Según la reconstrucción del caso citada por la agencia rumana Agerpres y recogida por Associated Press, la policía detuvo al artista después del concierto. La fiscalía sostuvo que portaba más de 18 gramos de cannabis y que consumió parte en el escenario. La acusación se tramitó bajo la figura de posesión de “drogas peligrosas” para uso propio, un encuadre que en Rumanía puede implicar prisión o multa.

El proceso ya había tenido un primer fallo: en abril, un tribunal inferior impuso una sanción penal de 3.600 lei (unos 830 dólares). Pero la fiscalía apeló y pidió una respuesta más severa. Con ese telón de fondo, la apelación terminó por fijar la condena de nueve meses, una medida que, más que centrarse en la cantidad incautada, pone el acento en la exposición pública del acto.

Desde la agencia de noticias internacional AP,  expusieron las razones que esgrimieron los jueces, destacando  que el consumo sobre el escenario fue considerado ostentoso y capaz de elevar el “peligro social”, sobre todo ante audiencias jóvenes. En la lógica prohibicionista, la visibilidad funciona como agravante. ya que el problema no es solo consumir, sino hacerlo a la vista de miles, transformando un gesto íntimo en un mensaje.

Para Khalifa —cuyo imaginario artístico está atravesado por el cannabis— el episodio también es una lección de geografía y jurídica. En Estados Unidos, si bien la legalidad varía por estado, en Rumanía la posesión sigue criminalizada incluso sin indicios de venta. Por eso, el caso recuerda que el circuito global de festivales no es un territorio homogéneo y, entre el show y el Código Penal, la política de drogas insiste en castigar siempre lo que es más visible, más aún si está arriba del escenario.