¿Qué pasaría si descubriéramos que nuestra independencia es simplemente una ilusión que fue adaptativa en su momento pero que ahora amenaza nuestra especie? Del mismo modo que ciertos comportamientos, como la búsqueda de alimentos grasos, ayudaron a los humanos primitivos a sobrevivir en una naturaleza inhóspita, nuestros mecanismos de supervivencia biológica no nos son muy útiles en el mundo moderno. Ahora sabemos que nuestro deseo de grasas y azúcar conduce a la obesidad en entornos en los que las calorías están al alcance de la mano. De modo similar, la ilusión de un yo independiente se ha vuelto algo que nos lleva a problemas en un mundo cada vez más conectado y globalizado. Solemos considerarnos entidades discretas, como algo separado y distinto de nuestro entorno, pero en muchos aspectos, desde nuestro cuerpo físico hasta nuestros cerebros, estamos profundamente vinculados con el mundo que nos rodea.
Debido a que nuestros cuerpos se renuevan cada pocas semanas, su material es claramente insuficiente para explicar la existencia de una identidad. Nos cuesta comprenderlo por una suerte de ceguera que podríamos llamar la “ilusión de una identidad”. Del mismo modo que en su día creamos la ilusión de seres supernaturales, como los dioses, ahora tenemos la ilusión de existir como identidades autónomas. No es lo mismo entenderlo intelectualmente que integrarlo en nuestras creencias y de este modo actuar en el mundo de forma distinta. Para ello, hay que eliminar hábitos totalmente enraizados y reforzados a lo largo de nuestras vidas. Si no logramos pronto superar estos hábitos ancestrales, en pocos años estaremos en una situación sin salida.
Todos los organismos que han existido en la Tierra desde el origen de la vida, aproximadamente hace tres o cuatro mil millones de años, están compuestos de las mismas moléculas que se reciclan constantemente. Se estima que los seres humanos eliminan un millón de partículas microscópicas cada hora. Nuestros cuerpos son como el barco de Teseo, al que con el tiempo se le habían remplazado todas sus partes. ¿Era el mismo barco? El ser humano es una especie de quimera. Los microorganismos no solo han colonizado cada fragmento de nuestro cuerpo, sino que están presentes en cada una de nuestras células. No solo en términos corporales, sino en el modo en que nuestra supuesta autonomía se ve alterada por muchos otros organismos que nos utilizan como comida, como casa o, simplemente, como modo de transporte. Somos una supercolonia cuyo comportamiento es gobernado por muchos.
En otro orden de cosas, somos totalmente dependientes para casi todo lo que hacemos en nuestras vidas. Nuestras ropas, teléfonos, zapatos, esta revista que estáis leyendo dependen de miles de personas. Si nos separan de la red de las relaciones humanas, como le ocurriría a una hormiga sacada de su colonia, no sobreviviríamos por mucho tiempo. Nuestra existencia depende de este tapiz de interacciones con otras personas. Trece mil satélites orbitan el planeta transmitiendo ondas electromagnéticas en cada dirección, permitiendo que siete billones de personas puedan decir chorradas con sus móviles, oír la radio, ver la televisión y surfear por internet. Si levantamos la mano en este preciso momento, cientos de conversaciones, inteligentes o estúpidas, fluyen a través de ellas.
Si la causa raíz que hay tras nuestra destrucción de la naturaleza es no reconocer que somos parte de ella, el tratarla como algo utilizable y a nuestra disposición es definitivamente muy problemático, porque nos aleja cada vez más de ella. Hemos de entender que cuando cortamos un árbol es como si nos cortáramos un brazo. Sin entender esto, siempre actuaremos a corto plazo. Pan para hoy y hambre para mañana.
Nuestros cerebros evolucionaron para sostener mentes que creían, erróneamente, que eran entidades independientes. Y aunque la cultura moderna celebra a menudo y exagera esta visión individualista, simplemente es una cruel ilusión. También son claros los costes personales del individualismo excesivo. Pensemos en la persona más egoísta o solitaria que conozcamos y preguntémonos qué grado de felicidad posee.
Podríamos decir, por lo tanto, que nuestra enfermedad moderna es la patología de la individualidad, cuyos síntomas están causados por no comprender nuestra conexión con la naturaleza. La cultura actual, principalmente la publicidad que necesita consumidores aislados, parece acentuar la individualidad más extrema, algo que tristemente va a más. Si queremos transmitir un mundo habitable a las generaciones que nos sigan, hemos de superar tanto el egoísmo determinado biológicamente como nuestro tribalismo determinado culturalmente.
De jóvenes queremos cambiar el mundo y, con la edad, tal vez algo más sabios, llegamos a la conclusión de que debemos cambiarnos a nosotros mismos. Pero para superar los problemas ambientales a los que nos enfrentamos posiblemente tengamos que hacer ambas cosas a la vez.