Hace años, acostumbraba a mantener largas conversaciones vía e-mail con un pibe que, siendo consciente de que los médicos no pueden detectar el dolor con ningún tipo de herramienta o artilugio, sino que deben inferirlo fundamental y básicamente de aquello que les comunique el paciente, había desarrollado todo un complejo arte para conseguir de los galenos los opioides que se le antojaban. Principalmente morfina y fentanilo, sustancias, ambas, de las que hacía un uso lúdico habitual.
Por lo común, nuestras charlas eran bastante fluidas y extensas, pero en determinadas ocasiones, la conversación se paraba en seco. De manera abrupta dejaba de recibir sus mensajes y el silencio se imponía durante larguísimos ratos. Hasta que, de improviso, mi contertulio volvía a dar señales de vida:
–¡¡¡Mierda, me ha vuelto a noquear el puto fenta!!! Me he quedado fuera de combate encima del teclado. Mira, mira, que te voy a enviar lo que te he estado escribiendo todo este tiempo.
Y, entonces, me mandaba esto mismo que les transcribo a continuación, con la salvedad de que su escrito ocupaba siete páginas en lugar de las dos o tres líneas que les pongo a modo de mera muestra ilustrativa:
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Y así un día y otro día y el siguiente y todos en los que le daba por fumar mientras hablábamos de nuestras cosillas.
La cuestión es que he de reconocer que me da la impresión de que, si fumara habitualmente como lo hacía él, lo más seguro es que me pasara exactamente lo mismo que a él. Puesto que, en resumidas cuentas, más o menos lo mismo es lo que vino a sucederme en las contadas ocasiones en que tomé fentanilo fumando en plata los parches de Durogesic Matrix de 100 microgramos que, en cierta ocasión, el colega del que les hablo me hizo llegar a modo de obsequio.
Diría que no está de más mencionar que, para fumarse esos parches, antes había que trocearlos metódicamente hasta obtener algo así como treinta y dos trocitos. ¡Flípenlo! Una vez acabadas las labores de corte y división para la correcta dosificación de la sustancia, tenía que cogerse uno de los treinta y tantos minúsculos cachitos resultantes y acto seguido depositarlo sobre un trozo de papel de plata. A continuación, se procedía a cazar el dragón de la manera habitual, aplicando calor con un mechero por debajo de la plata e inspirando los vapores a través de un turulo colocado entre los labios. De forma inmediata, la porción del parche se desintegraba y se transformaba en un vapor que tenía un peculiar sabor a plástico. La absorción del vaporcillo requería a lo sumo de un par de buenas caladas, aunque normalmente una sola ya era suficiente.
En mi caso particular, recuerdo que la primera vez que lo consumí, según retenía el humo dentro de mis pulmones, llegué a barruntar la siguiente frase: “¡Coño, esto es lo más parecido a un chute de burro que he probado en mi vida!”.
Acto seguido, abrí los ojos, levanté la cabeza de la mesa que había en mi habitación, observé como de mi boca caía un chorrillo de babas que se fundía en un remanso acuoso similar al lago Victoria, pero a escala escritorio para estudiantes y, a continuación, completamente atolondrado logré enfocar y hasta comprender el significado de las cuatro pequeñas cifras que figuraban en el extremo inferior derecho del ordenador que había justo frente a mí. Gracias a aquel dato, pude concluir que llevaba babeando inconsciente una media de treinta minutos. Me dispuse, entonces, a desecar el lago de babas mientras algo en la recámara de mi mente me llevó a intuir que debía de sentirme agradecido por no haberme quedado en el sitio, tieso, encorvado y con las babillas colgando para la eterna posteridad.
Mis puntuales coqueteos con el fentanilo me ofrecieron, en general, experiencias similares a la que acabo de describir. Por lo demás, me pareció un opioide carente del toque de euforia y de bienestar que me aporta la heroína. En todos los bioensayos que realicé, los efectos me resultaron bastante planos y escasamente gratificantes, la verdad. Salvo cuando alcanzaban su punto álgido. Entonces, como acabo de contar, su efecto se acercaba bastante al flash que aporta el caballo administrado vía endovenosa. Lo que pasa es que, invariablemente y a diferencia de lo que sucede con la heroína, apenas percibía esa sensación de intenso placer perdía el conocimiento durante un buen rato. Lo cual me llevó a concluir que la dosis que me resultaba placentera estaba demasiado cerca de la sobredosis, cuando no se solapaba por completo con ella hasta que la una resultaba inseparable de la otra. Demasiado riesgo, para mi gusto. Marcadamente más provechosa, gozosa y segura la heroína de toda la vida, a mi modo de ver. Aparte de que, aun cuando no me importa cabecear un poco estando bajo el influjo heroico, eso de perder la consciencia por sistema cada vez que consumo y de –en el mejor de los casos– quedarme profundamente dormido mientras duran los efectos más intensos –como tantas veces sucede con el fentanilo y como puede verse que le pasa a buena parte de las personas que hacen uso de esta droga– no es en modo alguno mi prototipo de ciego ideal. Sinceramente, para dormir, prefiero tomarme un trankimazin o cualquier otra benzo. Para todo lo demás prefiero administrarme drogas que no anulen por completo mi estado de vigilia y que, por lo tanto, me permitan disfrutar de sus efectos con todos los sentidos posibles.
