El artículo detalló que aproximadamente un 11% de las y los participantes reportó consumo reciente de cannabis, con una mediana de frecuencia situada entre 2 y 4 veces al mes. Todas las personas completaron una batería neuropsicológica y una encuesta estandarizada sobre uso de cannabis. Los autores aplicaron análisis transversales tradicionales y técnicas de inferencia causal para controlar diferencias entre grupos.
Los resultados indican que no se observaron diferencias de rendimiento entre usuarios recientes y no consumidores en cuestiones como velocidad/funciones ejecutivas, habilidades visuales, atención, lenguaje y memoria. Esto sugiere que, al menos en patrones de uso de baja frecuencia, el cannabis en edades avanzadas no se asocia con un deterioro detectable en pruebas de desempeño cognitivo.
Entre quienes reportaron consumo reciente, las personas con puntuaciones elevadas en el CUDIT‑R (indicativas de riesgo de trastorno por consumo de cannabis) tendieron a rendir peor en memoria. Este hallazgo no contradice el resultado general, pero recuerda que los problemas se vinculan más con patrones problemáticos de uso que con el hecho de usar en sí mismo. Los autores insisten en que faltan datos clave (historial de uso, proporción THC/CBD, vías de administración) y en la necesidad de seguimiento longitudinal para clarificar trayectorias.
El contexto demográfico también importa ya que en Estados Unidos, el uso de cannabis en mayores de 50 años crece y se normaliza. En encuestas recientes del National Poll on Healthy Aging de la Universidad de Michigan y AARP estiman que un 21% lo usó en el último año, muchos con fines terapéuticos (dolor, sueño, ánimo). Ese corrimiento generacional y sanitario explica por qué la discusión se está desplazando desde el temor a un diálogo clínico informado y no estigmatizante.
Para la práctica clínica y las políticas públicas, el estudio es una invitación a ajustar el foco. No respalda lecturas alarmistas sobre “daño cognitivo” generalizado por consumir cannabis en la vejez; más bien sugiere priorizar la detección de uso problemático y la educación en reducción de daños dos líneas compatibles con el derecho a la salud y con el trato adulto de las personas usuarias.
La evidencia disponible sigue debilitando el estereotipo sobre el consumo entre los adultos mayores y empuja a mirar el detalle los patrones, contexto y objetivos de uso. En un marco antiprohibicionista, lo sensato es orientar información y acompañamiento sanitario, no criminalización. Si bien el debate continúa abierto con respecto a este tema, la ciencia comienza a inclinar la balanza hacia enfoques basados en derechos y evidencia.