En lugares como Northcliff Potaround, un lounge cannábico de Johannesburgo, el consumo de cannabis se integra hoy en un ambiente socialmente aceptado, rodeado de arte, diseño y conversación distendida. Allí aún resuenan los recuerdos de décadas en que, en Sudáfrica, la planta se asociaba con delito, vagancia o “mal vivir”, no con emprendimientos creativos ni proyectos de bienestar. El simple hecho de hablar de boutiques de cannabis y de espacios especializados muestra hasta qué punto ha cambiado el relato.
Detrás de este giro cultural hay un cambio legal profundo. En 2018, el Tribunal Constitucional sudafricano declaró inconstitucional castigar el uso y el cultivo de cannabis para consumo personal en espacios privados. A partir de ahí se aprobó la Cannabis for Private Purposes Act (2024) que regula cómo pueden cultivar, poseer y compartir cannabis las personas adultas y abre la puerta a borrar ciertos antecedentes penales.
Más allá del cambio legal, el nuevo paisaje cannábico sudafricano también se expresa en un lenguaje de bienestar y estilo de vida- El surgimiento de spas, productos de cuidado personal y espacios de ocio que ahora integran la planta en rutinas cotidianas de una clase media urbana. Ese giro recuerda procesos que ya hemos visto en otros países: lo que antes era un símbolo de marginalidad pasa a formar parte de una economía del “bienestar” donde pesan tanto el marketing y el turismo como la defensa de derechos. En el fondo sigue abierta la pregunta de quién se beneficia de esta normalización y quién queda, otra vez, mirando desde la periferia.
Lo que ocurre hoy en Sudáfrica es algo más que una curiosidad lejana para el mundo hispanohablante, pero sin duda es un laboratorio donde se ensayan nuevas formas de convivir con la planta. Que el cannabis deje de ser sinónimo de delito es una buena noticia, pero la verdadera medida del cambio será si la regulación evita que el nuevo negocio deje fuera a quienes sostuvieron la cultura cannábica en los márgenes.