Resumiendo: que me lo dan y no lo quiero, el dichoso fentanilo.
¡La reina ha muerto! ¡Viva el rey!
Ahora bien, en este punto hemos de diferenciar mis gustos personales de las tendencias y de las dinámicas naturales del mercado ilícito de las drogas. Al respecto, cabe considerar que la lógica de la prohibición promueve y favorece invariablemente la comercialización de sustancias cada vez más potentes –y peligrosas–. Por la sencilla razón de que, al ser más potentes, ocupan menos espacio y, por lo tanto, son más fáciles de almacenar, de esconder y de transportar. Lo cual da lugar a que sea más seguro traficar con ellas, lo que permite que se abaraten los costes, llevando, en última instancia, a aumentar la rentabilidad. Cuando, además, se pasa de comerciar con una sustancia natural (como el opio) o semisintética (como la heroína) a hacerlo con una sintética (como el fentanilo) los costes y los riesgos se reducen aun más (puesto que dejan de ser necesarios los amplios terrenos para el cultivo, el pago al campesinado, el transporte de grandes volúmenes de materia prima, etc.). Es por ello que, ante la posibilidad de traficar con varias drogas de una misma familia (opiáceos en este caso), el narcotráfico se decanta indefectiblemente por hacerlo de forma exclusiva con la más potente entre las que tenga a su disposición. Esta y no otra es la lógica que subyace al hecho de que el narco lleve cien años traficando con heroína en lugar de con opio: la potencia de una y otra sustancia, considerablemente mayor en el caso de la heroína.
La cuestión es que, habiendo transcurrido algo más de un siglo en el que la diacetilmorfina ha ocupado el puesto de líder indiscutible del mercado ilícito de opioides, de un tiempo a esta parte ha dejado ver su patita una nueva sustancia que, siguiendo los principios que rigen la lógica de la prohibición y del narcotráfico, está destinada indefectiblemente a arrebatarle el puesto al jamaro. Me refiero al mencionado fentanilo, una sustancia sintética cincuenta veces más potente que el caballo.
"Es el momento de dar heroína farmacéutica a bajo coste (sale a unos 5-8 euros el gramo) y de libre acceso para quien quiera comprarla. Tan solo así se podrá ganar a la mafia y únicamente así se podrá poner coto al mercado del fentanilo"
Ante este producto puesto a disposición de los cárteles de la droga, la heroína tiene tantas probabilidades de seguir ostentando el liderato como las tuvo el opio frente a la diacetilmorfina el día que la mafia tuvo que escoger con cuál de los dos productos iba a trabajar. Tan solo hay que hacer una equivalencia aritmética para prever sin margen de error la elección que esta vez tomará el gran narco. Aquí la tienen: una tonelada de heroína equivale en potencia analgésica a veinte kilogramos de fentanilo. Si dicho esto aún hay quien no ve claramente el curso que tomarán los acontecimientos en un futuro inmediato o cercano, lo mismo da, puesto que pueden dar por sentado que, quien no alberga duda alguna es quien lo compra y lo vende, quien lo produce y lo esconde, quien lo almacena y lo difunde. Quien se juega la libertad y los cuartos comerciando con aquello que otros se toman la licencia de prohibirnos. Quien, por mera supervivencia, tiene que decantarse por el producto más fácil y barato de producir, menos aparatoso de manejar, más potente, más adictivo y más rentable.
De hecho, si a día de hoy el mercado europeo y el arábico aún no han sido tomados por el fentanilo es debido a que se trata de mercados que tradicionalmente han sido abastecidos por los traficantes afganos, que se dedican al cultivo de opio desde hace décadas. Actualmente, sin embargo, se da la particular circunstancia de que, una vez que –tras veinte años de combates– los americanos se retiraron de Afganistán, el Talibán se hizo con el control del país y, una vez que se asentó en el poder, decretó una guerra sin cuartel al opio en razón de la cual, el último año los cultivos se han reducido en un noventa y ocho por ciento, según hemos podido leer en la prensa. De tal manera que, si tomamos en consideración que Afganistán producía entre el ochenta y el noventa por ciento de la heroína circulante en el planeta, cabe concluir que, en caso de que los talibanes mantengan su actual postura durante los próximos tres, cuatro o cinco años, medio mundo se quedará desabastecido de diacetilmorfina y un mercado de dimensiones descomunales quedará libre para ser tomado por traficantes de drogas procedentes de otros lugares del planeta. Traficantes que, con toda seguridad, no tendrán la capacidad de ofrecer las ingentes cantidades de heroína que producían los afganos pero que, en su lugar, estarán en disposición de inundar el mercado con el considerablemente más barato, potente y rentable fentanilo. Así que, vayan ustedes haciéndose a la idea de lo que se avecina…
¡La reina ha muerto! ¡Viva el rey!
