Estos días de alarma y confinamiento nos hacen conscientes de nuestra fragilidad. Un pequeño ente al límite de lo que se puede considerar un ser vivo ha puesto en jaque a la sociedad del siglo XXI.
En plena temporada cannábica de exterior, muchos agricultores están retrasando la plantación debido a la imposibilidad de desplazarse hasta los cultivos, poniendo en riesgo las futuras cosechas. Los clubs cannábicos se han visto forzados a cerrar dejando sin asistencia a sus socios, en una clara discriminación con respecto a los usuarios de nicotina que han visto como sus centros de dispensación, los estancos, han permanecido abiertos. Las altas multas hacen inviable cualquier intento de saltarse el confinamiento.
La consiguiente vuelta a la compra callejera ha hecho subir los precios de la marihuana. Los distribuidores han buscado sortear los riesgos, llegando a repartir por el barrio con la ayuda de drones o buscando zonas en centros de alimentación para realizar los intercambios. Las autoridades no lo han puesto nada fácil, llegando a registrar con insistencia a los empleados de los servicios de mensajería en busca de sustancias ilícitas.
A mediados de abril se inició por las redes la campaña #cannabisLícito haciendo visible el problema de falta de abastecimiento, de especial gravedad para los que hacen un uso terapéutico de la planta; una campaña a la que se han sumado todas las organizaciones cannábicas y las entidades que trabajan en la reducción de riesgos. La normalización del consumo de cannabis, con millones de personas que hacen un uso habitual, se ha visto interrumpida en estos momentos críticos, lo que ha puesto en evidencia con especial crudeza la necesidad de contar con una seguridad jurídica basada en el libre desarrollo de la personalidad y en otros derechos y libertades propios de un Estado de Derecho, libre y democrático. La regulación del cannabis, enfocada a un uso controlado de la sustancia permitiría volcar los esfuerzos en políticas de prevención de los riesgos asociados a sus usos, en la educación de un consumo responsable y en el desarrollo económico de las zonas más desfavorecidas.
En realidad, no se trata solo del cannabis, la necesidad de una regulación implica a todas las sustancias hoy ilegales. Los conflictos que se están viviendo estos días en las cárceles por falta de suministro han aumentado la tensión entre los reclusos, por no hablar de la sobresaturación en los centros de desintoxicación que se está produciendo debido a este déficit. La interrupción de las importaciones del mercado asiático, una de las principales fuentes de entrada de los percusores de droga, aumentará en breve la adulteración para minimizar estas carencias y solventar una demanda que, como ya sabemos, no va dejar de existir. Y el periodo de abstinencia al que se han visto forzados muchos usuarios puede traer, con la vuelta de la normalidad, episodios de sobredosis.
La urgencia sanitaria de estos momentos no puede hacernos olvidar la lucha por nuestros derechos humanos. Tiempos oscuros vendrán si el poder se empecina en sus afanes totalitarios, reforzando, por ejemplo, el control policial sobre la población. La crisis socioeconómica que se nos viene encima debe ser enfrentada sin dejar a nadie de lado, con respeto a las libertades conquistadas y el compromiso de avanzar hacia un mundo menos desigual y más justo.