Del mismo modo que hubo un tiempo en que Al Capone era el mafioso por antonomasia en el cine y la televisión, ahora es la figura de Escobar, muerto hace veinticinco años, la que se ha convertido en casi inevitable. Así, Loving Pablo viene a sumarse a la ya larga lista de películas y series que en el último lustro, sobre todo, se han ocupado de la sangrienta historia del narcoterrorista que llegó más lejos que ningún otro mafioso en su desafío a su gobierno, y que puso contra las cuerdas al estado colombiano en una guerra abierta que se cobró miles de víctimas.
El punto culminante lo marcó Narcos, la serie creada por Chris Brancato, Carlo Bernard y Doug Miro, que en sus dos primeras temporadas relata el auge y la caída del número uno del cártel de Medellín. Narcos –pieza clave en la estrategia de expansión de Netflix en los mercados español y latinoamericano– está hablada en inglés y en español. Pero, con actores argentinos, chilenos, puertorriqueños y españoles, ofrece un indigesto cóctel de acentos en que el ingrediente más disonante lo añade precisamente el actor que encarna a Escobar. El brasileño Wagner Moura aporta una gestualidad adecuadamente intimidante, y matices que le permiten incluso trascender las limitaciones de un guion que tiende al simplismo, pero cada vez que abre la boca maneja un imposible acento portugués.
Claro que ese es casi el menor de los problemas. Narcos ha tenido como asesores a dos agentes de la DEA cuyos sosias (la mar de) ficcionales ejercen de hilo conductor. La casi siempre redundante voz en off de uno de ellos invade continuamente un relato en que la mirada sobre el contexto sociopolítico y los personajes colombianos cae a menudo en el maniqueísmo y la condescendencia, a un paso de la caricatura. Los hechos reales en los que se basa la historia son deformados sin mesura, mezclados continuamente con invenciones que no queda claro hasta qué punto son fruto de la voluntad de los guionistas o de la mera incompetencia. En un capítulo, el cártel negocia con un etarra y la voz en off explica que ETA mató al presidente español Luis Blanco y al ministro de defensa Alejandro Rivera. Con el primero se refiere a Carrero Blanco, en lo que evidentemente es un fallo de documentación. Y el segundo, que nunca existió, está por ver si también es fruto de un error o si se lo sacan de la manga por gusto, y como si hiciera falta. El hijo del capo, Juan Pablo Escobar, que dice que la familia ofreció su asesoramiento y que fue rechazado, ha denunciado una treintena de errores flagrantes en la serie, que dice que edulcora una realidad mucho más sórdida y rebaja la crueldad de su padre. Nada de eso, por supuesto, ha evitado que Narcos haya sido un pelotazo.
El patrón del mal
Otra cosa es que en Colombia sea a menudo objeto de chufla. Total, cuando llegó, allí ya habían visto su Narcos de producción propia, y mejor, además. Pablo Escobar, el patrón del mal, que así se llama, es la producción más ambiciosa de la historia de la televisión colombiana: ciento trece capítulos de media hora (o setenta y cuatro de cuarenta y cinco minutos en su distribución internacional), que adolecen de tics propios de las telenovelas, pero rezuman una vivacidad y un naturalismo que para sí quisiera Narcos. En El patrón del mal, Andrés Parra clona incluso el timbre de voz de su modelo y se erige en el Escobar de ficción físicamente más próximo al real, y se abunda en la faceta empresarial del capo, incluyendo consideraciones socioeconómicas que no cabe esperar en Narcos. Como cuando Escobar reflexiona sobre lo que significa el narcotráfico para Estados Unidos. “¿Es un problema de salud pública? No. Es un problema económico: no existe una empresa en Colombia que le esté sacando más dólares a Estados Unidos que la nuestra”, dice.
Ni eso ni una violencia menos explícita que en la serie americana resulta incompatible con el énfasis en la naturaleza despiadada de Escobar. La serie –basada en el libro La parábola de Pablo, del periodista y exalcalde de Medellín Alonso Salazar– cuenta entre sus productores con la sobrina del líder del Partido Liberal, Luis Carlos Galán, y el hijo del periodista Guillermo Cano, ambos asesinados por orden de Escobar, y está planteada como una respuesta más realista y responsable a las docenas de narconovelas que inundan las televisiones sudamericanas con glamurosos relatos de acción. El problema, pese a ello, lo exponía el escritor Hernán Casciari en un artículo en eldiario.es: la maldad en la televisión, más incluso que en el cine, fascina. Y del mismo modo que empatizamos con Tony Soprano o el Walter White de Breaking Bad, lo hacemos con este Escobar, con la diferencia de que sus víctimas son reales. “Más o menos por la mitad [de la serie], mi corazón ya estaba del bando de Pablo; no quería que lo atraparan ni que lo mataran, sino que siguiera soltando esas frases geniales después de matar”, confiesa Casciari.
