales legislen escuchando a la sociedad civil que se preocupa por su salud y la del planeta.
Fotos
Luca Coscioni y Marta Molina