El mensaje político se apoya en la preocupación de que legalizar no debería abrir otra puerta al extractivismo, donde el capital externo captura la cadena de valor y las comunidades quedan como mano de obra barata. Por eso, el gobierno insiste en que la regulación debe priorizar a ciudadanos, emprendimientos locales y un mercado que se construya con reglas claras para evitar la concentración.
En la agenda aparecen fórmulas de “licenciamiento innovador” –microcultivo, iniciativas ligadas al bienestar y al turismo y esquemas cooperativos– que buscan bajar barreras de entrada. El antecedente más citado es la “Collaborative Grow Licence”, presentada en 2024 que, entre otras cosas, propone un descuento del 80% para empresas propiedad de cinco o más ciudadanos de Antigua y Barbuda, con vigencia de cinco años, diseñada para que el costo no sea un filtro social.
La dimensión cultural también fue puesta en el centro. Según se planteó en el encuentro, la práctica sacramental rastafari debe quedar protegida dentro del marco legal. En paralelo, el Ejecutivo ha mencionado revisar herramientas como la legislación de patentes para resguardar variedades y saberes de cultivo desarrollados en la isla.
El equilibrio, sin embargo, depende de la capacidad regulatoria. La Cannabis (Amendment) Act, 2021 refuerza a la MCA como autoridad para licenciar y controlar cultivo, procesamiento, manufactura, extracción, investigación, distribución y comercio, además de regular importación y exportación. En la práctica, eso implica trazabilidad, inspecciones y capacidad de hacer cumplir tasas y estándares en un mercado que todavía se está ordenando.
La apuesta de Antigua y Barbuda suena ambiciosa porque intenta corregir un vicio conocido: legalizar sin redistribuir. Si el país logra combinar licencias realmente accesibles, protección cultural y controles efectivos, podría ofrecer un modelo regional. Si falla, el riesgo es el de siempre: un mercado “legal” que deja fuera a quienes debía incluir y que empuja la demanda hacia zonas grises.