Entre la verdad y la ficción
En pantalla grande, Escobar ya había aparecido de forma episódica en un par de películas. En la comedia Cómo conquistar Hollywood (Barry Sonnenfeld, 1995), caricaturizado por Miguel Sandoval, y en Blow (Ted Demme, 2001), encarnado por Cliff Curtis. Pero el primer largo consagrado a su figura es Escobar: paraíso perdido (Andrea di Stefano, 2014), donde Benicio del Toro lo interpreta retorcido y mefistofélico. Lástima que todo quede supeditado a un ridículo relato policiaco-romántico con chico que entra en la familia del narco por amor y acaba atrapado en la red y huyendo por su vida.
Basada en el libro de Virginia Vallejo, Loving Escobar descansa sobre los hombros de Penélope Cruz y, sobre todo, Bardem, que cincela con rotundidad un Escobar intenso y feroz. Fernando León, más artesano que nunca, se luce en un par de escenas de acción –el aterrizaje de un avión repleto de coca en plena autopista y el asalto al escondite de Escobar en la selva, filmado en plano secuencia–, pero no aporta nada que no hayamos visto antes ni en el rosario de películas de gánsteres post-Uno de los nuestros en general ni en la sobredosis última de producciones sobre el cártel de Medellín en particular. Como en Narcos, cuando le conviene se salta a la torera el punto de vista del personaje que se supone que nos cuenta la historia. Y, como en Narcos, el idioma le ha propiciado ácidas críticas. En este caso, porque la película está rodada en inglés (eso sí, con acento se supone que colombiano), decisión absurda desde un punto de vista creativo, imprescindible en términos crematísticos, si hacemos caso a sus responsables: cuentan que fue la condición necesaria para conseguir financiación y poder hacerla.
Biopics aparte, el goteo de producciones relacionadas con el cártel de Medellín. En Infiltrado (Brad Furman, 2016), Bryan Cranston es un agente de la DEA que se infiltró en la organización de Escobar, una sombra omnipresente pero que nunca aparece, y en Barry Seal, el traficante (Doug Liman, 2017), Tom Cruise es el piloto que simultaneó su trabajo para la CIA con envíos masivos de coca para Escobar, el mismo Mauricio Mejía que ya había encarnado una versión juvenil del capo en El patrón del mal (y que en Narcos era Carlos Castaño, uno de sus mayores enemigos).
También Andrés Parra ha repetido papel en algunos capítulos de un par de series: La viuda negra, basada en la vida de Griselda Blanco, la mujer que hizo que lloviera coca en Miami, y El Señor de los Cielos, inspirada en el narco mexicano Amado Carrillo. Entre la marabunta de culebrones sobre narcos que arrasan en Latinoamérica, Alias J.J. recrea la vida en prisión de Popeye, el más conocido de los sicarios de Escobar. Como contrapunto a la idealización del crimen de la que se nutren y que alimentan tantas narconovelas, la serie Bloque de búsqueda ficciona, en cambio, las peripecias del equipo especial de la policía que se creó ad hoc para dar caza a Escobar.
Tal vez el contrapunto más adecuado a los rebajes, atajos y maquillajes de la ficción haya que buscarlo en los documentales que también han proliferado en torno al narco. De entre ellos, Los tiempos de Pablo Escobar (Alessandro Angulo, 2012) perfila bien el contexto en que floreció su imperio, y Los dos Escobar (Jeff y Michael Zimbalist, 2010) traza las relaciones entre el narcotráfico y el auge del fútbol colombiano a partir de los retratos en paralelo del Zar de la Coca y el defensa de la selección colombiana Andrés Escobar, asesinado tras haberse marcado un gol en propia puerta en el mundial. Por su parte, Pecados de mi padre (Nicolás Entel, 2009) sacó a la luz al hijo del narcoterrorista, que llevaba más de una década viviendo en Argentina bajo el nombre de Sebastián Marroquín, y le reunió con los hijos de dos de las víctimas de su padre, Luis Carlos Galán y el ministro de justicia Rodrigo Lara. Desde entonces, Marroquín, que se formó como arquitecto y aboga por la legalización de las drogas, ha recuperado su nombre, Juan Pablo Escobar, y se ha dedicado a enmendar la plana a las ficciones que entiende que han estilizado tanto la figura de su padre y la forma de vida de capos y sicarios, como la guerra sucia en que incurrió el estado colombiano en su pulso contra el narcoterrorismo. Ahora, prosigue esa labor en Escobar al descubierto (Olivier Aghaby, 2018), estrenado en España hace unas semanas. En el documental, que incluye también imágenes inéditas del archivo familiar y el testimonio de la viuda del narco, el hijo insiste en la teoría de que su padre, en realidad, no cayó por los disparos de la policía, como se dijo, sino que se suicidó.