Para vislumbrar con claridad cuál será el escenario futuro, basta con echar un vistazo al pasado y compararlo con el presente. De contemplar los clásicos fumaderos de opio del Siglo XIX con los asistentes recostados, conversando, ensimismados o disfrutando del duermevela pasemos a observar las calles de Kensington, en Filadelfia, atestadas de personas bajo los efectos del fentanilo en estado de inconsciencia total y luciendo posturas propias de contorsionistas profesionales. Ahora, preguntémonos: ¿se ha ganado algo en términos de salud pública y de seguridad? ¿Cabe albergar buenas esperanzas para el futuro ateniéndonos a cómo ha evolucionado el escenario hasta el presente? Las respuestas: no y no. Obvio.
Otra manera de prever el futuro es la de poner sobre la mesa los datos del pasado y los de la actualidad y proceder a contar los muertos, como diría El Coleta, rapero quinqui de Moratalaz que sabe mejor que yo que en los años 80 y 90 la peña, en la calle, tenía las cuentas bien echadas y las equivalencias bien hechas: “tanto mata, mata tanto, la policía como el caballo” sentenciaba, al efecto, el refranero popular yonkarra.
Las cifras oficiales, por su parte, indican que durante los años más duros de ayer y de hoy en España han muerto de sobredosis cerca de mil personas al año. Estos son los datos de un mercado centrado en la heroína a lo largo de décadas, siendo por ello que las cifras vienen a ser del mismo orden, del millar para abajo.
Por el contrario, en el mercado norteamericano, en el que hace tiempo que circula masivamente el fentanilo, según datos del Instituto Nacional Sobre el Abuso de Drogas de los Estados Unidos (NIDA) durante los últimos veinte años, las muertes asociadas al consumo de opioides en general han pasado de cerca de siete mil a ciento nueve mil al año. Es decir, del orden de las decenas del mercado heroico se ha pasado al orden de las centenas del mercado del fentanilo, me refiero a decenas y a centenas de miles obviamente.
A la luz de estas últimas cifras, amplíen el escenario desde los actuales suburbios de Norteamérica hasta el futuro mercado global de las drogas y a buen seguro que estarán de acuerdo conmigo cuando afirmo que puedo vaticinar y vaticino que el hostiazo será antológico. Y ahora, hagan ustedes sus apuestas, damas y caballeros…
Gana la mafia.
Como apunte final, quisiera mencionar que, ante el aluvión de muertes, hace unos años las autoridades sanitarias norteamericanas empezaron a dispensar y a facilitar el acceso a la naloxona para combatir las sobredosis, algo que tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo se habían resistido tercamente a hacer durante décadas. Afortunadamente, hoy en día la naloxona ha pasado a ocupar un papel estratégico central en el abordaje de la crisis de opioides en EE UU, sin embargo, a mi modo de ver, por muy bienvenida que sea, ya es demasiado tarde. El momento de dar antagonistas opioides pasó hace mucho tiempo. Ahora es el momento de dar agonistas, es decir, opioides puros y duros. Es el momento de dar heroína farmacéutica a bajo coste (sale a unos 5-8 euros el gramo) y de libre acceso para quien quiera comprarla. Tan solo así se podrá ganar a la mafia y únicamente así se podrá poner coto al mercado del fentanilo. Obviamente, la heroína no será mano de santo. A fin de cuentas, es una droga también muy problemática, pero tal y como están las cosas, será un mal menor. Será una solución –más tarde vendrán otras–, a diferencia del abandono de responsabilidad que supone dejar el mercado de las drogas en mano de los narcos, opción que ya deberíamos tener todos muy claro hacia dónde nos lleva.
Hazlo Tú Mismo
Por lo demás, no debemos olvidar que, aparte de las medidas que tomen las instituciones públicas, hay soluciones que están en manos de las personas consumidoras. Por ejemplo, en el caso de que el fentanilo llegase a hacerse con el mercado global de opioides, quien no quiera consumirlo y, en su lugar, prefiera administrarse sustancias como la heroína, tendrá la opción de autogestionar la producción de aquello que desea consumir, de tirar del “Hazlo Tú Mismo”, bien recolectando opio, bien haciendo acopio de morfina o de otros opioides farmacéuticos, comprando anhídrido acético y otros precursores químicos en el mercado ilícito o en la Dark Net y llevando a cabo finalmente el sencillo proceso de semi-síntesis de la diacetilmorfina. Esto mismo, a fin de cuentas, es lo que hicieron los jóvenes australianos cuando las redes del narcotráfico internacional no habían extendido sus tentáculos hasta nuestras antípodas. De modo que, como la mafia no les despachaba jamaro, ellos mismos se encargaron de procurárselo, haciendo heroína casera de la forma en que les acabo de contar. Así que, si ellos lo hicieron, den por sentado que yo también lo haré el día en que el narco deje de ofrecerme jako y me ofrezca fentanilo. Está escrito.